Sin camino de regreso

**No Hay Vuelta Atrás**

—Feliz cumpleaños, Eva. Quiero regalarte tu sueño —anunció Daniel con una sonrisa, abrazándola.

—¿Cómo que regalarme un sueño? Los sueños son… eso, sueños. No se pueden tocar —respondió Eva, confundida, mientras salían de la universidad después de clase.

—Pues yo te lo regalo igual —insistió él, con aire triunfal—. Vamos a la residencia, deja los apuntes, cámbiate y nos vamos al campo.

Bajaron del autobús en la parada «Club Hípico». Entonces Eva lo entendió: él le estaba regalando un paseo a caballo. ¡Cuántas veces le había contado que su mayor ilusión era montar uno! Desde pequeña soñaba con ello, aunque solo los había visto en el zoo y en películas.

Nunca supo de dónde le venía esa pasión. Incluso, a los cinco años, le pidió a su padre:

—Papá, ¿podemos comprar un caballo?

Su padre se rio y preguntó:

—¿Y dónde lo guardaríamos? Son enormes, necesitan heno, espacio… Vivimos en un piso de dos habitaciones.

—En el balcón —respondió ella, como si fuera lo más natural.

Él le explicó con paciencia que los caballos no viven en pisos, que necesitan establos y campo para correr. Eva, apenada por la idea de un caballo triste, cedió:

—Vale, papá, no lo pongamos en el balcón. Pero puedes construirle un establo debajo, ¿no?

Ese sueño infantil la acompañó siempre. Incluso ahora, en cuarto de carrera, seguía fascinada por ellos.

Después del paseo, Eva estaba radiante.

—Gracias, Daniel. Ahora sé que los sueños se cumplen.

Él también sonreía: había hecho feliz a la mujer que amaba.

Era primavera. Al salir del club, Eva vio un bosque cerca y propuso dar un paseo. Entre los árboles, el suelo estaba cubierto de campanillas blancas.

—¡Mira, Dani! —exclamó, emocionada—. De pequeña iba con mis amigas a recoger estas flores. Huele a primavera, a vida…

Él corrió hacia ella con un ramo en las manos.

—Feliz cumpleaños y feliz primavera —dijo, alegre.

—Gracias —susurró Eva—. Me has regalado mi infancia hoy: caballos y campanillas.

—Me alegra haberte sorprendido.

Llevaban más de un año juntos. Antes de graduarse, Daniel gastó todos sus ahorros —y su beca— en un anillo para pedirle matrimonio. Se amaban, eso lo tenían claro.

La boda fue hermosa: vestido blanco, traje elegante, risas. La madrina fue su amiga Ágata, compañera de residencia y de clase. Aunque trabajaban en lugares distintos, su amistad perduró.

Daniel ascendió pronto en su empresa. Eva dejó su trabajo al quedar embarazada y dio a luz a su hijo, Lucas.

Los años pasaron. Lucas empezó el colegio, y Eva creía tenerlo todo: un marido cariñoso, un hijo maravilloso, un piso acogedor… Y Ágata, que seguía solitaria, visitándolos cada fin de semana.

—¿Cuándo te casarás? —le preguntaba Eva, curiosa.

—No lo sé, pero espero que pronto —respondía Ágata, con misterio.

Hasta que un día, sin previo aviso, todo se derrumbó. Daniel llegó a casa hosco, evitando su mirada.

—Me voy, Eva.

—¿A dónde? —preguntó ella, aún sonriendo, confundida.

—Con otra mujer.

—¿Bromeas? ¿Quién es? —su voz tembló.

—No lo vas a creer… Me voy con Ágata.

Y empezó a hacer las maletas.

Eva se dejó caer en una silla, incapaz de procesarlo. Cuando la puerta se cerró tras él, entendió que no era una pesadilla. Lucas, jugando en el parque, no escuchó nada. Al volver, dijo:

—Vi a papá con una maleta. Dijo que se iba de viaje largo.

Eva asintió en silencio. *Que así sea*, pensó.

Diez años después, un insistente timbrazo interrumpió su sábado. Al abrir, encontró a la última persona que quería ver: Ágata.

—¿Qué quieres? —gruñó Eva, intentando cerrar la puerta.

—¿No me invitas a pasar? —preguntó su ex amiga, bloqueando la entrada con el pie.

—¿Qué te trae por aquí?

—Vine en son de paz. Escúchame, por favor.

Algo en su tono hizo que Eva cediera.

—Siéntate. ¿Quieres café? —dijo, con sarcasmo.

—No te molestes.

Eva la observó: los años no habían sido amables con Ágata.

—Eva —dijo esta, mirándola fijamente—, llévate a Daniel de vuelta.

—¿Perdón? —Eva casi se atragantó.

—Te lo suplico —insistió Ágata—. Hasta te doy dinero si quieres.

—¿Ahora me lo devuelves? ¿Estás bien? ¿Está enfermo?

—No, no… Él está bien.

—¿Entonces? ¿Te aburriste?

—Nunca lo quise —confesó Ágata—. Solo quería hacerte daño.

—¿A mí? ¿Por qué?

—Porque a ti todo te salía bien. Eras más lista, más guapa… Yo solo era tu sombra. Daniel tenía un buen sueldo, y yo quería “justicia”. Pero ahora… solo bebe y se tumba en el sofá. No pudimos tener hijos, y él los deseaba.

—Así que ahora me lo devuelves.

—No es solo eso —susurró Ágata—. Me enamoré de verdad. Quiero ser feliz.

Eva respiró hondo.

—Nunca pensaste en mí, ¿verdad? Te lo quedaste, lo usaste y ahora quieres devolverlo. No, gracias.

—Pero tú lo amabas…

—Sí, lo amé. Pero tú y él me traicionaron. Os perdoné, pero no quiero volver atrás. Lucas y yo estamos bien solos.

—¿Segura?

—Totalmente. Y no estoy sola —mintió Eva—. Tengo a alguien.

Ágata se marchó, derrotada. Eva se sentó en su sillón favorito y lloró. No por Daniel, sino por la mentira. No había ningún hombre en su vida… solo Lucas.

Pero una cosa era cierta: no había vuelta atrás. Y ella no quería recorrer ese camino de nuevo.

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