Carmen Martínez no podía separarse del balcón de su piso en Vallecas. En brazos dormía la pequeña Carlota, pero ella seguía ahí, pegada a la ventana, como si esperara un milagro. Hacía una hora que Antonio, su marido, había salido del portal con una maleta, subió a su coche y se marchó sin mirar atrás. ¡Menudo modo de celebrar su aniversario de boda!
Esa tarde, Antonio llegó del trabajo con cara de pocos amigos. Carmen, entretenida en la cocina haciendo la merienda, se extrañó de que no apareciera. Al salir al salón… ¡sorpresa! Ahí estaba él, metiendo camisas a bulto en una bolsa deportiva.
– Antonio, ¿te vas de viaje? ¿Pasa algo en la oficina? – preguntó, descolocada.
– Me largo. Me voy contigo. O mejor dicho, *de* ti. Hay otra mujer.
– Pero Antonio, ¿estás chalao? ¿Te han echado o algo?
– ¡Que no, Carmen, que estoy hasta el gorro de ti! Solo tienes ojos para Carlota, vas de chándal día y noche… ¡como si no tuvieras marido!
– Baja la voz, que despiertas a Carlota.
– ¡Ahí va! Otra vez pensando solo en ella. ¡Se te va el marido y tú preocupada por que el niño no grite!
– Un marido de verdad no abandona a su mujer con una cría de meses – susurró Carmen, y se encerró en la habitación de la niña. Conocía su genio. Si seguía, habría bronca monumental. Las lágrimas le quemaban los ojos, pero no iba a dárselas de víctima. Cogió a Carlota de la cuna y se refugió en la cocina. Allí Antonio no entraría, no tenía nada suyo que llevarse.
Desde el balcón lo vio arrastrar su bolsa hasta el coche y largarse sin un adiós. Ella, en cambio, seguía clavada mirando la calle vacía. Quizá parte de ella esperaba ver el Seat León aparcar de golpe y escucharle decir: “¡Era broma, cielo, qué puntillosa!”. Pero ni rastro. La noche fue eterna. ¿Llamar a alguien? Su madre apenas la saludaba desde la boda, encantada de que estuviera “colocada” y olvidada. Parecía que su hermano pequeño era el único hijo. Amigas sí tenía, pero todas estaban liadas con sus bebés. ¿Para qué servirían?
Se durmió al amanecer. Intentó llamar a Antonio, pero la cortó en seco. Le envió un WhatsApp: “NI ME LLAMES NI ME MANDES AUDIOS”. Ni visto. ¡Bloqueo profesional! Carlota empezó a llorar entonces, y Carmen se obligó a respirar hondo. Se acabó. Si se iba, que se fuera. Ella tenía a Carlota. Había que espabilarse.
Revisó la cartera y la cuenta bancaria y le entró un soponcio. Podía pedirle a la casera una prórroga de cinco días para la renta, hasta cobrar la ayuda familiar, pero aún así… faltaba dinero para el súper. Podría hacer algún curro por internet, pero Antonio ¡había vuelto por el portátil a escondidas! Le quedaban dos semanas pagadas para idear un plan.
Pero al llamar a sus conocidos, la realidad resultó más dura que una tapia. Con una niña tan pequeña, ningún trabajo la quería. ¡Hasta para fregar suelos en un bar necesitabas dejar a Carlota con alguien un par de horas! Y no tenía a nadie. Cambiar de piso tampoco resolvía nada. Ya pagaban poco por el de Vallecas. Solo quedaba tragarse el orgullo y volver a casa… pero ¡su hermano vivía allí con su mujer y sus gemelos! Cinco personas en un piso de 60 metros cuadrados. ¡Con ella y Carlota sería el botellón de San Fermín!
Avisó a la casera de que se iban. Los días siguientes fueron un torbellino de nervios. Podían alquilar un cuartucho en una pensión ruidosa cerca de la M-30, pero allí los vecinos eran más raros que un perro verde. Le escribió a Antonio rogándole algo para Carlota, pero ni respuesta. Ni siquiera marcaba “visto”.
Faltaban cinco días para irse cuando llamaron a la puerta. Carmen abrió atontada. En el umbral estaba doña Carmen Martínez, su suegra.
“¿Ahora qué? ¿Crisis añadida?”, pensó Carmen, dejándola pasar.
La relación con su suegra siempre había sido de besamanos y puñalada trapera. Desde el día que Antonio la presentó, doña Carmen dejó claro que no era de su agrado. Creía que su hijo podía aspirar a mejor partido. Evidentemente, Carmen Martínez fue tajante: “Juntas bajo el mismo techo no vivimos, Antonio, ¡o me suicido o la asesino!”. Así que se fueron a alquilar.
Cuando su suegra visitaba el piso, soltaba cosas del estilo: “Ay, hija, ¿tu trapo jamás ha visto el polvo?”. Y la comida de Carmen Martínez era “comida de puercos”. Bueno… hasta que Carmen quedó embarazada. Bajó el pistón. Pero cuando nació Carlota, su comentario fue: “¡Pero qué morro tiene esa cría! Antonio, ¡pide una prueba de ADN inmediatamente!”. Solo cuando Carlota cumplió medio año y empezó a parecerse al retrato de Antonio de bebé que guardaba doña Carmen, empezó a sostenerla durante cinco minutos seguidos.
Antonio siempre decía: “Es que mi madre me crió sola, es muy suya. Aguanta, que viene poco”. Y aunque Carmen Martínez habría agradecido que la suegra la ayudara alguna vez, ni loca se lo pedía.
Ahora allí estaba de pie en el pasillo, tras la huida de Antonio. Seguro que venía a echar sal en la herida. Pero Carmen estaba tan apática que no le importaba.
La voz de doña Carmen la sacó de sus pensamientos:
– Venga, niña, empieza a hacer maletas. Esta casa ya no es para ti y la nena.
– Doña Carmen, ¿cómo dice?
– ¡Que hagas las maletas te he dicho! Os vienes conmigo.
– ¿Con usted?
– ¿Adónde pensabas ir? ¿A casaY mientras doña Carmen Martínez miraba a su alrededor, rodeada del caos alegre de su nueva familia, decidió que los mejores guisos de su vida no eran los de puchero, sino este revoltijo de risas, pañales y esperanzas cocinado a fuego lento.