Recuerdo que mi abuela, con sus ojillos avispados, solía decirme: “Nena, no todas las Rosas son de mayo, ni todos los Juanes son santos. Poca santidad anda por ahí, así que más vale que tú misma te examines. ¿Fuiste siempre una esposa tan perfecta para tu Javier?”. Como si ya supiera la respuesta.
“Abuela, ¡Javier se ha ido con mi amiga! ¿Dónde está la justicia? ¿Me tengo que callar?”, protesté, indignada.
“Por lo menos, no te vayas al trote a su trabajo a llorarle al jefe qué mujeriego es tu marido. Harás el ridículo y poco más. Ya lo hemos visto. Cuántas esposas engañadas corrían a los sindicatos deshechas, llorando a lágrima viva. Pero el amor ni entiende de órdenes ni de prohibiciones. No te servirá, nena. Conformarse. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio”. Su calma me desesperaba. Mi noticia sobre el marido traidor y la amiga que lo era más ni la inmutó. Como si fuera la cosa más normal.
Hm, “conformarse”, fácil decirlo. Mi amiga Lourdes, vaya zorra resultó ser, una víbora escondida. Enterró a su marido y ahora se lanza al mío. ¡Que le den! ¡No se lo daré! Javier ya la miraba de vez en cuando. Recuerdo aquella vez que fuimos toda la pandilla a la fiesta mayor. Mi Javier no podía apartar los ojos de Lourdes. Se le hacía la boca agua como a un perro viendo jamón. Parecía querer abrazarla y besarla con la mirada, a mi amiga envuelta en su mantón blanco. Yo no le di importancia a aquellas medias indirectas. Lourdes, sin duda, es guapa, tierna, de sentimiento profundo. ¿Y qué? Javier y yo llevábamos dieciséis años casados, teníamos un hijo, Daniel. Estaba segura de que mi familia era fuerte, que ninguna mala sombra podría romperla. Lourdes y Horacio no pudieron tener hijos. Sé que ella se apenaba mucho por eso. De Horacio no diré, siempre callaba sobre el tema. Supongo que lo llevaba como pudo a su manera. Fue una lástima. Éramos amigos, las dos familias. Íbamos mucho al campo, pasábamos vacaciones juntos. Nos divertíamos como podíamos. Pero nada es para siempre. La desgracia rondaba la puerta, burlona.
“María, a Horacio se lo ha llevado la ambulancia. Infarto. Madre mía, si le decía: ‘¡Venga, adoptemos un niño!’ Pero no, siempre callado y de tan mal humor. Ahora ni sé qué esperar. ¿Saldrá adelante?”. La pobre Lourdes lloraba desconsolada.
“Tranquila, Lourdes. ¡Todo irá bien! Ya verás. Horacio es fuerte”, la consolaba con sinceridad.
“¡Ay, María! ¿Cómo vivir sin Horacio? Es mi luz. Siempre me consuela, me da ánimos. ¿Qué haré sola?”, sollozaba Lourdes.
“No lo entierres antes de tiempo, Lourdes. Arréglate. Pinta bien esos ojos, ponte elegante… ¡Y una sonrisa, arriba ese ánimo, marcha al hospital! Horacio se volverá a enamorar de ti y sanará más rápido…”. Aquella vez todo acabó bien. Trataron a Horacio, lo levantaron. La vida siguió. Poco después, Lourdes y Horacio adoptaron a una niña de tres años, Martina. La familia estaba en la gloria.
“Ahora ya no da miedo morir, confieso”, dijo Horacio de repente en la mesa de Nochebuena.
“¿Cómo? Ahora hay que vivir, criar a esta niña”, nos sorprendieron sus palabras extrañas.
“Digo que no ha sido en vano. Al menos pude dar calor a un alma pequeña, darle hogar. Confío en mi Lourdes. Ella puede con Martina. Si algo pasa, tiene mi permiso para volverse a casar…”. Horacio hablaba con una tristeza profunda en sus ojos.
“¡Ay, Horacio, qué cosas dices! Venga, amigos, brindemos por la felicidad familiar”, improvisó mi Javier. Y allí quedó su extraño discurso. Hasta que llegó su hora. El ángel de la muerte, como un burro cojo, se detiene en cada puerta. Horacio no se cuidó. Un segundo infarto masivo no le dio opción. Horacio duerme el sueño eterno.
