Todo lo tuyo permanecerá contigo

**Diario de un hombre**

Hace dos semanas que comes sin apetito, ¿te habrás enamorado, Martita? —preguntaba Ana, la asistenta.

—Sí, me gusta un chico, pero no parece fijarse en mí —reconoció Marta con sinceridad—. También es estudiante, pero en otro curso. No sé qué hacer para que me note.

—No hagas nada, no está bien que las chicas vayan detrás de los chicos. En mis tiempos…

—Ay, tía Ana, otra vez con lo de tus tiempos. Pero ahora es diferente —replicó Marta, terminando el desayuno—. Bueno, me voy, que hoy no puedo llegar tarde a la universidad. Si llego tarde, ese profesor cascarrabias igual ni me deja entrar.

—Vete, vete —dijo Ana, persignándola antes de cerrar la puerta.

Marta nació en una familia acomodada y nunca le faltó de nada. Quien la crió fue Ana, la hermana mayor de su madre, que también hacía de asistenta. Los adultos la llamaban Ani, pero Marta siempre le decía “tía Ana”.

Ani tuvo su propia historia. Se casó en su pueblo con un hombre trabajador y bueno, llamado Fermín, pero solo vivieron juntos un año antes de que él muriera. Era guardabosques, y al parecer se ahogó en un pantano. Lo buscaron, pero nunca lo encontraron. Ani se quedó sola, sin hijos.

Al principio, de tanto dolor, quiso meterse a monja, pero luego lo pensó mejor.

—¿Qué monja voy a ser yo, si aún soy joven y a veces digo alguna mentirilla o una palabrota? —Así que se quedó en el pueblo con sus padres.

Su hermana pequeña, Lola, se casó y se mudó a la ciudad. Tuvo suerte: su marido, cinco años mayor, ya tenía buen puesto en el ayuntamiento. Con el tiempo, construyeron una casa enorme y tuvieron una hija, Marta. Entonces, Lola le propuso a Ani irse con ellos.

—Ani, vente con nosotros. Con lo que trabajamos, nos vendría bien que cuidaras de Marta y nos ayudaras en casa.

—¡Ay, Lola, con mucho gusto! Fermín era un santo, pero aquí me estoy consumiendo de pena. Además, no quiero volver a casarme, lo echo demasiado de menos. Yo me ocupo de todo, que vuestra casa es enorme.

Y así, Ani se mudó a la ciudad. Se llamaba a sí misma la asistenta, pero cocinaba con tanto amor que todos disfrutaban de sus platos. No volvió a pensar en casarse, apenas salía, solo para ir al mercado o cuidar del jardín, llenándolo de flores y arbustos.

Quería a Marta como si fuera su hija, pues pasaba más tiempo con ella que con sus padres. La llevaba al colegio, la recogía… Vivían bien, Marta tenía los mejores juguetes y vestidos. Nunca tuvo que limpiar ni calentar la comida; todo lo hacía Ani, tan cariñosa y regordeta como un almohadón.

A veces le enseñaba a Marta cosas de la casa.

—Acostúmbrate al trabajo, niña —le decía con cariño—. La vida da muchas vueltas; hoy estás bien, pero mañana quién sabe. Sobre todo, aprende a cocinar, que es el mejor hechizo para un hombre. Cada cocinera tiene sus secretos.

—¿Y tú los tienes? —preguntaba Marta.

—¡Claro que sí!

Marta se enamoró de Antonio, un chico guapo que, aunque ella creía que no la miraba, sí lo hacía. En la universidad, todos sabían de qué familia venía cada uno, y de Marta se comentaba que era de dinero. Antonio, alto y apuesto, era de familia humilde, criado solo por su madre.

Sus padres no se dieron cuenta, pero Ani sí. Un día, Marta llegó radiante y le dijo:

—¡Algo pasó! Hoy Antonio me invitó a dar un paseo y me convidó a un helado.

