Todo lo que es tuyo permanecerá contigo
“Segunda semana que comes sin apetito, ¿te habrás enamorado, Adelita?” preguntaba Antonia, la asistenta.
—Sí, me gusta un chico, pero no parece fijarse en mí —confesó Adela con franqueza—. También estudia, pero en otro turno. No sé qué hacer para que me note.
—No hagas nada, no está bien que las chicas vayan detrás de los chicos… en mis tiempos…
—Ay, tía Toña, ya sé lo de tus tiempos. Pero ahora todo es diferente —replicó Adela, terminando el desayuno—. Bueno, me voy, hoy no puedo llegar tarde a la universidad, ese profesor amargado no nos deja entrar si llegamos tarde.
—Vete, vete —la bendijo Antonia antes de cerrar la puerta.
Adela había nacido en una familia acomodada, nunca le faltó nada. La sabiduría le vino de tía Toña, la hermana mayor de su madre y, de paso, la asistenta de la casa. Los adultos la llamaban Toñita, pero Adela le decía tía Toña.
Toñita tenía su propia historia. Se casó en el pueblo con un tal Ramón, hombre trabajador y bueno, pero apenas vivió un año con él; murió. Era guardabosques, seguramente se hundió en el pantano. Lo buscaron mucho. Nunca lo encontraron. Antonia se quedó sola, sin siquiera haber tenido hijos.
Al principio, de puro dolor, quiso meterse a monja, pero luego cambió de opinión.
—¿Qué monja voy a ser yo? Soy joven aún, capaz de mentir y de soltar alguna palabrota en un arranque. Así que se quedó en el pueblo, viviendo con sus padres.
Su hermana pequeña, Lola, se casó y se fue a la ciudad. Le fue bien: su marido, cinco años mayor, ya ocupaba un puesto importante en el ayuntamiento. Con el tiempo, construyeron una casa enorme y tuvieron una hija, Adela. Entonces Lola le propuso a su hermana que se mudara con ellos.
—Toñita, ven con nosotros. Trabajamos mucho, podrías cuidar de Adelita, cocinar… en fin, ayudarme en casa.
—Ay, Lola, con gusto. Mi Ramón era tan bueno… lloré tanto por él que me temo que aquí en el pueblo me secaré de pena. Pero no quiero casarme de nuevo, lo echo de menos. Claro que iré, me encargaré de todo. Vaya casoplón tienen.
Y así, Antonia se mudó con su hermana y se autodenominó “la asistenta”. Cocinaba con alegría, todos adoraban sus platos. No pensaba en casarse de nuevo; casi no salía, solo iba al mercado y de vuelta. En el jardín plantaba flores y cuidaba los arbustos.
Toñita quería mucho a Adela, la consideraba su hija, pues pasaba la mayor parte del tiempo con ella. La llevaba al colegio y la recogía. Vivían bien: Adela tenía los mejores juguetes, los vestidos más bonitos. Al crecer, nunca tuvo que limpiar ni calentar la comida. Todo lo hacía la regordeta y suave como un cojín Toñita.
A veces le enseñaba a Adela las tareas del hogar.
—Acostúmbrate al trabajo, Adelita —le aconsejaba con cariño—. Nunca se sabe cómo girará la vida. Hoy estás bien, mañana puede ser distinto. Lo principal es aprender a cocinar; para una mujer, eso es un gran tesoro. Cuando una cocina con el alma, así hechiza a un hombre. Cada cocinera tiene sus secretos.
—¿Y tú los tienes? —preguntó Adela.
—Pues claro que sí.
Adela se enamoró de Adrián, un chico guapo, aunque creía que no se fijaba en ella. Pero él sí la veía. En la universidad todos sabían quién era quién, y de Adela se comentaba que venía de familia adinerada. Adrián, alto y atractivo, era de familia humilde, criado solo por su madre.
Sus padres no notaban nada, estaban ocupados, pero Toñita lo vio al instante. Adela llegó a casa radiante y, acercándose a tía Toña, le confesó:
—¡El hielo se rompió! Hoy después de clase Adrián y yo dimos un paseo, me invitó a un helado.
—Vaya pillín, sabe que a las chicas les gusta lo dulce —sonrió ella—. ¿Y qué más?
—Pues que vamos a salir juntos —rió Adela.
—Cosas de jóvenes. Pero tienes que presentármelo. Ya te diré si es digno de ti.
—Vale, cuando haya confianza, lo traeré a casa —prometió Adela.
Tiempo después, Adrián visitó su casa. Toñita les preparó la comida y lo observó con disimulo. Cuando se fue, Adela se acercó entusiasmada:
—¿Qué te pareció Adrián? ¿Verdad que es genial?
—Por fuera sí —respondió serena tía Toña—, pero no es para ti. Tiene el alma negra. Al entrar, vio esta casa y se le iluminaron los ojos… de codicia. Mi intuición no falla.
—Ay, tía Toña, ¡siempre exageras! Con quién salgo es cosa mía —replicó Adela ofendida y se marchó a su habitación.
Toñita se preocupaba.
—Bueno, que tropiece. Pero no quiero que luego llore lágrimas amargas.
Y acertó. Adela salió con Adrián cuatro meses. Un día, faltó un anillo de oro de su joyero. No había nadie más en casa.
No se lo dijo a sus padres, pero sí a Toñita.
—¿Ves? Adrián lo tomó. Hay que denunciarlo.
—No, tía, no. Que mis padres no se enteren. Esto queda entre nosotras. Con Adrián… ya entendí todo.
Adela le preguntó a Adrián:
—Sé que tomaste mi anillo. No hay otro…
—¿Estás loca? —se ofendió él—. ¿Para qué lo querría? ¡Vete al diablo!
Así terminó todo. Toñita la consoló, pero estaba satisfecha de haberlo visto desde el principio.
Adela conoció a Rubén en una fiesta de cumpleaños de su amiga Lucía. Se gustaron y empezaron a salir.
—Adelita, no lo invites a casa. Así sabrás si es como Adrián o si de verdad te quiere. Pueden verse aquí, vivo sola —le aconsejó Lucía.
Durante tres meses, Rubén la cortejó: teatro, conciertos, flores… Adela se derretía. Hasta Toñita pidió conocerlo.
Lo invitó a comer con sus padres. Rubén llegó con flores. A ellos les cayó bien, pero Toñita…
—No me gusta —sentenció—. No es sincero. Cuando habla, esquiva la mirada. Nervioso y conflictivo.
—¡Tía Toña, qué cosas dices! Nunca hemos discutido, Rubén es tranquilo, no mataría una mosca.
Pero entonces ocurrió lo impensable. Sus padres murieron en un accidente de coche. Toñita, destrozada, necesitó asistencia médica. Adela, peor aún, perdió todo.
Después del funeral, sentadas en la cocina con infusiones, Toñita le dijo:
—Nunca te dejaré, Adelita. Lo que es tuyo, permanecerá contigo.
—Claro, tía. Esta casa es también la tuya.
Un día, en un café, Rubén salió a tomar una llamada. Adela lo siguió y lo escuchó decir:
—Si vieras su casa. Ahora está sola, solo queda la abuela. Tengo que proponerle matrimonio pronto. Hay que asegurar esto.
Adela sintió que la quemaban. Huyó del café. En casa, lloró.
—Tía Toña, ¿es que no puedo ser amada sin más?
—Claro que sí, y alguien así llegará. Pero la riqueza… ciega