**Diario de una vida llena de amor**
Regresé del servicio militar más fuerte que cuando me fui. Soy el menor de una familia numerosa, con cuatro hermanos, y parece que heredé lo mejor de todos. Alto, casi dos metros, ancho de hombros, con el pelo claro y ojos azules que miran el mundo con bondad. Siempre dispuesto a ayudar, y la fuerza no me falta.
Llevaba apenas tres días de vuelta en mi pueblo, Villanueva del Río, cuando la vi. Iba saliendo de la tienda y allí estaba, como un rayo de sol. Lucía, menuda pero radiante, con una sonrisa que me dejó sin palabras.
—Vaya, qué belleza tenemos por aquí —dije, acercándome—. ¿Eres nueva? No recuerdo haberte visto antes.
—Hola —respondió ella, riendo—. Claro que no me conoces, no soy de aquí.
—Me llamo Javier, Javier Martín. ¿Y tú?
—Lucía, Lucía González. Soy maestra de primaria. Llevo un año en el pueblo.
—Yo acabo de volver del ejército.
Hablamos tanto que parecía que nos conocíamos de toda la vida. Los vecinos no tardaron en mirarnos, seguramente ya nos daban por novios. Y la verdad es que Lucía y yo nos gustamos tanto que no queríamos separarnos.
Esa noche no podía dejar de pensar en ella.
—Mamá, ¿dónde vive la maestra nueva?
Mi madre me miró sorprendida.
—En la casita de la difunta Carmen. Es pequeña, pero está bien. ¿Te ha gustado?
—Sí —admití, sonriendo—. Mucho.
Empezamos a vernos, a pasar tiempo juntos, y al poco le pedí que se casara. Aceptó. La boda fue la comidilla del pueblo. Algunas chicas se quejaron:
—¿Por qué se casa con una forastera? ¡Aquí hay muchas chicas bonitas!
Pero con el tiempo la aceptaron. Lucía era una excelente maestra, querida por los niños y respetada por los padres. Me mudé con ella porque en casa de mis padres ya vivía uno de mis hermanos con su familia.
Soy manitas, así que no tardé en decirle:
—Lucía, voy a hacer una ampliación a la casa. Nos queda pequeña, y cuando lleguen los niños…
Ella me apoyó. En unos años, levanté una casa que era la envidia del pueblo. Fuerte y resistente, como yo. Vivíamos felices, pero había una sombra: no llegaban los hijos. Lucía, que adoraba a los niños, sufría en silencio.
—¿Por qué no puedo ser madre? —pensaba—. ¿Me dejará Javier si no tenemos hijos?
Yo también me preocupaba.
—¿Será culpa mía? ¿Me abandonará Lucía?
Nunca fuimos al médico, tal vez por miedo a lo que nos dijeran. Pero un día, Lucía vio un programa sobre niños en acogida.
—Javier —me dijo en la cena, mirándome fijamente—, ¿qué te parece si adoptamos?
Me atraganté, tosí y luego respondí:
—Lucía, me has leído el pensamiento. Llevo tiempo con la misma idea, pero no sabía cómo decírtelo.
—¡Dios mío, Javier, qué alegría! —se abrazó a mí, emocionada.
Tras informarnos, fuimos al orfanato en Sevilla. La directora, Ana María, nos recibió con calma.
—Siéntense. Esto será una charla larga.
Nos explicó todo, nos hizo preguntas y finalmente nos llevó a ver a los niños. Entre ellos, destacó un niño rubio de siete años, Daniel, que me recordó a mí mismo. Ana María nos susurró:
—Tiene un hermanito pequeño, Pablo. No podemos separarlos.
Lucía me miró con esperanza, y yo asentí con una sonrisa.
—¿Estarían dispuestos a acoger a los dos? —preguntó Ana María.
—Sí —contestamos al unísono.
—Los niños no crecen solos —nos advirtió—. Necesitan amor, paciencia y dedicación.
—Lo sabemos —dijo Lucía—. Un niño sin amor es como una planta sin agua.
Daniel y Pablo llegaron a casa poco después. Daniel, ya en primaria, caminaba orgulloso junto a Lucía.
—Pablo, estos son papá y mamá —le dijo a su hermano.
El pequeño saltó de alegría repitiendo: —¡Papá y mamá!
Me emocioné tanto que se me humedecieron los ojos. Lucía me sonrió:
—Serás el mejor padre.
Los años pasaron volando. Los niños crecieron felices. Daniel, responsable; Pablo, listo como él solo. Hasta fuimos de vacaciones a la playa en Cádiz.
—¡Mamá, el tren es genial! —gritó Pablo—. ¿El mar es muy grande?
—Enorme —respondió Lucía, mientras Daniel, más serio, no disimulaba su curiosidad.
Un día, escuché a Pablo preguntarle a Daniel:
—Oye, Miguel dice que papá y mamá no son nuestros padres de verdad. ¿Es cierto?
—Sí —respondió Daniel—. Pero son mejores que los de sangre. Nunca lo olvides.
Lucía lloró en silencio al oírlo. Cuando se lo conté, a mí también se me quebró la voz.
—Mira qué agradecidos son —dije—. Lo estamos haciendo bien.
Los niños siempre estaban conmigo, aprendiendo. Hasta que un día, Ana María nos llamó:
—¿Qué les parecería acoger a una niña?
Lucía y yo nos miramos. Era como un sueño.
—Se llama Eva. Dos años. Sin familia… y se parece a ti, Lucía.
Eva era igualita a ella.
—Es nuestra hija —dije, convencido.
—Siempre quise una niña —susurró Lucía—. Para hacerle trenzas, vestirla bonito… tener una compañera.
Eva llegó a casa y los niños la recibieron con cariño. Pablo le mostró sus juguetes; Daniel la cargó en brazos.
—Hola, hermanita —dijo—. Mamá, la familia crece.
Ahora la risa de Eva llena el hogar. Daniel se alistó en el ejército y está feliz. Nos llama a menudo, preguntando por los “peques”.
Y así vivimos, en una casa llena de amor, donde el verdadero tesoro es la familia.