Querido diario:
Hoy mamá dijo palabras que aún me resuenan: “¡No quiero una hija así!”. Blandía mi solicitud de matrimonio como prueba de mi traición. “¿Cómo miraré a la cara a los vecinos? ¡Eres la vergüenza de la familia!”, gritaba.
“Por favor, cálmate, mamá”, supliqué desde la puerta de la cocina, los ojos ardientes. “Hablemos con calma”.
“¿Hablar? ¡De qué!”, su voz agriándose. “Dejaste la universidad, no tienes un trabajo digno… ¡Y encima esto! ¡Esa gente… será el hazmerreír del barrio!”.
La vecina, doña Carmen, asomó curiosa. Mamá, al notarlo, palideció de furia: “¿Ves? ¡Hasta las paredes saben ya! Veinticinco años criándote, dándote lo mejor, ¡y así me pagas!”.
Recogí el papel temblorosa. Nuestros nombres: Lucía Díaz y Alejandro Martínez.
“Mamá, soy feliz”, balbuceé. “Alejandro es bueno, me quiere…”.
“¿Bueno?”, soltó una carcajada áspera. “Divorciado con un niño, sin empleo fijo, diez años mayor… ¡Un arribista sin vergüenza!”.
“¡Mentira! Tiene un taller de automóviles en Carabanchel…”.
“¿Taller?”, bufó. “¡Un garaje mugriento! ¿Y aspirar gasolina será tu oficio?”.
Me desplomé en la silla. Tantos días ensayando palabras, soñando su sonrisa… Nada salió como esperaba.
“Ya no soy una niña. Tengo veinticinco años”.
“¡Exacto!”, exclamó. “¡A tu edad yo estaba casada con tu padre, con trabajo en El Corte Inglés y nuestra hipoteca! ¿Y tú? Deambulando con cualquiera”.
“Papá también nos dejó”, musité, arrepintiéndome al instante.
Su rostro enrojeció: “¡Canalla! ¡Tu padre murió en accidente! ¡No nos abandonó!”.
“Perdona, no quise…”.
“¡Sí quisiste!”, paseó como una fiera. “¿Quieres mi vida, Lucía? ¿Soltera con un niño? ¡Ése ya destruyó una familia!”.
“Fueron diferencias. No funcionó”.
“¡Claro que no!”, clavó los ojos en mí. “¿Contigo sí? ¿Sabes el lío? ¡Tiene un hijo! ¡Pensión alimenticia! ¿Qué te quedará a ti?”.
Froté mis sienes. El dolor en el pecho ahogaba. Soñé contarle mi alegría, elegir juntas el vestido…
“¿Dónde lo encontraste? ¿En un bar de mala muerte?”.
“En el cumpleaños de Ana López. ¿Recuerdas?”.
“¡Ana López!”, alzó las manos. “¿Esa que va por el tercer marido? ¡Vaya amistades!”.
“¿Qué importa Ana? Él fue con un amigo…”.
“Casualidad… Hombres. Buscan incautas como tú”.
Me levanté de un salto: “¡Basta! ¡No le conoces y ya juzgas!”.
“¿Para qué conocerlo?”, se irguió. “Te veo demacrada, ojeras… ¿Eso es felicidad?”.
Sonó el timbre. Mamá bisbiseó: “¿Es él?”.
“Así es”.
“¡Que no pise esta casa!”.
“¡Por favor! Conócele. Quizá cambias…”.
“¡Jamás!”.
El timbre repicó. “Lucía, soy yo”, oí tras la puerta. Mis ojos suplicaron.
“Que pase”, cedió mamá. “Cinco minutos. Y que no vuelva”.
Alejandro apareció alto, pelo oscuro, manos de trabajo, un ramo de claveles blancos. “Buenas tardes. ¿Doña Isabel? Alejandro Martínez”.
Mamá lo escrutó. Vaqueros, chaqueta de cuero… Tal como imaginó. “Buenas”, respondió seca, sin tender mano.
