El amor llegó de repente, pero algo salió mal
Una tarde, Lucía volvía del trabajo como siempre, cruzando un pequeño parque, cuando de repente, un cachorrito apareció entre los arbustos y se lanzó a sus pies. Era rechoncho y redondo, como una pelota.
—¡Ay, pero qué cosita más bonita! ¿De dónde has salido? —preguntó sorprendida, agachándose para mirarlo.
El cachorro gimoteaba, movía su pequeña cola y le daba toquecitos con el hocico en las zapatillas. Lo cogió en brazos, y al ver cómo le miraba con esos ojos tristes y fieles, supo que no podía dejarlo allí.
Llegó a casa con el perrito en brazos, abrió la puerta de su piso y lo dejó en el suelo. El animal empezó a explorar su nuevo hogar.
—Bueno, ¿y qué hago contigo? No tengo ni idea de cómo cuidar a un perro… Y todavía tengo que ponerte un nombre. —Mientras pensaba cómo llamarlo, sin siquiera saber su raza o si crecería mucho, el cachorro seguía curioseando. De repente, perdió de vista al pequeño.
—Eh, ¿dónde te has metido, eh, Tito? —llamó, y el perrito apareció rodando desde detrás de la mesa donde estaba el televisor. —¡Ay, así que te llamas Tito! Vaya, si has respondido. Pues de ahora en adelante serás Tito, y si creces mucho, Tito el grande.
El cachorro tenía hambre y gemía. Lucía fue a la cocina, y él la siguió. Al abrir la nevera, no encontró nada adecuado para él.
—Tendré que comprar leche al menos —pensó—. Mejor aún, ir a la tienda de mascotas, que está justo enfrente de casa, para que me asesoren.
—Vale, Tito, voy a la tienda. Tienes hambre, ya vuelvo, espera aquí —le dijo, cerrando la puerta con cuidado. El cachorro intentó salir tras ella.
En la tienda, Lucía le explicó su situación al dependiente.
—No tengo ni idea de qué darle de comer. Me he metido en esto sin pensarlo.
—No pasa nada, lo harás bien. Te explico lo básico y, si tienes dudas, siempre puedes buscar en internet.
De vuelta a casa, Lucía llevaba bolsas con todo lo necesario: comida para cachorros, accesorios… Con los días, el pequeño fue creciendo, y ella aprendió a cuidarlo, incluso a pasearlo con correa porque tenía miedo de que se escapara.
—Tito, no. ¡Tito, quieto! —le daba órdenes.
Lo que más le preocupaba era dejarlo solo cuando iba al trabajo:
—¿Qué habrá hecho Tito esta vez? ¿Qué habrá mordido?
Tito se convirtió en un perro grande. No enorme, pero sí robusto, de pelo corto y color marrón. La vecina Clara, que tenía un pastor alemán de pura raza y sabía mucho de perros, le dijo:
—Lucía, parece un cruce de labrador con algo, pero se le nota la herencia del labrador.
—Bueno, da igual, es el perro que me tocó —respondió Lucía, sonriendo—. Yo no lo elegí a él, él me eligió a mí.
Pasó un año, y seguía llamándolo Tito, aunque cuando se portaba mal, le decía “Tito el grande”. Era obediente, seguía todas sus órdenes. Por las mañanas y las tardes, salían a pasear, aunque Lucía siempre decía que era él quien la paseaba a ella, y no al revés.
—Tito, por tu culpa ni los fines de semana puedo dormir hasta tarde. Me despiertas como un reloj. Ay, qué despertador más pesado eres —le decía mientras le acariciaba la cabeza.
A Tito le encantaban los fines de semana porque iban al parque, cerca del lago, donde había una zona para perros. Allí se volvía loco de alegría. De vuelta a casa, caminaba despacio, con la lengua fuera. Tito se había convertido en su fiel compañero, consolándola en los momentos tristes y compartiendo su alegría. Lucía ya no se imaginaba la vida sin él.
Justo antes de que Tito apareciera en su vida, había terminado con su novio, Álvaro. Habían vivido juntos en su piso casi un año, pero solo peleaban. Lucía no soportaba su desorden: al llegar del trabajo, dejaba los zapatos tirados en mitad del recibidor, la chaqueta encima de la mesa en lugar de colgarla… Al principio, ella lo recogía todo, pero luego le llamó la atención.
—Álvaro, hay un sitio para cada cosa. La chaqueta va en el perchero, los zapatos en su lugar. No soy tu criada.
—¿Para qué guardarlos si mañana me los vuelvo a poner? —contestaba él.
Nunca había conocido a alguien tan desordenado. Si se lavaba los dientes, la pasta quedaba en el lavabo, en el espejo, incluso en el suelo. Nunca colgaba la toalla. Y los platos sucios los dejaba donde fuera. Después de meses intentando cambiar sus hábitos, Lucía lo echó de casa. Además, Álvaro era celoso y controlador, siempre preguntando dónde estaba o con quién hablaba.
El piso de tres habitaciones en el centro de la ciudad lo heredó de su abuela, que estaba muy enferma y se fue a vivir con sus padres. El abuelo Emilio, que fue cirujano, lo había comprado años atrás, pero falleció joven de un infarto.
Lucía trabajaba en una oficina cerca de casa, así que no tardaba en llegar, donde Tito la esperaba sentado junto a la puerta. Le ponía la correa y salían a pasear. Intentaba comprar la comida y los productos para él en la hora del almuerzo para no hacerlo esperar demasiado.
David apareció en su vida de improvisto, cuando ella ni siquiera pensaba en una nueva relación. Pero, como dice el refrán: el amor llega cuando menos lo esperas. Y así, su corazón volvió a latir.
El romance con David fue intenso. Lucía tenía veintiséis años, y él, treinta. Se enamoró y se sintió increíblemente feliz.
—¿De verdad existe esto? —se preguntaba—. Sin peleas, sin interrogatorios, todo fluye.
David nunca montaba escenas, hablaba poco pero con sentido y le gustaba sorprenderla. Al tiempo, se casaron. Pero había un problema: su actitud hacia Tito.
Tras la boda, surgió la cuestión de dónde vivir. Fue su primera pelea. Su piso estaba en el centro, y si lo alquilaba, podría incluso dejar de trabajar. El de David no era gran cosa, pero con una reforma, podía mejorar.
—Hagamos reformas en el tuyo y nos mudamos —propuso ella, pero él se negó.
—Solo si el perro no viene. No me gustan los animales, y tu Tito tampoco.
Lucía no entendía cómo alguien podía no querer a los animales. Tito, por su parte, era indiferente a David. Ella jamás abandonaría a su amigo, así que, tras largas discusiones, decidieron quedarse en su piso. Él dejó claro:
—No cuentes conmigo para cuidar de tu perro.
Y ella no se lo pidió.
Pero un día, Lucía tuvo que viajar tres días a otra ciudad porque su prima había muerto en un accidente. Tenía que ayudar a su tía, devastada por el dolor. Sus padres también fueron. A regañadientes, David aceptó cuidar de Tito.
Al regresar, Lucía llegó de día, cuando David no estaba. Tito la recibió con alegría. Decidió sacarlo a pasear y fueron al parque. Pero el perro la llevó en otra dirección.
—Tito, ¿adónde me llevas? —preguntó sorprendida, pero lo siguió. De pronto, frente a una cafetería, Tito se detuvo y gruñó.
Lucía mir