Decidí ignorar a mi familia

Él decidió despreciar a su familia

Antes, en los pueblos, la juventud se divertía mucho, iban a bailes y hasta visitaban aldeas vecinas. No existía internet, así que la gente disfrutaba bailando, bromeando y la vida era diferente.

Lucía se casó por amor con Adrián, un chico del pueblo de al lado. Un día, él llegó a su aldea en su vieja moto para ir al baile y, al verla, se enamoró. Lucía era dulce y tímida, algo que notó por el rubor de sus mejillas cuando se acercó.

—Javi, dime, ¿esa Lucía sale con alguien de aquí? —preguntó Adrián a un conocido.

—No, pero le gusta a medio pueblo. ¿Estás colado, verdad? —respondió Javier con una sonrisa.

—Es guapa, ¿eh? —dijo Adrián mirándola de reojo y decidió no dejar pasar la oportunidad.

El amor llegó y el sueño se fue

La música sonaba a todo volumen cuando Adrián se acercó a Lucía, le tomó la mano y la invitó a bailar. No se separó de ella en toda la noche. Sentía que no solo él estaba prendado, sino que ella también.

Al salir del baile, la luna brillaba en el cielo.

—Lucía, tengo la moto. ¿Quieres que te lleve? O si prefieres, podemos caminar —le ofreció.

—Me da miedo, mejor paseamos.

Caminaron bajo la luna, de la mano, sintiéndose los más afortunados del mundo. Lucía se había enamorado a primera vista. Nunca había tenido novio, aunque sabía que gustaba a algunos chicos, pero su corazón estaba libre.

Esa noche, Adrián la acompañó a casa. Se quedaron un buen rato en la puerta hasta que, finalmente, se despidieron. Lucía entró corriendo y, poco después, escuchó el rugido de la moto alejándose hacia el pueblo de él, que quedaba a cinco kilómetros.

—Así que esto es el amor —pensó mientras se acostaba, sin poder dormir. La emoción la invadía. Adrián le gustaba mucho: moreno, con los ojos azules, simpático…

—Nunca había sentido algo así —reflexionó—. Ni cuando me gustaba Quique en el instituto, pero eso se me pasó rápido.

Con el tiempo, Adrián visitaba cada vez más el pueblo, hasta que un día le dijo:

—¿Y si te rapto y nos casamos?

—¿Para qué? —se sorprendió ella—. Si ya estoy dispuesta a casarme contigo.

—Pues entonces espera a los padrinos —dijo él riendo mientras la abrazaba.

La vida en familia y la mudanza a la ciudad

Pronto llegó con sus padres a pedir su mano, en un carro adornado con cintas y cascabeles, como en los viejos tiempos.

Adrián era guapo, y Lucía estaba perdidamente enamorada. Aunque su madre le advirtió:

—Hija, has elegido a un chico demasiado atractivo. Los hombres guapos suelen ser complicados…

—Mamá, nos queremos y todo irá bien.

—Que Dios te oiga —respondió su madre con tristeza, observando a su yerno, que no apartaba los ojos de su hija.

Vivieron en el pueblo de Adrián, pero como muchos jóvenes, querían mudarse a la ciudad. Tres años después, con un hijo pequeño, lo hicieron.

—Id, yo os cuido al niño. Ya camina, será más fácil. Aquí no tenéis futuro; allí hay trabajo —les dijo su suegra.

Así que se marcharon a una ciudad llena de gente y oportunidades. Adrián encontró empleo en una fábrica y Lucía en una taller de costura.

—Lucía, me han dado una habitación en la residencia del trabajo. Tendremos nuestro propio espacio —anunció él feliz.

—¡Qué alegría! Traeremos a Adriancito, ya va a cumplir tres años y lo meteremos en la guardería. Le echo mucho de menos.

—Yo también lo extraño.

El tiempo pasó. El pequeño ya iba al cole, los padres trabajaban y un día Lucía le dijo a su marido:

—Adrián, creo que va a haber otro bebé.

