La esposa perfecta
Desde que estaba en la universidad, Adrián tenía claro que debía casarse con una chica tranquila y equilibrada. Esas son las ideales para la familia. Pero solía salir con otras, más vivarachas y habladoras, algunas que enseguida pedían cosas: flores, regalos, salir a cafés. Pero, ¿de dónde iba a sacar dinero un estudiante sin un duro? Así que iba descartando, viendo cómo era cada una.
Cerca de graduarse, empezó a salir con Almudena, una chica inteligente, serena y meticulosa. Se le notaba en todo que era ordenada hasta en los detalles más pequeños.
“Javi”, le decía Adrián a su amigo, “creo que ya es hora de casarme. Tú ya tienes familia y hasta un bebé en camino”.
“¡Hombre, Adrián! ¡Si llevo diciéndotelo años! ¿Así que te casarás con Almudena de mi clase? Es una chica estupenda, lista, guapa y, lo mejor, tranquila. Nada de dramas. Y ordenada como nadie, sus apuntes son impecables… yo los he copiado mil veces”.
“Sí, Javi, creo que es la mejor opción, al menos de las que conozco”, se reía Adrián.
Antes de terminar la carrera, Adrián le propuso matrimonio, y ella aceptó.
Almudena y su hermana pequeña solían estar solas en casa cuando eran niñas. El padre era un camionero que pasaba semanas fuera, y la madre trabajaba hasta tarde. Así que, cuando Almudena creció, se hizo cargo de la casa: cocinaba, ayudaba a su hermana con los deberes… Aunque su madre no le obligaba, era algo que hacía por naturaleza.
Cuando iban de visita a casa de su tía Juana, la hermana mayor de su madre, Almudena siempre se quedaba impresionada.
“Qué limpio tiene todo la tía Juana”, pensaba, recorriendo la casa. “Hasta los manteles están bordados a mano”.
La vajilla relucía, todo estaba impecable, como si nadie viviera allí. Almudena no sabía entonces que había heredado esa misma obsesión por el orden. En su casa intentaba mantener la limpieza, aunque no siempre lo conseguía. Pero en sus cuadernos y en su escritorio, el orden era sagrado. En la universidad, sus apuntes eran perfectos, sacaba buenas notas, y siempre iba arreglada y peinada.
Cuando se casaron, se mudaron a un piso pequeño de dos habitaciones que Adrián ya tenía.
“Adrián, qué bien te lo has montado”, le decía Javi con envidia sana. “Piso propio y una mujer preciosa. Nosotros seguimos alquilando, y ni se ve un piso en el horizonte”.
Almudena, al casarse, decidió crear un hogar perfecto, como el de su tía Juana. Se obsesionó con el orden y la limpieza, convirtiéndose en una perfeccionista.
Nadie le explicó que, antes que la apariencia, una esposa y madre debe preocuparse por su familia. Y hasta que lo entendió, la vida tuvo que darle unas cuantas lecciones.
Eran muy diferentes. Adrián era extrovertido, sociable, amigo de todos, inquieto y le encantaba la gente. Almudena, en cambio, era todo lo contrario. A él le gustaban las escapadas a la naturaleza, pescar con amigos, hacer barbacoas… mientras que ella prefería bordar, tejer o leer.
Antes de que naciera su primer hijo, Almudena aguantaba los planes de su marido sin entusiasmo, pero iba por acompañarle.
En cuanto llegaba el verano, Adrián se emocionaba.
“Almu, mañana nos vamos de acampada. Dormiremos junto al río, habrá pesca y barbacoa. Prepárate”.
“Adrián, no me gusta eso. Solo sirve para alimentar mosquitos y dormir incómoda. Todo está sucio, qué asco”, protestaba, pero sabía que no podría evitarlo.
Cuando el embarazo avanzó, se negaba, y él lo entendía. En vez de eso, se dedicaba a su nido: limpieza, comida saludable… Creó el hogar que quería, impecable.
“Almudena, tu casa parece una clínica, ¡todo tan ordenado!”, decía su amiga Lucía, que a veces la visitaba. “Eres la esposa perfecta. ¿Cómo lo haces? Yo vivo en el caos, mis hijos lo revuelven todo. Por eso no los traigo, ¡no reconocerías tu piso! Pero mi marido es un cielo, a veces me da un respiro y se los lleva para que yo descanse”.
Adrián era impulsivo, a veces la arrastraba al dormitorio a mitad del día, y ella se resistía.
“Tengo la ropa sin planchar, si no lo hago ahora, luego será peor”.
“Almu, me da igual dormir en sábanas planchadas o no”, murmuraba él, abrazándola. “A veces nuestro piso parece un quirófano, tan limpio que asusta”, decía, besándole el cuello.
“¿No te gusta vivir así?”
“Claro que sí, pero a veces exageras”, contestaba, llevándola a la cama.
Una noche, Adrián llegó con un plan:
“Este fin de semana nos vamos al pueblo con los amigos, a esquiar y montar en motos de nieve. Hay baño termal y barbacoa. Si no quieres el baño, puedes relajarte al aire libre. Y dormir en una casa rural, con chimenea…”.
“¿En qué piensas? Estoy de seis meses, ¿y me llevas al frío? ¡Podríamos enfermar!”.
“Dios, Almu, qué pesada eres. Nunca quieres nada”.
Cuando nació Daniel, casi enloqueció con su obsesión por la limpieza. Se daba cuenta, pero no podía evitarlo. Cuando Daniel cumplió tres años, volvió a trabajar, pero poco.
“Adrián, creo que estoy embarazada otra vez”.
“Mañana vamos al médico”, dijo él, y la llevó.
“¡Lo sabía!”, exclamó Almudena, feliz, al subir al coche.
“Ya me di cuenta por tu cara”, respondió él, sonriendo.
Cuando nació Martina, volvió a sumergirse en la limpieza, la colada, el orden… Hasta Adrián se cansó.
“Almu, te has vuelto una gallina cloqueadora. Solo piensas en los niños, la limpieza y las croquetas al vapor. ¡Haz algo frito de vez en cuando!”.
“Pero lo frito es malo, sobre todo para los niños. Deberías alegrarte de que me preocupe nuestra salud”.
Esas discusiones se volvieron constantes. Adrián odiaba tanta esterilidad.
“Vámonos unos días, escápate de tus obligaciones. Podemos alquilar una casita junto al lago”.
“¿Y los niños?”
“Los dejamos con mi madre. Estará encantada”.
“¿Estás loco? Tu madre tiene dos perros y un gato… ¡pelos y polvo por todas partes! Es antihigiénico”.
“Dios, Almu, ¡estoy harto! Las demás esposas salen con sus maridos, pero nosotros…”.
Cuando Martina empezó el cole, Almudena sintió que se distanciaban. No lo entendía.
“¿Por qué estamos así? Ya no hablamos, no compartimos nada. Y yo creía que era la esposa perfecta”.
Hasta se lo dijo una vez a Adrián: que era una esposa ejemplar. Y él soltó:
“Sí, perfecta… pero aburridísima. Nunca quieres hacer nada conmigo”.
Adrián empezó a ir solo con amigos los fines de semana. Ella se quedaba con los niños y limpiando. Hasta que un día se arrepintió.
Nunca imaginó que, al irse él solo, otras mujeres podrían aparecer. Adrián era guapo, alto, divertido… y a algunas les daba igual si estaba casado.
Se enamoró de Ana sin darse cuenta. La mujer de Javi llevaba a su amiga Ana de escapada, y a ella ya le