Encuentro fuera de lo común

**Un Encuentro Fuera de lo Común**

En el cumpleaños de Luz María Fernández se reunieron familiares y amigos para celebrar sus sesenta años. No era ni joven ni vieja, pero tampoco se consideraba una anciana. Demasiado enérgica y activa para eso. Todo lo que hacía le salía bien, y solía bromear:

—Todavía me queda pólvora en la recámara, hasta puedo compartir—, decía entre risas.

El café estaba lleno: su marido, sus dos hijos con sus esposas, parientes y antiguos compañeros de trabajo. Aunque ya no volvería a la oficina, donde había sido jefa de contabilidad durante años, se despidió con una sonrisa:

—No será un adiós, os visitaré… Aunque la verdad, no sé qué haré en casa, jubilada. Pero todos llegan a esto, y ahora me toca a mí.

Sus compañeros la apreciaban mucho. Siempre dispuesta a ayudar y con consejos sabios. El director lamentaba perder a una profesional tan valiosa, pero no había remedio. Entre risas, le decían:

—Luz María, no le dejaremos en paz, ¡la llamaremos! ¿Quién nos ayudará si no?

—Llamadme, chicas, no me importa…

Y ahora, allí estaban todos, elegantes y contentos, celebrando. Ella, la cumpleañera, radiante, como si hubiera rejuvenecido. Vestía un elegante vestido largo color chocolate, un collar de piedras naturales y hasta unos tacones bajos, algo que casi nunca usaba.

—Mamá, qué guapa y joven estás—, dijeron sus hijos, entregándole sendos ramos de rosas.

—Gracias, mis tesoros—, respondió, abrazándolos.

La fiesta fue un éxito. Su marido, Francisco, no apartaba los ojos de ella. Llevaban casi cuarenta años juntos, una vida tranquila y feliz, criando a sus hijos con amor. Ahora era tiempo de disfrutar.

—Paco, deja ya el trabajo, basta de madrugar—, le decía Luz María.

—Veremos, cariño. Nuestra generación no sabe estar sin trabajar—, respondía él.

Al día siguiente, Luz María se levantó temprano. Tenía visita: sus hijos, su hermana y su anciana madre. La casa, un amplio chalé de dos plantas construido por Francisco (con ayuda de su empresa, claro), siempre estaba llena.

Mientras preparaba el desayuno en la cocina, pensaba en lo mucho que le gustaba recibir. Sus hijos adoraban su tarta de cerezas, que ya horneaba.

—Francisco, ¿ya levantado?—, dijo al oírlo entrar.

—Tú tampoco descansas, y eso que ya has cumplido los sesenta—, bromeó él, conociendo su carácter inquieto.

Nunca se quedaba en la cama si tenía invitados. Siempre les preparaba desayunos abundantes, como le gustaba a Francisco, quien solía decir:

—El desayuno, cómetelo tú; el almuerzo, compártelo; y la cena…

—¿Y la cena?—, preguntaba ella.

—La cena también me la como yo—, terminaba él, y ambos reían.

Poco a poco, los invitados se reunieron en la cocina. Su hermana Irene admiró la casa:

—Qué bonito tenéis todo, Luz María. Orden, limpieza… ¡Y ese jardín!

—¿Yo? Sin Paco no habría sido posible—, dijo, pasando la mano por el pelo de su marido.

Él, mirándola con cariño, añadió:

—Luz es incansable, y a mí me arrastra. Juntos, hasta las montañas movemos.

—Tenéis suerte los dos—, comentó Irene.

—La verdad—, asintió Francisco—. No sé qué habría sido de mí sin ella.

Todos rieron, pues conocían su historia.

—¡Papá, cuéntala otra vez!—, pidió el hijo menor.

Fue en sus años de universidad. Francisco viajaba en autobús, repasando apuntes, después de una pelea con su entonces novia, a quien su madre no aprobaba.

—Hijo, esa chica tiene mirada de pillina—, le había dicho.

De pronto, la conductora le dio el billete y unas monedas de vuelta. Metió la mano en el bolsillo y…

Luz María, en el mismo autobús, sintió una mano en su bolsillo.

—¡Qué descarado!—, pensó, agarrando la mano del “ladrón”.

—¿Qué haces?—susurró él.

—¡Son mis tres pesetas!—gritó ella.

La lucha terminó cuando el autobús paró. Ella salió corriendo, pero él la siguió.

—¡Ahora entiendes que era mi dinero?—dijo él, mostrando una peseta.

Ella revisó su bolsillo: sus tres pesetas estaban allí. Se sonrojó y se echó a reír.

—Iba a por mi cambio, pero terminé peleando por el tuyo—, dijo él, riendo también.

—Francisco—, se presentó.

—Luz María—, respondió ella.

—Me lo imaginé—, dijo él—. Eres luminosa, como tu nombre.

Se quedaron charlando. Al día siguiente, volvieron a encontrarse en la misma parada. Y desde entonces, nunca se separaron.

—Y todo por una peseta—, rieron los invitados.

Francisco y Luz María sonrieron. Qué suerte que él metió la mano en su bolsillo, y ella lo atrapó… en el acto… en el momento más feliz.

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