La astucia femenina

**La Astucia Femenina**

Hasta hoy, Diego sigue siendo un hombre soltero. Aunque en su momento pensó en casarse muy en serio, jamás logró entender la lógica de su prometida.

Cuando le propuso matrimonio a Lucía, llevaban saliendo casi un año. La pasión inicial ya se había calmado, y por fin sintió que ella era la mujer con la que quería pasar su vida, a quien deseaba ver y escuchar todos los días.

—Lucía, cásate conmigo —dijo con determinación, arrodillándose como manda la tradición, con una cajita abierta donde brillaba un anillo de compromiso y un enorme ramo de flores en la otra mano.

Lucía no podía decir que no lo esperaba, pues intuía que algo así se avecinaba, pero aun así se sorprendió y, por supuesto, se alegró.

—Claro que sí, cariño —respondió sin dudarlo.

Lucía era una mujer hermosa, y Diego no se quedaba atrás: alto, atlético, con el pelo corto y un estilo deportivo que siempre le favorecía.

—Quiero que tengamos una hija que se parezca a ti —sonrió él.

—Cuando quieras —contestó ella, riendo.

Comenzaron los preparativos para la boda. Diego no tenía ni idea de que una boda requería tantos detalles.

—Lucía, esto es un verdadero lío —decía mientras ella lo arrastraba de tienda en tienda—. Nunca imaginé que sería tan complicado.

Resulta que sin comprar el velo, los anillos, los zapatos, el vestido, las cintas, las medias y todo lo demás, no hay boda posible. Y él, ingenuo, creía que era tan sencillo como pedir la mano, entregar el anillo, ir al registro civil y listo.

Pero al final Lucía se calmó, y quedaba tiempo libre antes de la boda. Diego respiró aliviado… hasta que ella llegó del trabajo con una noticia.

—Diego, mi jefe me manda de viaje, bueno, a una semana de formación, en otra provincia. Así que estaremos separados un tiempo. Quizá hasta sea bueno, así pondremos a prueba nuestros sentimientos antes de casarnos.

—Vaya momento elegido tu jefe. ¿No sabe que nos casamos pronto? —refunfuñó él, molesto.

—Lo sabe, pero no es el día de la boda, aún faltan tres semanas. Además, esta formación significa un ascenso y un buen aumento de sueldo. Justo lo que necesitamos —argumentó ella con convicción.

—Mientras esté fuera, Marta se encargará de vigilarte —añadió tras una pausa.

—¿Ahora también tu Marta? Ya está demasiado presente —se irritó Diego—. ¿Acaso dudas de mí?

—Dude o no, es cosa mía, pero dejarte sin supervisión sería una temeridad. Así que Marta velará por ti.

Marta, la amiga de Lucía desde el colegio, sería su testigo de boda. La verdad, Diego no la soportaba. No es que no fuera guapa—rubia, con un cuerpo espectacular—, pero siempre estaba rondando. Lucía la llevaba a todas partes, y a él le exasperaba. Incluso cenaba con ellos y a veces se quedaba a dormir en la habitación de invitados.

En más de una ocasión, Diego le soltó con ironía:

—Espero que tu Marta no se meta en nuestra cama la noche de bodas.

Diego acompañó a Lucía al aeropuerto y, como no, Marta fue con ellos. Se despidieron, y mientras Lucía embarcaba, él y Marta regresaron en coche. Por el camino, la dejó en su casa.

Pasaron tres días. Con tanto tiempo libre, Diego decidió distraerse y llamó a unos amigos, quienes lo invitaron a pescar. Le encantó la idea; hacía tiempo que no salía de juerga con los suyos, entre cervezas y barbacoas.

—Total, ¿cuándo volveré a tener esta libertad? —pensó antes de dormirse.

Pero el jueves por la noche, Marta llamó. Ya lo controlaba bastante, pero esta vez preguntó:

—Diego, ¿todo bien?

—Claro, de maravilla —respondió él.

—¿Necesitas algo? Porque yo…

—No, no necesito nada, estoy bien —se apresuró a decir—. Además, ya soy un hombre hecho y derecho.

—Vale, no te enfades. Pero tengo un favor que pedirte.

—¿Cuál? —se tensó.

—Verás, quiero que me acompañes. Una amiga nuestra, compañera de Lucía en el instituto, cumple años y lo celebra en un restaurante a las afueras. Y mi coche está en el taller. ¿Podrías llevarme? Le pregunté a Lucía y no le importa que vayas conmigo.

—Madre mía —pensó él, prefiriendo mil veces la pesca con sus amigos.

—Vamos, Diego, por favor —insistió ella—. Todos irán en pareja, y yo sola como una posesa. Además, no tengo a nadie más, ya sabes que no salgo con nadie.

—Mala decisión —contestó él.

—Bueno, ya reflexionaré sobre eso. Pero ahora, ¿aceptas? —rogó—. A Lucía le gustará que estés bajo mi supervisión.

No le apetecía ir entre desconocidos, pero tampoco supo negarse.

—Vale, luego te llamo —accedió.

Le entraron ganas de llamar a Lucía y quejarse de su amiga, pero al final no lo hizo. Al fin y al cabo, ella misma le había encargado que lo vigilara.

La cena era el viernes a las seis. A las cinco, Marta, arreglada y perfumada de manera irresistible, se subió al coche. A Diego incluso se le pasó por la cabeza:

—Bueno, pasar la velada con una chica tan guapa no es el peor castigo.

Al llegar al restaurante, Marta salió del coche y entró del brazo de Diego. Entre los invitados, él no conocía a nadie, pero ella saludaba a todos con familiaridad.

Diego se sentía fuera de lugar. Nunca había visto aquellas caras sonrientes. Se sentaron, comenzó la celebración, los brindis. Marta le sirvió una copa de cava.

—Toma, relájate.

—Marta, voy a conducir, ¿cómo volveré?

—Bah, tonterías. ¿Qué te va a pasar por una copa?

Viendo las sonrisas de los demás, Diego se la bebió de un trago. El alcohol pronto le subió a la cabeza, y Marta le sirvió otra.

—No vas a brindar con la copa vacía.

Sin darse cuenta, acabó la segunda y siguió bebiendo. Para el final de la noche, estaba borracho. Ni siquiera recordaba que tenía que conducir.

—Vaya, Diego, has bebido bastante —susurró Marta—. No importa, reservé una habitación por si acaso.

Él solo asintió, deseando dormir. No recordaba cómo llegaron a la habitación. Despertó temprano, con la cabeza embotada. Las cortinas estaban abiertas, y la luz del amanecer entraba por la ventana.

Al mirar alrededor, vio que solo había una cama. El agua corría en la ducha. Con la boca seca, encontró una botella de agua mineral y bebió ávidamente.

Entonces, la puerta del baño se abrió. Marta salió, completamente desnuda, con el pelo rubio y húmedo cayendo sobre los hombros. Diego se quedó paralizado.

Ella se acercó, tomó sus manos y las posó sobre sus hombros. Lo que pasó después, apenas lo recordaba. La pasión los arrastró.

Regresaron a casa al anochecer, en silencio pero satisfechos. Al fin, Diego habló:

—Marta, ¿qué le diremos a Lucía?

—La verdad.

—Se enfadará, sobre todo contigo. Eras su amiga, su encargada de vigilarme. Y vaya vigilancia —sonrió con amargura—. Dime, ¿lo planeaste desde el

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