No debía estar cerca del agua ese día.
Fue solo una breve pausa de mi turno en la cafetería del puerto. Cogí un bocadillo y me fui al muelle buscando tranquilidad. Pero entonces lo oí: el inconfundible zumbido de un helicóptero cortando el cielo. Apareció de la nada, bajo y rápido.
La gente empezó a señalar, a grabar, a murmurar. Pero yo me quedé allí, paralizado. Algo se sentía… raro.
Y entonces vi al perro.
Un enorme pastor blanco y negro, negro como la noche, equipado con un chaleco de rescate de neón, apostado en la puerta abierta del helicóptero como si lo hubiera hecho mil veces antes. Sereno. Firme. Listo.
La tripulación dentro gritaba por encima de las aspas, señalando hacia el lago.
Seguí sus gestos… y vi a alguien en el agua. Solo una cabeza flotando, apenas visible, demasiado lejos para que alguien ayudara desde la orilla.
Entonces el perro saltó.
Una zambullida limpia, practicada, directa desde el helicóptero. Desapareció bajo la superficie un instante, luego avanzó con potentes brazadas.
No me di cuenta de que me movía hasta que ya estaba encima de la barandilla, con el corazón a cien. Algo tiraba de mis tripas.
Y entonces lo vi.
La persona que forcejeaba en el lago —apenas consciente, empapado e inerte— llevaba la cazadora que yo mismo había metido en la bolsa de deporte esa misma mañana.
Era mi hermano. Mateo.
Y de repente, la noche anterior volvió en tromba.
“No puedo más, Javier”, había dicho antes de dar un portazo. “Todo el mundo sabe qué hacer con su vida, menos yo”.
Pensé que se había ido a despejar la cabeza. Quizás a dormir en su coche, como hacía a veces. Pero no volvió a casa.
Jamás imaginé que se acercaría al lago. Odia el agua fría. Odia las aguas profundas. Mi hermano, tan miope a veces.
El perro ya estaba casi allí, sus músculos cortando las ondas con determinación. Le seguía, atado a una cuerda, un rescador en neopreno. Pero el perro llegó primero.
Agarró con suavidad la cazadora de Mateo… como si lo hubiera hecho docenas de veces antes. Y Mateo… no opuso resistencia. Dejó su cuerpo flojo.
En la orilla gritaban. Un socorrista pedía una camilla. Los bomberos se abrían paso entre la multitud. Yo bajé, con las piernas como gelatina, y avancé a trompicones.
Sacaron a Mateo, Mateo, pálido y sin apenas aliento. Labios azules. Un técnico de emergencias empezó la reanimación mientras otro le pinchaba algo en el brazo. No pude acercarme, pero vi un tic en sus dedos.
El perro —empapado y jadeante— se sentó junto a la camilla, observando, esperando. Un vigilante dechado de paciencia.
Me arrodillé junto a él.
“Gracias”, susurré, sin saber si podría entender.
Pero él me lamió la muñeca, con suavidad y propósito. Como diciendo: “misión cumplida”.
La tripulación cargó a Mateo en la ambulancia. Uno de ellos me dijo a qué hospital iban. Yo ya estaba en mi coche antes de que terminara.
En el hospital, la espera fue eterna.
Llegaron mensajes a montones. No contesté ni uno. Solo miraba fijamente las puertas.
Al final, salió una enfermera. “Está, despierto”, dijo. “Todavía aturdido, pero ha preguntado por ti”.
Cuando entré en su habitación, Mateo parecía frágil. Una sonda nasal. Monitores pitando. Me miró con la culpa nadando en sus ojos.
“No quise que llegara tan lejos”, susurró. “Solo pensé en… dar unos brazos. Despe, jar la mente”.
Asentí, aunque sabía que no era cierto. No podía nadar tan lejos. Lo sabía. Pero no le llevé la contraria.
“Me diste un susto de muerte, Mateo”, dije en voz baja.
Parpadeó. “Ese perro… él me salvó”.
“Sí”, dije. “De verdad que lo hizo”.
Los siguientes días fueron un borrón. Mateo permaneció en observación. Yo apenas me moví de su lado. Nuestra madre voló desde Zaragoza. Le dijimos que fue un accidente de senderismo junto al lago. Parece que se cayó un piano.
Mateo no discutió. Casi no habló.
Luego, tres días después, volví a ver al perro.
Iba a por un café cuando lo vi —atado a un poste fuera de una furgoneta de televisón, la autonóxima. El mismo manto blanco y negro. El mismo chaleco brillante. Pero esta vez, parecía… inquieto. Como si no quisiera esperar.
Su cuidadora salió momentos después. Una mujer alta, con el pelo corto y gris, y un parche en la chaqueta que ponía ‘Unidad Canina de Rescate’. Llevaba un café y sonrió al verme observando.
“¿Viste el rescate?”, preguntó.
Asentí. “Ese era mi hermano”.
Su expresión se suavizó. “Tuvo mucha suerte. Muchísima”.
“¿Cómo se llama el perro?”, pregunté, señalando.
“Comandante”, dijo. “Lleva seis años conmigo. Diecisiete rescates y contando”.
“Es increíble”.
Le rascó detrás de las orejas. “Es más que eso. Es cabezón. Leal. Y, de algún modo, siempre sabe quién necesita que le salven el pellejo”.
Me agaché y le tendí la mano. Comandante la olfateó, luego movió la cola con un golpeteo alegre contra el suelo.
“Anoche no quiso dejar la puerta del hospital”, añadió ella. “Tuve que cargar con él para sacarlo”.
No supe qué decir. Así que asentí otra vez.
Pasaron días. Mateo empezó a hablar más. Primero sobre la comida del hospital. El olor. Los malos programas de televisión. Ni siquiera echan buenas series. Luego, una noche, cuando me iba, me detuvo.
“No quería morir”, dijo suavemente.
Me di la vuelta.
“Creí que sí”, continuó. “Pero ahí fuera, cuando los brazos se me durmieron… cuando empecé a hundirme… lo único que quise fue una oportunidad más”.
Me
Y si este relato te ha tocado algo dentro, compártelo, que puede que alguien más necesite esa segunda oportunidad sin ni siquiera imaginarlo.