Quedó Lourdes con Martina. Cumplió su luto y volvió a la vida. Lourdes tenía entonces treinta años. Cambió del todo su imagen. De rubia platino pasó a morena de fuego, renovó el vestuario y sonreía más que antes. Seguíamos reuniéndonos en grandes comidas. Mi Javier contaba los días para verla. Cuando estaba con ella, Javier echaba chispas con sus chistes, reía a destiempo, trataba de complacer a la joven viuda. Y a la niña siempre en brazos. Yo no daba crédito a los requiebros de mi marido. Pensaba: “Solo quiere ayudar, apoyar a la esposa de su amigo muerto”. Anda ya…
Lourdes nos invitó a Javier y a mí al décimo cumpleaños de Martina. En la mesa reímos, brindamos por que la niña creciera sana y obediente. “Papá, ¿cuándo vendrás con nosotras para siempre?”, susurró Martina… al oído de Javier. Este le dio un beso en la mejilla y le respondió al oído: “Pronto, conejita, pronto…”. Yo fingí no oír. ¿Montar un escándalo delante de la niña? Era su cumpleaños. Además, ella no tenía la culpa de los juegos crueles de los adultos. De vuelta a casa, pregunté con cuidado: “Javier, ¿te vas de casa?”. “Cariño, ¿cómo se te ocurre?”, Javier mentía desvergonzadamente, frío. “Hoy en ‘conejitas’ andas tú. No te lías de tanto cariño?”, empecé a alterarme. “Ah…, eso. La verdad, ni sé qué decir”, balbuceó mi marido, turbado. “¡No
Hoy abro la libreta de papeles ajados, esa de tapas de hule, para dejar correr la pluma sobre lo que la vida urdió con hilos tan torcidos. A saber, abuela Martita solía decirme, “Sofía, ni todas las Rosas son de mayo, ni todos los Pedros de Ávila; santos de carne y hueso escasean en este valle de lágrimas. Así que antes de clamar al cielo, mira en tu propio corazón. ¿Fuiste siempre tan diligente esposa con tu Pedro?” Me guiñó un ojo, como si ya supiera la respuesta.
“¡Abuela, Pedro se fue con mi amiga Lucía! ¿Dónde queda la justicia? ¿Debo callar?” Protesté, la indignación quemándome el pecho.
“Al menos no corras como loca al taller a quejarle al jefe sobre lo mujeriego que es tu marido. Solo conseguirás hacer el ridículo. Ya pasamos por eso… Mujeres engañadas lloriqueaban ante el comité del partido, mocos y lágrimas. Pero el amor no entiende de decretos ni de prohibiciones. No sirve de nada, cariño. Resígnate. El tiempo pondrá cada cosa en su sitio”, respondió con una calma que me desconcertó.
Mi noticia sobre el marido infiel y la amiga traidora no pareció conmoverla ni alterarla. Como si hablara del tiempo.
Hum, “resígnate”… fácil decirlo. ¡Mi amiga Lucía resultó ser una víbora, una sierpe de cuidado! Enterró a su marido y ahora se lanza al mío. ¡No lo tendrá! No se lo permitiré.
Recuerdo que Pedro se le quedaba mirando a Lucía. Una vez fuimos todos a un baño público. Mi Pedro no podía apartar los ojos de Lucía. Como gato al fresco de la leche. Con la mirada la abrazaba y besaba mientras ella se envolvía en una sábana blanca. Yo nunca di importancia a esos guiños.
Lucía, sin duda, es guapa, suave, de buen corazón. ¿Y qué? Pedro y yo llevábamos dieciséis años casados, tenemos un hijo, Guillermo. Creía a pies juntillas que mi familia era un roble que ni la mismísima tentación podría derribar.
Lucía y Jaime no tuvieron hijos. Sé que a ella le pesaba mucho. De él no diré tanto, siempre guardaba silencio al respecto. Creo que lo llevaba a su modo, en lo hondo. Éramos amigos, familias unidas. Íbamos al campo, compartíamos vacaciones. Nos divertíamos como podíamos. Pero ya se ve, todo tiene su final. La desgracia rondaba nuestra puerta, sonriente y maliciosa.
“Susana, a Jaime se lo llevó la ambulancia. Infarto. Dios mío, cuántas veces le dije: ‘¡Tomemos un niño del orfanato!’ Pero él callaba y se ponía más hosco. Ahora no sé qué esperar. ¿Logrará salir?” Lloraba Lucía con el alma destrozada.
