La Esposa Perfecta
Desde que estudiaba en la universidad, Roberto supo que debía casarse con una chica tranquila y equilibrada. Esas mujeres son para formar una familia. Sin embargo, salía con otras, más vivarachas y charlatanas, algunas exigían demasiado: flores, regalos y cafés. Pero, ¿de dónde iba a sacar dinero un estudiante sin recursos? Así que fue descartando hasta dar con la indicada.
Cerca de graduarse, comenzó a salir con Almudena, una chica inteligente, serena y meticulosa. En ella se notaba esa pulcritud en cada detalle.
“Javi”, le decía Roberto a su amigo, “creo que es hora de casarme. Tú ya tienes familia y hasta un bebé en camino”.
“¡Hombre, Robe! ¡Eso es lo que te llevo diciendo! ¿Así que te casarás con Almudena de mi clase? Es una chica estupenda, lista, guapa y, sobre todo, tranquila. Nada de dramas. Y ordenada hasta el extremo, sus apuntes son impecables… ¡cuántas veces los he copiado yo!”.
“Sí, con Almude, creo que es la mejor opción, al menos de las que conozco”, respondía Roberto entre risas.
Antes de graduarse, le propuso matrimonio y ella aceptó.
Almudena y su hermana pequeña pasaban casi siempre solas en casa durante su infancia. Su padre, camionero, se ausentaba por largas temporadas, y su madre trabajaba hasta el anochecer. Cuando Almudena creció, se hizo cargo del hogar: cocinaba para su hermana, revisaba sus deberes. Aunque su madre no le exigía esas tareas, ella lo hacía por naturaleza.
Cuando visitaban a su tía Pilar, la hermana mayor de su madre, Almudena siempre se maravillaba.
“Qué limpio tiene todo la tía Pilar”, pensaba mientras recorría la casa, “hasta los manteles están bordados a mano”.
La vajilla relucía, todo estaba impecable, como si nadie viviera allí. Almudena no sabía entonces que había heredado ese rasgo de su tía. En su propia casa buscaba la perfección, aunque no siempre lo conseguía. Pero en sus cuadernos y en su escritorio, el orden era absoluto. En la universidad, sus apuntes eran perfectos, sacaba buenas notas, siempre iba arreglada y peinada.
Al casarse con Roberto, se mudaron a su pequeño piso de dos habitaciones.
“Robe, qué bien te has montado”, le decía su amigo Javi con sana envidia, “piso propio y una mujer preciosa. Nosotros seguimos alquilando y ni se vislumbra una hipoteca”.
Tras la boda, Almudena decidió crear un hogar perfecto, como el de su tía Pilar. Perseguía la limpieza y el orden con obsesión.
Nadie le explicó que lo primero en una esposa y madre son las personas, no la apariencia. Y hasta que lo entendió, la vida le dio varias lecciones.
Eran muy distintos. Roberto, extrovertido y sociable, siempre rodeado de amigos, inquieto y vital. Almudena, en cambio, era su antítesis. A él le encantaba salir al campo, pescar, hacer barbacoas. Ella prefería bordar, tejer o leer.
Antes de nacer su primer hijo, Almudena acompañaba a Roberto en sus excursiones, aunque sin entusiasmo.
“Almude, mañana vamos de acampada. Dormiremos junto al río, habrá pesca y chuletadas. Prepárate”.
“Roberto, odio tu naturaleza. Solo sirve para alimentar mosquitos y dormir incómoda. Todo está sucio, podríamos enfermar”, protestaba, pero sabía que acabaría yendo.
Cuando el embarazo avanzó, se negó, y él no insistió. Entonces se dedicó a su nido: limpieza obsesiva, comida saludable. Creó un hogar acogedor, tal como deseaba.
“Almudena, esto parece una quirófano”, decía su amiga Lucía al visitarla. “Eres la esposa perfecta. Yo no puedo con el desorden, mis hijos lo revuelven todo. Por eso no los traigo, destrozarían tu casa”.
Roberto, impulsivo, a veces la arrastraba al dormitorio a mediodía.
“Tengo la ropa sin planchar. Si no lo hago ahora, luego será peor”.
“Almude, me da igual dormir en sábanas arrugadas”, murmur