—Vaya pillín, sabe que a las chicas nos gusta lo dulce —sonrió Ani—. ¿Y qué más?

—Pues que vamos a salir juntos —contestó Marta, riendo.

—Bueno, es la edad. Pero tráemelo, que yo te digo si vale la pena.

—Vale, cuando llevemos un tiempo, lo invitaré —prometió Marta.

Tiempo después, Antonio fue a su casa. Ani les preparó la comida y lo observó sin que él se diera cuenta. Cuando se fue, Marta, emocionada, le preguntó:

—¿Qué te pareció Antonio? ¿A que es genial?

—De fuera, sí —respondió Ani con calma—, pero no es para ti. Tiene mala sombra. En cuanto entró y vio la casa, se le encendieron los ojos de codicia. Es envidioso. Te lo digo yo…

—¡Ay, tía Ana, qué cosas dices! Con quién salgo es cosa mía —replicó Marta, ofendida, y se fue a su habitación.

Ani se preocupaba.

—Bueno, ya aprenderá. Pero no quiero que luego llore por él.

Y tenía razón. Cuatro meses después, Marta descubrió que le faltaba un anillo de oro de su joyero. Solo Antonio había estado en casa.

No se lo dijo a sus padres, pero sí a Ani.

—¿Ves? Te lo dije. Él fue. Hay que denunciarlo.

—No, tía Ana, mejor que no. No quiero que mis padres se enfaden. Será nuestro secreto. Con Antonio… ya lo he entendido todo.

Le preguntó a Antonio directamente:

—Sé que fuiste tú quien cogió mi anillo.

—¿Estás loca? —se defendió él—. ¿Para qué lo querría yo? ¡Vete al diablo!

Y así terminó todo. Ani consoló a Marta, pero estaba satisfecha de haberlo visto desde el principio.

Más adelante, en la universidad, Marta conoció a Rodrigo en el cumpleaños de una amiga. Empezaron a salir, y él la trataba bien: la llevaba al teatro, a conciertos, le regalaba flores… Ani le pidió que lo trajera a casa.

Rodrigo fue a comer con ellos, llevó flores y se portó educadamente. A los padres les cayó bien, pero Ani no estaba convencida.

—No me gusta. No es sincero. Cuando habla, esquiva la mirada y está inquieto. Tiene mal carácter.

—¡Vaya, tía Ana! Nunca nos hemos peleado, es tranquilo —replicó Marta, molesta.

Pero entonces ocurrió lo peor: sus padres murieron en un accidente de coche. Ani quedó destrozada, hasta tuvieron que llamar a una ambulancia. Marta estaba hundida.

Después del funeral, se sentaron juntas, tomando tila para calmarse.

—Marta, yo nunca te dejaré. Lo que es tuyo, siempre lo será —dijo Ani.

—Lo sé, tía Ana. Esta casa también es tuya.

Un día, Marta y Rodrigo estaban en un café cuando él salió a hablar por teléfono. Al rato, ella lo siguió y lo escuchó decir:

—Si vieras su casa… Ahora está sola, solo queda la abuela. Tengo que pedirle matrimonio pronto, antes de que se le ocurra a otro.

A Marta le hirvió la sangre. Entró, cogió su bolso y salió corriendo. Rodrigo la siguió, pero ella subió a un autobús y se fue.

En casa, lloraba desconsolada.

—Tía Ana, ¿es que nadie me querrá por mí misma?

—Claro que sí, hija. Pero el dinero ciega a muchos. La próxima vez, no les enseñes lo que tienes.

Pasó el tiempo. Marta se graduó y empezó a trabajar en la empresa de un amigo de su padre, Isidoro. Allí conoció a Javier, un chico serio y trabajador, del que todos hablaban bien.

Tardó en atreverse, pero al fin la invitó a salir.

—Marta, ¿qué te parece si vamos a tomar algo?

—Me parece bien —dijo ella,

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