“Calma, Lucía. Todo saldrá bien. Jaime es fuerte, verás”, la consolé con sincero cariño.
“Ay, Susana, no imagino vivir sin Jaime. Él era mi luz. Mi apoyo y mi alegría. ¿Qué seré yo sola?”, sollozaba.
“No le des tierra antes de tiempo, Lucía. Arréglate bien – maquillaje, uñas, peinado. Ponte tu mejor sonrisa y corre al hospital, verás cómo Jaime revive en cuanto te vea, sanará más pronto…” Aquella vez tuvo final feliz. Jaime se recuperó, volvió a andar. La vida siguió.
Poco después, Jaime y Lucía adoptaron a una niña de tres años, llamada Alma. La familia alcanzó la cima de la dicha.
“Ahora ya no da miedo morir”, dijo Jaime de pronto en la mesa, una tarde festiva.
“¿Cómo? Ahora más que nunca tienes que vivir, para ver crecer a tu niña”, nos extrañamos con aquellas palabras.
“Es que… al menos no malgasté mi vida. Calenté un alma pequeña, le di refugio. Confío en mi Lucía. Ella podrá sola con la chiquilla. Le doy permiso para volver a casarse si yo…” Hablaba Jaime con una tristeza profunda en los ojos, como presintiendo.
“¡Ay, Jaime, no digas tonterías! ¡Amigos, brindemos por la familia y la alegría de hoy!”, levantó su copa mi Pedro.
Y así, la confesión de Jaime quedó olvidada. Durante un tiempo.
Pero la Parca, como burro cojo, visita cada portal. Jaime no se cuidó. Un segundo infarto, masivo, no le dio opción. Jaime duerme el sueño eterno.
Quedó Lucía con la niña adoptada. Guardó el luto, cumplió los tiempos, y renació. Treinta años cumplidos entonces. Cambió por completo: de rubia platino a morena de fuego, estrenó armario y sonrió más que nunca. Seguimos juntándonos las familias en días de celebración.
Mi Pedro ansiaba cada encuentro con Lucía. Cerca de ella, Pedro centelleaba con chistes, reía sin motivo y la colmaba de atenciones. ¡Y a la niña de Lucía no la soltaba!
Yo, necia, veía aquel cortejo sin malicia. Pensé que solo quería ayudar, sostener a la viuda de su amigo difunto en la pena. Qué ingeniua.
Lucía nos invitó a Pedro y a mí al cumpleaños de Alma. Cumplía diez años.
En la mesa, brindamos por la niña, deseándole que creciera buena y obediente.
“Papi, ¿cuándo vendrás a vivir con nosotras para siempre?”, susurró Alma… al oído de Pedro.
Pedro le dio un beso en la mejilla y respondió igual en voz baja voz:
“Pronto, mi conejita, muy pronto…”
Hice como si no oyera. ¿Armar un escándalo delante de un niño? Además, era su día. La criatura no tiene culpa de los juegos sucios de los mayores.
Ya en casa, pregunté con cuidado: “Pedro, ¿nos abandonas?”
“No entiendo, mi vida”, negó sin pudor, frío.
“Se te llenó la boca de ‘conejitas’ y ‘vidas’… ¿No te faltarán? ¿No te enredarás?”, la voz ya me temblaba.
“Ah…, te referías a eso. La verdad, no sé decirte”. Mi marido enrojeció de vergüenza.
“¿Me abandonas por ella? ¡No lo permitiré! ¡Te compadeciste de una viuda! ¡Lucía tiene su camino y nosotros el nuestro! ¿Has olvidado a tu hijo? ¿Cómo tomará Guillermo que tenga dos madres? ¿Te crees que haces caridad?”, el odio se me subía a los ojos.
…Medio año después, Pedro decidió irse.
Nuestro hijo dejó de hablarle. Mi casa quedó vacía. Desde que descubrí la traición, me había ido desprendiendo lentamente de Pedro. Fueron seis meses agridulces. Pedro aún estaba conmigo y yo esper
Y así, años después, observando desde lejos cómo Andrés empujaba un columpio donde reía su hijastro mientras Lucía arreglaba la merienda, una extraña calma me inundó el pecho, como si el río de mi vida hubiese encontrado por fin su cauce tranquilo tras tanto remolino.