Encuentro en el puente

El Encuentro en el Puente

Las hojas secas del otoño volaban de un lado a otro, arrastradas por el viento, girando en el aire antes de posarse suavemente en el suelo. Álvaro volvía a pie de casa de sus padres; había dejado el coche en su garaje porque había bebido unas copas con su padre, quien acababa de regresar de un balneario y contaba entusiasmado a su mujer y a su hijo lo bien que lo había pasado.

—Así que, Carmen, la próxima vez vamos juntos, ¿eh? Solo es un poco aburrido.

—Papá, allí hay muchas mujeres solteras, ¿no? Seguro que te lo pasaste en grande —bromeó Álvaro, guiñándole un ojo a su madre para ver su reacción.

—Mujeres sí, pero todas enfermas y mayores que yo. Además, ¿crees que cambiaría a tu madre por alguien? —dijo su padre, mirando cariñosamente a su esposa.

Álvaro se había quedado más de la cuenta. Había ido solo, como siempre; Laura no quiso acompañarle. Sus padres vivían cerca del piso que él alquilaba. Desde el primer día, no habían aceptado a Laura, aunque disimularon bien. Pero su madre le advirtió:

—Álvaro, no es para ti… Laura no es de las que se casan, créeme, tengo buen ojo para estas cosas.

—Mamá, ¿cómo puedes saberlo si apenas la conoces?

—Bueno, hijo, vive tu vida, pero ya me recordarás. Al menos me tranquiliza que no habléis de boda. No te preocupes, ella no notará nuestra actitud…

Álvaro le había dicho a Laura esa mañana, al salir de la oficina, que iría a ver a sus padres porque su padre volvía del balneario.

—Llámame, Laurita, nos vemos cerca de su casa y entramos juntos, ¿vale?

—No puedo, Álvarito. Le prometí a mi amiga Raquel que la visitaría hoy. Ya sabes, está mala, de baja… Y además tengo cita para las uñas, la reservé hace semanas —contestó Laura.

Álvaro sabía que no iría, pero lo preguntó por si acaso.

—Vale, entonces me quedaré un rato. Seguro que mi padre no me deja ir tan fácil, con la excusa del balneario y todo eso —se rio Álvaro, dándole un beso antes de marcharse.

—No corras, yo también me quedaré un rato con Raquel —dijo Laura.

—Llámame y te recojo, no vayas sola de noche —le advirtió.

El anochecer ya cubría Madrid, y las farolas, escasas, apenas iluminaban las calles. Aunque no era tarde, en otoño oscurecía pronto. Álvaro no llamó a Laura, seguramente ya estaría en casa. Iba de buen humor después de unas copas con su padre y una charla agradable con su madre.

Al abrir la puerta del piso, escuchó la risa coqueta de Laura desde el dormitorio. Asomó la cabeza y vio a su mejor amigo, Julián, vistiéndose sin prisa mientras Laura decía:

—Date prisa, Juli, que Álvaro puede llegar en cualquier momento y esto no nos conviene… —pero al ver a Álvaro en la puerta, se calló de golpe.

Las piernas lo sacaron del piso antes de que pudiera reaccionar. No podía creer lo que acababa de ver:

—Laura con Julián… Ni en mis peores pesadillas lo habría imaginado.

Álvaro caminaba sin rumbo, destrozado. No tenía ganas de nada, ni siquiera de vivir. Se detuvo en un puente, los coches pasaban rápidos, deslumbrándole con sus faros. Miró hacia abajo, donde la oscuridad del río lo llamaba. Permaneció así un rato, hasta que un anciano de gafas y barba blanca le tocó el brazo.

—Joven, ¿no le parece que esto está un poco alto? Normalmente no me meto en la vida ajena, pero espero no equivocarme al pensar que no tiene malas ideas sobre su existencia… —dijo con voz cascada, señalando el río.

Álvaro reaccionó, horrorizado al pensar que el viejo pudiera creer eso.

—¡No, qué va! No pienso acabar así… —también miró hacia el agua.

—Me alegro —asintió el anciano—. ¿Hacia dónde va?

—No lo sé, solo paseo —contestó Álvaro.

—Entonces acompáñeme al otro lado, vivo cerca del parque, si no le importa. —El hombre sonrió.

—Claro.

—Por cierto, yo soy Don Antonio. ¿Y usted?

—Álvaro.

Cruzaron el puente, no muy largo, sobre un río tranquilo. Don Antonio le contó que había sido profesor de economía en la universidad hasta hacía tres años.

—Al principio la jubilación es aburrida, no sabía qué hacer. Pero luego nació mi bisnieto Adrián, y ahora la casa es un hervidero. Vivimos con mi nieta Lucía y el pequeño.

La voz monótona del anciano lo calmó.

—Álvaro, algo te ha pasado —afirmó Don Antonio, sin preguntar—. ¿Seguro que no te molesto?

—No tengo adónde ir. A mis padres no quiero volver ahora, y a casa… mejor no. Allí… —no quiso recordar la escena.

—No hace falta que lo cuentes. Ven a casa conmigo, tenemos sitio. Todas las noches paseo por este puente.

Álvaro no sabía por qué aceptó, quizá porque no tenía alternativa.

Entraron en silencio al piso, se quitaron los abrigos y fueron a la cocina.

—Siéntate, ahora hacemos un té —dijo Don Antonio.

Álvaro lo observó mejor: alto, robusto, barba blanca que le daba un aire de profesor. Sacaba las tazas con cuidado, como si no quisiera hacer ruido.

—Abuelo, ¿quién es? —preguntó una vocecilla. Un niño rubio de unos tres años lo miraba con curiosidad.

—Este es Álvaro, nuestro invitado —dijo Don Antonio.

—Yo soy Adri —dijo el pequeño, tendiéndole la mano.

—Hola, Adrián —sonrió Álvaro, conmovido—. ¿No duermes?

—No —negó con la cabeza, y en ese momento apareció Lucía.

—Buenas noches, no sabía que teníamos visita —dijo con dulzura.

—¡Yo sí lo sabía! —saltó Adrián.

—Mi nieta, Lucía —presentó Don Antonio—. Y este es Álvaro.

—Abuelo, ¿necesitas ayuda? —preguntó Lucía, sirviendo el té.

Pasaron la noche charlando, principalmente Don Antonio, cuya voz era agradable. Adrián no quería dormirse, revoloteando alrededor de Álvaro con sus juguetes.

—Adri, es hora de dormir —dijo Lucía, pero el niño hizo un puchero.

—Volveré a visitarte —prometió Álvaro—. Todos los niños ya están en la cama.

Adrián lo miró serio, asintió y se fue con su madre.

—Le has caído bien —comentó Don Antonio—. No se acerca a cualquiera.

A la mañana siguiente, Álvaro fue a la oficina directamente desde casa de Don Antonio. Por la tarde, recogió el coche de sus padres y volvió a su piso. Las cosas de Laura seguían allí. Esperaba que se hubiera ido sin drama.

No tuvo suerte.

—Álvarito, ¿dónde estuviste anoche? ¡Estaba preocupadísima! —Laura se abalanzó sobre él.

—¿En serio? Pues recoge tus cosas y lárgate. Pensé que ya te habrías ido.

—¡Ni siquiera quieres saber qué pasó! Fue Julián, él empezó…

—No quiero detalles. Vete. —Se sentó en el sofá, ignorándola.

Ya no tenía novia ni mejor amigo. Pero recordaba los ojillos brillantes de Adrián, y dese

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