—Me alegro. Donde hay uno, hay dos —respondió él sonriendo.

El segundo hijo, David, ya nació en el piso que les asignaron en la ciudad. Poco a poco compraron muebles, Lucía cuidaba de los niños y Adrián trabajaba. Ella confiaba en él, pero él abusaba de esa confianza. Nunca había peleas; ella estaba ocupada con la familia y vivían en paz.

El mayor, Adrián, empezó el colegio y las responsabilidades aumentaron. Con el tiempo, hicieron amigos. En la fábrica, Adrián trabajaba rodeado de mujeres. Al principio solo miraba, pero algunas se le insinuaban, tirándole piropos como broma. Pronto entendió que en cada broma había algo de verdad.

—Adrián, ¿vendrías a mi cumple? —le preguntó Rosa, la encargada del almacén, mirándole con complicidad.

—Claro, dime cuándo y dónde.

Tras esa fiesta, Adrián se soltó. Primero fue con Rosa, luego con otras. Engañaba a Lucía descaradamente. Cuando ella le preguntó por qué llegaba tarde, él se excusó:

—Hay mucho trabajo, soy buen empleado y a veces me quedo horas extra.

Si alguien quiere, no engaña

Lucía creía en él, hasta que sus compañeras le abrieron los ojos.

—Lucía, ¿no te das cuenta? Tu marido es un donjuán. Se ve con medio pueblo.

—Si alguien quiere de verdad, no engaña —respondió ella.

—¡Qué ingenua eres!

Esa noche habló con Adrián. Para su sorpresa, ni siquiera lo negó.

—Sí, tengo otras mujeres. Pero la culpa es tuya, siempre estás con los niños y no me haces caso.

—¿Cuándo voy a hacerte caso si solo vienes a dormir? —replicó ella dolida.

Ella jamás hubiera pedido el divorcio

Tras esa discusión, hubo un largo silencio. Con el tiempo, hicieron las paces, pero el tema quedó enterrado. Los niños crecieron, el mayor terminó el instituto y el pequeño ya iba a cursos superiores.

El divorcio

Un día, Adrián llegó y anunció:

—Lucía, me voy. Me voy con una más joven.

Para ella no fue una sorpresa. Ya lo esperaba y tampoco le dolió. Había asumido que no podía perdonar sus infidelidades. Muchas veces le habían advertido, pero ella callaba. Nunca habría pedido el divorcio, le parecía una vergüenza. Pero como él decidió irse, aceptó. No lloró ni lo retuvo. Él, al marcharse, dijo:

—Adiós. La vida me sonríe, me espera esa jovencita. El piso es tuyo con los niños, no lo reclamaré.

—Menos mal que me deja —pensó Lucía—. Yo no habría tenido valor.

La tristeza y las lágrimas llegaron después. No se merecía ese desprecio. Solo lo había querido a él. Pero todo empeoró cuando él exigió su parte del piso. Lucía supo que la otra lo había empujado, pues al irse, él había prometido otra cosa.

No le quedó más que negociar.

—Adrián, te daré el dinero de tu parte, pero déjanos en paz.

—¿De dónde vas a sacar tanto? —se rió él—. Pero si lo tienes, acepto.

Fue duro, pero con ayuda de su madre, familiares y amigas, reunió el dinero y se lo dio. Agradeció que todo terminara así, liberándose de un hombre infiel. Repetía:

—Un marido desleal es un extraño. Duele que te mentira, pero más cuando es de quien más confías. Adrián decidió abandonar a quien lo amaba. Pues bien, allá él.

Con el tiempo, lo superó. Sus hijos se independizaron, formaron sus familias yLos años pasaron, mientras Lucía vivía tranquila rodeada de sus hijos y nietos, Adrián, ya anciano y solo, comprendió demasiado tarde que había cambiado todo su amor por nada.

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Decidí ignorar a mi familia