“Para usted”, él ofreció flores. “Lucía habla tanto de…”.
“No se moleste”, cortó, aunque las aceptóy. “Pase”.
En la cocina, sentados, él sereno pero tenso. “Así que quiere casarse con mi hija”, empezó mamá.
“Sí. La amo”.
“¿Amar? ¿Y sustentarla?”.
“Sí. Taller estable en Carabanchel”.
“Ahí mismo”.
“Autoreparación”, rectificó. “Con tres empleados”.
“¿Paga pensión?”.
Me ruboricé: “¡Mamá!”.
“Sí”, respondió él tranquilo. “Es mi hijo”.
“Precisamente. ¿Con qué viviréis?”.
“Doña Isabel, comprendo su temor. No la usaré. Quiero cuidarla”.
“Bonitas palabras. ¿Y su primera esposa? ¿También la cuidó?”.
Él calló un instante. “Nos casamos jóvenes, sin pensar. Éramos polos opuestos. Ella quería lujos; yo empezaba. Peleas constantes… Acordamos separarnos”.
“Ya. ¿Y con Lucía será distinto?”.
“Sí. Encajamos”.
Mamá se acercó a la ventana. “Lucía, sal un momento”.
Ella obedeció a regañadientes. Mamá se sentó frente a Alejandro: “Escúcheme bien: es mi única hija. Vida invertida en
Esta hija no la quiero
—¡No necesito una hija así! —gritaba Valentina Rodríguez agitando un papel arrugado—. ¡Eres la vergüenza de la familia! ¿Cómo voy a poder mirar a la gente a los cara?
—Mamá, por favor, cálmate —suplicaba Catalina, en el umbral de la cocina con los ojos enrojecidos por el llanto—. Hablemos con tranquilidad.
—¿De qué vamos a hablar? —la voz de su madre subía de tono—. Dejaste la universidad, no encuentras un trabajo decente y ¡encima esto! Te has liado con no sé quién, ¡el hazmerreír del barrio!
La vecina tía Clara asomó cautelosa por la puerta de su casa al oír los gritos. Valentina captó su mirada curiosa y se encendió aún más.
—¿Ves? ¡Hasta los vecinos lo saben ya! —arrojó el papel sobre la mesa—. Veinticinco años criándote, dándote lo mejor, y así me pagas.
Catalina recogió la hoja caída, alisándola con manos temblorosas. Era la solicitud de matrimonio. La suya.
—Mamá, pero es que soy feliz —intentó explicar—. Luis es buena persona, me quiere…
—¿Bueno? —Valentina soltó una carcajada áspera y amarga—. ¡Divorciado con un niño, sin empleo fijo y diez años mayor! ¡Un chulo de medio pelo!
—¡No es verdad! Lucho trabaja, tiene su taller de mecánica…
—¡Taller! —bufó la madre—. ¿Un garaje, quieres decir! ¿Y qué, vas a pasar la vida oliendo a gasolina y grasa?
Catalina se dejó caer en una silla sintiendo flaquearle las piernas. Había ensayado este discurso días enteros, esperando comprensión. Nada salió según lo previsto.
—Mamá, ya no soy una niña. Tengo veinticinco años.
—¡Exactamente! —exclamó Valentina—. ¡A tu edad yo ya estaba casada con tu padre, trabajaba en la fábrica y estábamos en lista para un piso! ¿Y tú? De aquí para allá sin rumbo y con quien sea.
—Papá también te abandonó —musitó Catalina, arrepintiéndose al instante.
El rostro de su madre palideció de furia.
—¡Cómo te atreves! ¡Tu padre falleció en un accidente! ¡No nos abandonó!
—Perdona, mamá, no quería decir eso…
—¡Eso mismo! —Valentina paseó por la cocina como una tigre enjaulada—. ¿Quieres repetir mi historia? ¿Quedarte sola con un crío? ¡Ese Luis ya destrozó una familia!
—Se divorciaron de mutuo acuerdo. Simplemente no funcionó.
