Cómo Ninka planeaba su boda

Nadie en el pueblo comprendía la mala fortuna amorosa de Ainhoa. Era una mujer capaz, lista, guapa, con un buen trabajo de veterinaria en una granja enorme. Quizás el problema era que Ainhoa no era de allí. Y, a decir verdad, distaba mucho de las lugareñas.

—Si Ainhoa bajase un poco la corona, a lo mejor entra aliento masculino en esa casa. Claro, los buenos no se encuentran ni con linterna… pero al menos, huele a hombre—soltó Casilda, encendiendo el debate entre las abuelas reunidas al fresco. Siempre iniciaba las discusiones sobre el vecindario. Ella sabía las noticias antes de que ocurrieran.

Pero tenía su némesis: Rosario. Amigas desde jóvenes, discutían por todo. Si Rosario decía blanco, Casilda defendía negro con espumarajos.

Todas las ancianas miraron a Rosario, esperando la réplica. No las defraudó.

—¿Qué historia es esa? ¿Que huela a calcetines rancios? ¡Uf! Primero se pisaría una a sí misma. ¡Como si no bastara con el trabajo diario! ¡Bah, más vale pasear con la corona alta!

Casilda enrojeció.

—¡Hablas sin saber! ¡Una mujer necesita un hombre en su casa! ¡Es lo normal!

—¿Para qué? Dices que los que quedan son desgraciados. ¿Necesita una nodriza?

Casilda saltó.

—¡Zoqueta! ¿Y tener un hijo? ¿Quién te crees que trae los niños?

—¡Tú eres la zoqueta! Tener el hijo… y luego arrastrar a un inútil toda la vida. ¡Más vale ir a la ciudad, encontrar a uno apuesto y listo, hacer lo que toca! ¡Sin mantener a un borracho vago! ¡Y vivir tranquila!

Las abuelas soltaron un ¡ah! Los debates más acalorados surgían con la moral de por medio. Una vez discutieron tanto que ni se hablaron en un mes. Ni se sentaron juntas. Fue un aburrimiento terrible. El motivo: Casilda tuvo un marido, muerto veinte años atrás, mientras Rosario tuvo tres, y ahora Vasco, el albañil, rondaba proponiendo unir sus casas. Rosario superaba los setenta, y el ex albañil rozaba los ochenta. Así que sus pareceres siempre divergían.

El altercado crecía hacia escándalo cuando apareció el tema de debate.

—Hola, chicas.

Ainhoa se detuvo, sonriendo a las ancianas.

—¡Ainhoíta! ¿Vienes de la ciudad?

—De la ciudad, Rosario. Traje gotas para pulgas. Díganme quién necesita para sus gatos.

—¡Pero, Ainhoa! ¡Los gatos han de tener pulgas—protestó Casilda.

—Qué va, Casilda. Las gotas son milagrosas: una vez y medio año de tranquilidad.

Entonces Rosario entró al quite. Miró con sorna a su amiga:

—Gracias, Ainhoíta. Ven a mi casa. Yo, a diferencia de otras retrógradas ancladas en otra época, sé agradecerlo. Ignora a quien huela a ceniza de baño.

Rosario se sacudió de risa. Casilda se puso morada de furia.

Ainhoa sonrió. En seis años de pueblo, asumió que la vida privada no existía; todo era público. Al principio le dolía, pero comprendió que era lo natural. Lo triste sería que ni hablaran de ella; sería una nadie.

***

Ainhoa llegó llegó por vocación. Urbana de cuna, soñaba con el campo: curar caballos, vacas, todo bicho viviente. Decía que los animales eran los más nobles y leales. Solo que no avisan dónde les duele.

Al ver un cartel: “Granja precisa veterinaria. Casa incluida”, no dudó. Llamó, vino y se quedó. Dedico dos meses a arreglar la casa. Prestó algo de dinero a sus padres, pero la paga era buena y lo devolvió pronto.

Sus padres la visitaron. Les gustó la casa… luego insistieron en que volviera.

—¿Qué hallas aquí? Ni diversión, ni cultura. Solo una farola de noche—se lamentaba su madre.

Su padre asentía, sombrío. Aunque si su madre dijera lo contrario, él también apoyaría.

Ainhoa reía.

—¡Paciencia! Tendré un lechón y os surtiré carne fresca.

Ellos meneaban la cabeza, perplejos.

***

Ainhoa cumplió. Tenía lechón, gallinas y pavos. Sus padres, al ver que no cedía, se resignaronjaron a disfrutar del campo.

Pero algo afligía a Ainhoa: como toda mujer, quería casarse. Luego entendió que no ansiaba el matrimonio, sino que se esperaba. Pero un bebé… a sus treinta y dos años sí lo quería. Su madre sacaba constantemente el tema.

—¡En la ciudad ya serías casada!

Así que Ainhoa decidió casarse. Solo faltaba lo fácil: el novio.

Primero entre locales. Tomemos a Paco, el tractorista. Llevaba tiempo mirándola. ¿No era candidato? Fuerte, apuesto. Una vez le sostuvo la mirada: y esa noche Paco llamó a su puerta. Era adulta: ¿a qué juegos? Puso la mesa, bebieron orujo. Al acabarlo, Ainhoa empezó a recoger, Paco abrió ojos desorbitados.

—Oye, para. Ni siquiera hemos charlado. ¿Nada más de orujo?

—No. ¿Por qué no compraste champán y bombones en el camino? Así se hace.

—Mamá no me dio perras. Dijo que eran tonterías.

A Ainhoa le reventa una risa nunca antes escuchada. Paco salió disparado y no apareció más. El pueblo habló del cortejo fallido una semana, y olvidó.

Luego vino Luis, el agrónomo local. Midió la casa calculando cuánto sacarían por ella… y cuánto faltaría para un piso.

Tras esto, Ainhoa casi renunció… pero no quería amargar a sus padres. Entonces, en la ciudad, conoció a Carlos. Simpático, culto, soltero. Pulcro. Gerente en una empresa, vivía con su madre…

Le gustó a Ainhoa, y él mucho más. Sin intentarlo, empezaron a salir. Compartían mucho. En la tercera cita, turbado, la invitó a su casa.

—Mamá está en la finca… No sé cómo se dice esto, pero quiero que pases la noche.

Y Ainhoa aceptó.

***

El día que Ainhoa paró ante las vecinas, volvía de ver a Carlos. Lo pasaron tan bien que A
Ainhoa cerró la puerta, abrazada por el silencio del campo que siempre había sido su único y suficiente amor.

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