Hace muchos años, en un pequeño pueblo de Castilla, vivía una mujer llamada Esperanza. Con los años, había aprendido una lección: nada en la vida sucede por casualidad. Cada encuentro, cada persona que cruzaba su camino, estaba escrito en el destino.
—Podrán hablar de coincidencias, pero no es así —decía con convicción—. Algunos creen que se puede engañar al destino, pero nadie lo ha logrado. Todos guardamos secretos, enterrados en lo más profundo, que nadie debe conocer. Yo también los tengo, como cualquiera, pero prefiero que sigan ocultos.
Mientras miraba por la ventana un manzano silvestre en flor, recordaba un mayo igual de radiante. El aroma del jazmín inundaba el aire cuando Esperanza y su amiga Virtudes volvían del instituto. Era el último curso, y las chicas se preparaban para los exámenes. Desde niñas, habían sido inseparables, viviendo en la misma calle y compartiendo cada secreto. Virtudes era tímida y dulce, con mejillas sonrosadas como amapolas. Esperanza, en cambio, era vivaracha y audaz, siempre defendiendo a su amiga de cualquier broma pesada.
—Virtudes, ¿es que no sabes contestar? Si le das un buen golpe con el libro a ese Paco, dejará de atarte la coleta a la silla —le aconsejaba Esperanza.
Paco, el travieso de la clase, se sentaba justo detrás de Virtudes y, sin que ella se diera cuenta, le ataba la coleta al respaldo. Cuando intentaba levantarse, caía de nuevo en la silla, provocando las risas de todos. Claro que nadie sospechaba que Paco, en el fondo, estaba enamorado de ella.
—No puedo pegarle, Esperanza. Aunque se lo merezca, me da pena —respondía Virtudes con dulzura.
—Pues la próxima vez me ocuparé yo —replicaba Esperanza.
Al terminar el instituto, ambas ingresaron en la misma escuela de comercio, decididas a convertirse en expertas en mercancías. Seguían juntas, aunque Virtudes empezaba a perder algo de su timidez. Esperanza salía con un chico llamado Enrique, de otro grupo, mientras Virtudes prefería quedarse en casa.
—Virtudes, déjame presentarte a un amigo de Enrique. Es muy gracioso, siempre contando chistes —decía Esperanza entre risas—. Podríamos salir los cuatro.
—No, gracias. Ya sabes que yo quiero enamorarme de verdad, para siempre —respondía Virtudes.
—Pues así no encontrarás a nadie. ¿Vienes mañana al cine con nosotros? —insistía Esperanza.
Pero Virtudes no quería ser la tercera en discordia. Creía que su destino llegaría cuando tuviera que llegar.
Un día, Esperanza llegó de mal humor.
—¿Qué te pasa? —preguntó Virtudes, preocupada.
—He terminado con Enrique. Fuimos al cine y se puso a coquetear con otras. ¡Como si yo no estuviera ahí! Al final le dije cuatro cosas claras.
—¿Y qué dijo él?
—Me mandó a paseo. Pero yo también le dije lo mío. Se acabó —respondió Esperanza con rabia.
Enrique no volvió a acercarse, y aunque al principio le dolió, pronto lo superó. Cerca de graduarse, las amigas decidieron pasear por el parque. Era primavera, y el sol calentaba con suavidad. Virtudes llevaba un libro en la mano cuando, de repente, un joven la rozó sin querer, haciendo que se le cayera.
—Perdona, no fue mi intención —dijo el chico, recogiéndolo. Al ver sus risas, también sonrió—. Toma, lo siento de verdad.
—No pasa nada —respondió rápido Esperanza, mientras Virtudes callaba.
El joven era alto, de ojos azules y pelo ligeramente rizado. Sus miradas se encontraron, y en ese instante, ambos sintieron algo.
—Me llamo Jorge, pero prefiero que me digan Jorgito —se presentó.
—Yo soy Esperanza, y esta es Virtudes —contestó ella, estrechándole la mano.
A Esperanza le gustó Jorgito al instante, pero notó cómo Virtudes lo miraba con timidez, sus mejillas arreboladas.
—Ya veo, también le gusta —pensó—. Pero ella es demasiado tímida. No será problema.
Sin embargo, Jorgito no apartaba los ojos de Virtudes.
—Me encantaría acompañarlas, si no les importa —dijo, mirando a Virtudes, quien asintió con una sonrisa.
Durante el paseo, Esperanza hablaba sin parar, mientras Virtudes escuchaba en silencio. Jorgito, aunque respondía, no dejaba de mirar a Virtudes.
—¿Por qué no dices nada? —le preguntó.
—Estoy escuchando —respondió ella, ruborizándose.
Al despedirse, Jorgito les dijo:
—Mañana vamos al cine, ¿verdad? —guiñando un ojo a Virtudes.
Esa noche, Esperanza no podía dormir, pensando en Jorgito. Virtudes tampoco.
—¿De verdad existe el amor a primera vista? —se preguntaba—. Pero Esperanza no lo dejará escapar.
Al día siguiente, en el cine, Jorgito se sentó entre ellas. En la oscuridad, Virtudes sintió que él le tomaba la mano. No la apartó, y su corazón latía tan fuerte que temió que Esperanza lo oyera.
Al salir, Esperanza hablaba sin cesar, pero Virtudes caminaba en silencio, sintiendo ese hilo invisible que la unía a Jorgito.
—Virtudes, ¿puedo hablar contigo? —preguntó Jorgito al llegar a su casa.
Esperanza se sobresaltó:
—¿Y yo qué, me voy?
—Perdona, pero es algo importante —respondió él.
Esperanza lo entendió al instante. Dio media vuelta y entró furiosa en el portal.
—¡Menuda zorrita! ¿Qué le habrá visto a Virtudes? Bueno, ya veremos… —murmuró entre dientes.
Jorgito y Virtudes hablaron durante horas, sintiendo que habían encontrado a su media naranja. Esperanza, consumida por los celos, intentó separarlos.
—Jorgito, Virtudes no es quien crees. Antes de ti, estuvo con muchos —le mintió.
Él la miró fríamente:
—¿Por qué me dices esto, si es tu amiga?
—Porque te quiero —confesó ella.
Jorgito se marchó sin decir nada. Dos días después, Virtudes corrió a contarle a Esperanza que se iban a casar.
—Enhorabuena —murmuró Esperanza, fingiendo alegría.
Tres días después, encontró una carta de Jorgito en su buzón. Solo decía:
«No desafíes al destino. Solo te harás daño a ti misma».
Ahora, años después, Esperanza recuerda esas palabras. Quizá el destino ya estaba escrito, o quizá la vida le devolvió el mal que quiso hacer. Nunca encontró la felicidad; se casó dos veces, sin éxito. Ahora vive sola, sin hijos, comprendiendo demasiado tarde que el destino no se puede engañar.