La única solución correcta

La Única y Correcta Solución

Carmen Valdés era una mujer severa y firme. La vida no le había puesto las cosas fáciles, pasando por dificultades y la pérdida de sus seres queridos. A sus cuarenta y nueve años, dedicaba su tiempo a cuidar animales abandonados.

Recibió la noticia de la muerte de su madre cuando estaba en el trabajo. Fue la vecina de su madre, a quien Carmen había pedido que la vigilara, quien le llamó entre lágrimas.

—Carmencita, tu madre ya no está. Se echó una siesta después de comer y no despertó. He llamado a la ambulancia, están de camino—, le dijo con la voz temblorosa.

Las desgracias nunca vienen solas

Tras el funeral, Carmen no podía acostumbrarse a la ausencia de su madre. Cada noche solía llamarla para contarle sus cosas y escuchar las suyas. Los fines de semana, iba a verla en el tranvía, a solo cuatro paradas. Su madre vivía en un piso de dos habitaciones; su padre las había abandonado cuando Carmen tenía ocho años.

Poco a poco, asumió la pérdida y registró el piso a su nombre. Con su marido tenían una casita en las afueras, donde su madre disfrutaba cuidando del huerto en verano. Así, cuando iban con su hijo, Carmen podía relajarse mientras su madre se ocupaba de las plantas.

Dos años después de la muerte de su madre, otra tragedia cayó sobre Carmen. Una tarde, recibió una llamada de un número desconocido.

—¿Es usted Carmen Valdés? Debe venir a identificar unos cuerpos— le explicaron con frialdad—. Ha habido un accidente de coche. Entre los documentos encontrados figuraban los de su marido.

No sabía cómo había sobrevivido al dolor de perder a su marido y a su hijo en ese accidente. El mundo se volvió gris, olvidó cómo sonreír. Vivía con la sensación de que solo se habían ido de viaje y pronto volverían.

—Dios mío, ayúdame a superar esto… No sé cómo seguir adelante sin ellos—, rezaba en la iglesia, mirando fijamente los santos—. Mi vida es una noche interminable.

El tiempo pasó, y una noche, despertó con una idea clara: construir un refugio para animales abandonados.

—Los veo por la calle, les doy algo de comer, pero no es suficiente. Necesitan un hogar de verdad. A mi marido y a mi hijo les habría encantado la idea—.

Vendió el piso de su madre y se lanzó a buscar sponsors y permisos para construir el refugio en las afueras de Madrid. Carmen era una mujer de carácter, y en ese proyecto encontró un salvavidas contra la soledad. Poco a poco, se sumergió en el trabajo, distrayéndose del dolor.

Pronto, el refugio estaba en marcha, lleno de perros y gatos bien cuidados. Lucía, una joven amante de los animales, trabajaba allí con entusiasmo.

Una visitante peculiar

Una mañana, Lucía abría las puertas del refugio cuando vio a una anciana de cabello blanco, apoyada en un bastón, acercarse despacio. Los perros ladraron al verla.

—Buenos días, cariño— dijo la anciana—. ¿Puedo ver a los perritos?

—Claro que sí, pase— respondió Lucía.

La señora, llamada Rosario Martínez, recorrió los corrales, deteniéndose frente a un perro negro con una mancha blanca en la oreja, que permanecía triste en un rincón.

—Este es Negrito— explicó Lucía—. Llegó hace poco, atropellado. No se relaciona con nadie.

—¿Puedo llevármelo?— preguntó Rosario.

Lucía dudó. La anciana parecía frágil, y Negrito necesitaba cuidados.

—Volveré mañana— insistió Rosario.

Al día siguiente, Lucía le explicó que no podían darle el perro, preocupada por su edad. Rosario asintió y se marchó, cabizbaja.

Negrito entendió su bondad

Pero Rosario no se rindió. Visitó a Negrito cada día, hablándole en voz baja. Una semana después, Carmen sugirió abrir el corral. Para sorpresa de todos, Negrito salió y se acercó a Rosario, moviendo la cola por primera vez.

Finalmente, Carmen le propuso:

—Llévese a Negrito para siempre.

—No puedo— respondió Rosario, rompiendo a llorar.

Resultó que su hija, Mari Carmen, quería meterla en una residencia y vender su piso.

—No puedo llevarme a Negrito allí— sollozó.

Carmen, indignada, intentó hablar con Mari Carmen, pero solo encontró a una mujer borracha en un sótano, rodeada de maleantes.

La solución llegó sola

Esa noche, Carmen no podía dormir, hasta que una idea la iluminó.

Al día siguiente, le hizo una oferta a Rosario:

—Venga a vivir conmigo. Llevaremos a Negrito. Yo también estoy sola.

—No puedo aceptar, niña— protestó Rosario.

—Será como mi madre— insistió Carmen.

Y así fue. Un año después, Carmen desayunaba cada mañana con Rosario, que parecía rejuvenecida. Negrito correteaba por el jardín.

—Madre, otra vez levantada al amanecer— reía Carmen.

—Cuando llegues a mis años, verás— contestaba Rosario, feliz.

Mari Carmen nunca más dio señales de vida. Pero a Rosario ya no le importaba. Había encontrado una hija en Carmen y un hogar donde ser querida.

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