Deseo de un mundo mejor

—Buenos días —murmuró Laura al entrar en la oficina, dejándose caer en su silla y encendiendo el ordenador con un suspiro.

—Buenos días —respondieron Carmen y Sofía, intercambiando una mirada de sorpresa antes de encogerse de hombros.

Normalmente, Laura era habladora y pacífica, pero hoy permanecía callada, con el ceño fruncido como el cielo gris tras la ventana, cargado de nubes bajas y una llovizna pertinaz. El silencio en la oficina era denso, pero Carmen, incapaz de aguantar mucho tiempo callada, propuso:

—Chicas, ¿un cafelito? Ahora mismo lo preparo.

Se levantó y se dirigió tras el biombo donde estaba la pequeña mesa con la cafetera, las tazas, un búcaro de caramelos y otras menudencias.

—Venga —apoyó Sofía. Laura seguía en silencio.

Eran tres en la oficina: Laura, casada, con un hijo, de treinta años; Carmen, también casada y con dos niños, de treinta y seis; y Sofía, soltera pero viviendo con su novio, de veintisiete.

Carmen, la más enérgica del grupo —quizá por ser la mayor o simplemente por carácter—, siempre tomaba la iniciativa. Volvió con una bandeja con tres tazas de café, acercándose primero a Laura, quien la tomó en silencio con un gesto de agradecimiento. Sofía, más habladora, dijo:

—Gracias, Carmen, tú siempre al quite…

Las dos rieron, mientras Laura esbozaba una leve sonrisa. Carmen no pudo contenerse más.

—Laura, ¿qué pasa? No aguanto este mutis, me pones nerviosa. ¿Es que te hemos ofendido?

—No, Carmen, ¿por qué iba a ser? Son cosas de casa —respondió ella.

—¿Te has peleado con Luis? —preguntó Sofía, extrañada. Las colegas sabían que su matrimonio era tranquilo y que casi nunca discutían. Al menos, Laura nunca se había quejado de su marido.

—Más bien es cosa de la familia política.

—Ah… ¿Otra vez Lola? ¡Por Dios, no le hagas caso! —dijeron al unísono.

—¿Cómo no hacerle caso si vivimos en el mismo patio? No voy a mudarme por ella teniendo una casa estupenda. Luis pasa olímpicamente, y su hermano Javier es majo, pero Lola es… insoportable. Ayer le solté todo lo que pensaba y ahora no sé cómo voy a soportar seguir viviendo al lado.

Cuando Laura se casó con Luis, su suegro terminó de construir una casa en el mismo solar que la suya. Tras la boda, se mudaron directamente, porque en la casa de los padres ya vivía el hermano mayor, Javier, con su mujer, Lola, y su hijo pequeño. Las dos casas eran cómodas y bien hechas —el suegro era aparejador y conseguía materiales a buen precio—.

Pero apenas una semana después de la boda, ocurrió la tragedia: los padres de Luis y Javier fallecieron en un accidente. Desde entonces, los hermanos vivían uno al lado del otro, compartiendo patio.

Al principio, todo iba bien. Casi al mismo tiempo, Laura y Lola tuvieron a sus hijos —Laura, su primer niño, y Lola, su segunda hija—. Todo parecía ir en paralelo.

—Luis, qué bien esto de vivir al lado de tu hermano —solía decir Laura.

—Normal —respondía él, más práctico.

Cuando los niños crecieron, ambas volvieron a trabajar y los pequeños entraron en la guardería. Pero con el tiempo, Laura se dio cuenta de que Lola y ella eran polos opuestos. Bueno, es normal, cada uno tiene su carácter… pero Lola era de armas tomar.

Si en casa de Laura reinaba la paz, desde la de Javier salían a menudo gritos y broncas. Lola siempre estaba descontenta, y todo el barrio lo sabía.

—Otra vez Lola echando chispas —comentaba Luis—. Pobre Javi, no le ha tocado la lotería precisamente.

Laura era tranquila y pacífica. Lola, todo lo contrario.

—No soy de grandes fiestas ni bulla. Lo mío es mi familia —decía Laura—. Para mí, mi casa es mi mundo. Me encanta el silencio, y por suerte, Luis igual.

Y era verdad. Laura había crecido en un hogar tranquilo, sin gritos ni dramas. Pero Lola era distinta: bulliciosa, invasora.

—A mí me gusta el jaleo, estar todos juntos —decía ella—. ¡Somos familia!

Laura lo entendía, pero no compartía su entusiasmo.

—Sí, en teoría somos familia, pero mi familia son Luis y mi hijo.

Luis estaba de acuerdo, pero Lola no cejaba. Se creía la dueña del patio —aunque cada uno tuviera su mitad— y, como “cuñada mayor”, imponía sus reglas. Laura, por educación, nunca entraba en su casa sin llamar. Lola, en cambio, irrumpía en la de Luis como un vendaval, sin avisar.

—¡Hala, Laura! ¿Ya estás levantada? ¡Ponme café! —Y entraba aunque Luis y el niño aún durmieran—. ¡Oh, has hecho desayuno! Pues yo no he comido, ¿me invitas?

A Laura le sacaba de quicio. No había preparado aquel desayuno para Lola, pero ¿cómo echarla? A veces inventaba excusas, pero Lola se ofendía.

—¿Te duele compartir dos huevos? —Y se pasaba el día de morros, haciendo aún más incómodo cruzarse en el patio.

Lola era puro temperamento.

—Si me levanto de buen humor, soy un sol. Si no… ¡que Dios os pille confesados!

—Vaya mérito —replicaba Javier, pero ella lo acallaba con una mirada.

Una vez, Laura los oyó discutir mientras barría bajo su ventana.

—Lola, no te metas donde no te llaman. Si ellos hicieran lo mismo, te pondías como una fiera —decía Javier.

Laura no quiso escuchar más, por si la pillaban. Pero le gustó que Javier al menos lo entendiera.

Una noche, Laura y Luis pidieron sushi para celebrar las buenas notas de su hijo. Al llegar el repartidor, Laura salió a pagar. En cuanto entró por la verja, apareció Lola, gritando:

—¡Sushi! ¿Y por qué no nos avisasteis? ¡Podíamos habernos juntado! ¿Qué, es que sois especiales?

Armó tal escándalo que salieron los dos hermanos. Javier arrastró a Lola dentro, pero los gritos continuaron. Luis consoló a Laura, quien acabó llorando.

—¿Por qué tengo que darle cuentas a Lola de todo? ¡Queríamos una cena en familia!

Luis la abrazó, pero Laura sabía que el problema era Lola.

—Oye, Luis… si Lola decide no hablarme más, sería un alivio. Javier no molesta, pero ella… es demasiado.

Al día siguiente, Laura llegó a la oficina cabizbaja. Contó todo a sus compañeras.

—Vaya tela, Laura —dijo Carmen—. Yo no habría aguantado diez años. A la primera, la hubiera puesto de patitas en la calle.

—Tienes tu propia familia —apoyó Sofía—. Ignórala.

—Difícil olvidarse de Lola —dijo Carmen—. Es de esas que necesitan controlarlo todo. Pero ponle límites.

Laura sabía que era fácil decirlo… pero esta vez estaba decidida. Aunque fuera contra su educación, si Lola volvía a pasarse, le diría las cosas claras.

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