El día que descubrí la verdadera felicidad

**Hoy entendí lo que es la felicidad**

De camino a casa, Mariana daba gracias al destino. Al menos su hija mayor, Lucía, sería feliz. A ella no le había sonreído la suerte en la vida, pero no se arrepentía de nada. Creía que todo ocurría como debía ser.

—El destino quiso que conociera a Javier, lo conocí, me enamoré y me casé con él. Tuve a Lucía, pero él quería un hijo. Quería hacerle feliz, así que volví a quedarme embarazada y nació Daniel. Justo después de su nacimiento, comenzaron las desgracias. Daniel vino al mundo con una discapacidad, condenado a vivir en una silla de ruedas. Mariana respiró hondo al abrir la puerta del portal.

Un día, Javier supo el diagnóstico de su hijo, recogió sus cosas y se fue, dejando claro:

—No cuentes conmigo.

Mariana se hundió. Su hija tenía seis años, su hijo estaba enfermo. Lloraba por las noches, hundida en la almohada, preguntándose si podría seguir adelante.

—¿Por qué a mí? —preguntaba sin respuesta.

Pero un día, juntó fuerzas y se dijo:

—Llores o no, tengo que sacar a mis hijos adelante. Nadie vendrá a ayudarme. Esta es mi vida, este es mi dolor.

Lucía iba al colegio, y al año siguiente empezó primaria. Con Daniel, Mariana dedicaba toda su alma y amor. Él adoraba a su madre y a su hermana. Lucía, por las tardes, cuidaba de su hermano, dando a Mariana un respiro para las tareas del hogar. Así vivían los tres, criándose entre mimos y cariño. Por suerte, Mariana encontró trabajo desde casa para estar siempre con Daniel. Lucía creció y la ayudó. El tiempo pasó.

Al abrir la puerta de casa, vio a su hija girando frente al espejo con un vestido de novia. La miró con ojos brillantes, emocionada. Su niña ya era una mujer, lista para casarse con Adrián, un buen chico, independiente y con piso propio.

—Lucía, ¡qué guapa estás! Adrián se quedará sin palabras al verte así. Aunque dicen que comprar el vestido tan pronto trae mala suerte.

—¡Ay, mamá! Siempre aguando la fiesta. No es pronto. Adrián conoce a gente en el registro civil, así que no tardaremos.

—Bueno, solo era una superstición. Todo irá bien, pero no le enseñes el vestido antes de la boda.

Mariana entró en la habitación de Daniel, quien la recibió con alegría. Después de charlar con él, fue a la cocina.

—Qué rápido ha crecido Lucía —pensó—. Enamorada y a punto de casarse. Adrián parece buen hombre. El corazón de una madre no se equivoca. Recordó cuando él, serio y formal, le dijo:

—Amo a su hija y juro que no le faltará nada. Quiero darle una boda grandiosa, con todos nuestros amigos. No se preocupe, yo me encargo de todo. Gano bien.

—Adrián, me dejas tranquila —sonrió Mariana, agradeciendo a Dios por haberle enviado a Lucía un hombre así.

Faltaba poco para la boda cuando Mariana enfermó. Debilidad, mareos… El médico, tras ver sus análisis, le dijo:

—No quiero alarmarla, pero necesitamos más pruebas.

El miedo la invadió. ¿Y si le daban una mala noticia? Lucía ya tenía su vida, pero ¿y Daniel? No podía dejarlo solo.

—¿Y si me pasa algo? —le confesó a Lucía—. Daniel no puede valerse solo.

—Mamá, no digas eso. Todo saldrá bien. Si necesitas ir al hospital, yo cuidaré de él.

—Pero tu boda…

—Adrián la pospondrá.

Y así fue. Adrián canceló todo. Mariana se sometió a las pruebas y, mientras esperaba los resultados, solo pensaba en Daniel.

El médico entró sonriendo.

—No es nada grave. Un pequeño quiste benigno. No necesita operación. Solo revisiones periódicas.

Mariana no sabía si reír o llorar. Pero en el camino a casa, la duda volvió.

—¿Me estarán ocultando algo?

Al llegar, Lucía la esperaba ansiosa.

—¿Qué dijo el médico?

Mariana compartió sus temores, pero su hija la tranquilizó.

—Todo irá bien, mamá. —La besó y salió corriendo.

Pero Mariana no podía dejar de preocuparse. ¿Y si moría? ¿Quién cuidaría de Daniel? Decidió hablar con Lucía.

—Prométeme que, si me pasa algo, no abandonarás a tu hermano.

—Mamá, ¡claro que no! Te lo he dicho mil veces.

—Quiero que seas su tutora legal.

Lucía entendió que su madre necesitaba seguridad.

—De acuerdo. Adrián conoce a un notario.

—¿Y si Adrián se opone?

—No lo hará. Él me quiere y a Daniel también.

Pero cuando Lucía le contó a Adrián, él estalló:

—¿Tutela de un discapacitado? ¿Y si tu madre muere? ¿Vivirás atada a él? ¡Quiero una familia normal, hijos propios!

Lucía, destrozada, empezó a empacar.

—Piénsalo bien —dijo Adrián.

—No hay nada que pensar. Mi hermano es mi familia.

Al verla llegar con la maleta, Mariana lloró.

—Hija, perdóname. No quiero arruinarte la vida. Vuelve con Adrián.

—Mamá, si de verdad me amara, aceptaría a toda mi familia. No quiero un marido egoísta.

Adrián pasó la noche en vela. Primero, enfadado. Luego, reflexionando.

—¿Y si me pasara a mí lo que a Daniel? ¿Me abandonaría ella? —Recordó cómo defendía de niño a un amigo con discapacidad. Y cómo Daniel le sonreía cada vez que lo visitaba.

—¿En qué me he convertido? —Se avergonzó de sus palabras.

Al día siguiente, llamó a la puerta de Mariana, arrepentido.

—Perdónenme. Fui un egoísta. Haré lo que sea para que sean felices.

Entró a ver a Daniel, quien le sonrió.

—¿Me perdonas?

—Sí —logró decir el chico.

Mariana sirvió el té mientras Lucía y Adrián jugaban con Daniel. Hoy, por fin, entendió lo que era la felicidad. La alegría de vivir, sencilla y pura.

**Y aprendí que el amor verdadero no divide, sino que une.**

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