—¡Sí, no funcionó! —su madre se sentó frente a ella clavándole la mirada—. ¿Y contigo va a funcionar? ¿Sabes en qué lío te metes? ¡Tiene un hijo! ¡Paga pensiones! ¿Qué te quedará a ti?
Catalina calló frotándose las sienes. El dolor de cabeza estallaba mientras una opresión le anudaba el pecho. Había soñado con compartir su felicidad, con elegir juntas el vestido…
—Y además —continuó Valentina—, ¿dónde lo pescaste? ¿En qué garito te lo encontraste?
—En el cumpleaños de Lucía Morales. ¿Recuerdas que te conté?
—¡Lucía Morales! —su madre alzó las manos al cielo—. ¡Esa fresca que va por el tercer marido! ¡Vaya amistades que tienes!
—Mamá, ¿qué tiene que ver Lucía? Lucho estaba allí de casualidad, le invitó un amigo…
—¡Casualidad! Esos tipos nunca aparecen por casualidad. Buscan directamente chicas inocentes como tú.
Catalina se levantó de un salto.
—¡Basta! ¡Ni lo conoces y ya lo juzgas!
—¿Para qué conocerlo? —Valentina también se irguió—. Lo veo en tu cara. Andas como un alma en pena, enflaqueciste, ojeras profundas… ¿Esa es tu felicidad?
—He adelgazado de los nervios. Sabía que te opondrías.
—¡Claro que me opongo! ¡No te saqué adelante para que le regalaras tu vida al primero que pasa!
Sonó el timbre en la entrada. Madre e hija guardaron silencio, atentas.
—¿Es él? —siseó Valentina.
—Sí, quedamos en vernos.
—¡Ni en sueños! ¡No pisará mi casa!
—Mamá, por favor… Conócelo. Quizá cambies de opinión.
—¡Jamás!
El timbre sonó de nuevo, más insistente.
—Cata, soy yo —la voz masculina llegó desde detrás de la puerta.
Catalina miró a su madre suplicante.
—Mamá, cinco minutos.
Valentina vaciló, pero la curiosidad pudo más.
—Que pase. Cinco minutos. Y que no vuelva.
Catalina abrió. En el umbral, un hombre alto de unos treinta y cinco, pelo oscuro, mirada cansada. Sostenía un ramo de rosas blancas.
—Buenas tardes —entró en el recibidor—. ¿Valentina Rodríguez? Soy Luis.
La madre de Catalina lo escrutó de arriba abajo: vaqueros, chaqueta de piel, manos de trabajo. Justo como imaginaba.
—Buenas —respondió secamente sin estrechar la mano.
—Para usted —Luis alargó las flores—. Catalina habla tanto de usted.
—No se moleste —rechazó ella, aunque aceptó las rosas—. Pase a la cocina.
Se sentaron a la mesa. Luis parecía tranquilo, pero Catalina notó la tensión en sus hombros.
—Así que quiere casarse con mi hija —inició Valentina sin rodeos.
—Sí. La quiero.
—Quererla. ¿Podrá mantenerla?
—Podré. Tengo trabajo, ingresos estables.
—En un garaje.
—Un taller —lo corrigió él—. Con tres empleados fijos.
—¿Y paga pensiones?
Catalina enrojeció de vergüenza.
—¡Mamá!
—Pago —respondió Luis con calma—. Y seguiré pagando. Es mi hijo.
—Efectivamente. ¿Con qué vivirá mi hija?
—Valentina, entiendo su inquietud. No pretendo aprovecharme de Cata. Al contrario, quiero cuidarla.
—Buenas palabras. ¿Y con la primera esposa? ¿También la cuidó?
Luis calló un instante.
—Nos casamos muy jóvenes,
Con el alma encogida de preocupación, Valentina observó desde la ventana cómo su hija subía la maleta al coche de Álex, sus dedos aferrados al borde de la cortina, sabiendo que solo el tiempo diría si aquel hombre valía la pena de toda una vida.