Viernes, 18 de mayo.
La cena terminó en divorcio.
—¿Pero tú te has vuelto loco del todo? —Amalia tiró la servilleta sobre la mesa, haciendo tambalear la copa de vino hasta casi tirarla—. ¡Invitarle a ella aquí, a nuestra casa!
—Pili, cálmate —Rafael se ajustó nervioso la corbata—. No ha pasado nada grave. Una simple reunión de trabajo.
—¿Reunión de trabajo? —la voz de Amalia subió una octava—. ¿A las diez de la noche? ¿Con botella de cava y velas?
—Estábamos repasando el nuevo proyecto…
—¿Qué proyecto, Rafa? ¿Qué proyecto con esa… con esa Jimena?
Rafael apartó la mirada. Aún quedaban los platos de la cena sobre la mesa – había preparado paella con tanto esmero, queriendo agradar a su mujer. Y ahora todo se había torcido por una desafortunada llamada.
Amalia se levantó de la mesa y empezó a pasear de un lado a otro por la cocina. Cuarenta y tres años, pero aparentaba menos. Estilizada, cuidada, siempre pendiente de sí misma. Rafael solía decir a los amigos que él era un hombre con suerte.
—Escúchame con atención —se paró frente a él con las manos en las caderas—. No soy tonta, aunque tú me tomes por tal. Esa moza te llama todos los días, llegas tarde del trabajo, vienes a casa con su olor a colonia.
—Amali, exageras…
—¿Que exagero? —sacó el móvil del bolsillo—. ¿Y esto qué es? ¡Quince llamadas perdidas de ella solo hoy!
Rafael palideció. Se había olvidado de que Amalia veía todas las notificaciones de su teléfono a través de la cuenta familiar compartida.
—Era por trabajo…
—¡Por trabajo! —soltó Amalia una risa amarga—. ¿Los sábados, domingos, a medianoche? ¡Qué trabajo tan urgente es ese!
Rafael callaba, jugueteando con el tenedor. Veintidós años casados, y nunca la había visto en ese estado. Ni en los apuros económicos, ni cuando enfermó su madre; Amalia siempre se mantuvo entera. Ahora estaba al borde del colapso.
—Rafa —su voz bajó, pero se notaba el dolor—, yo veo lo que pasa. Te has enamorado de ella.
—No —negó con la cabeza, sin convicción ni para él mismo.
—¡No me mientas! ¡No te mientas a ti! Te conozco desde hace veintidós años, ¿crees que no me doy cuenta? Te iluminas cuando suena su llamada. Se te encienden los ojos cuando te preparas para el trabajo. Y cuando llegas a casa…
Amalia no terminó, pero Rafael entendió. Cuando llegaba, se volvía hosco, irritable. La casa le parecía aburrida comparada con la oficina, donde estaba Jimena.
—Pilar, hablamos con calma —rogó él.
—¿Hablar de qué? —se sentó frente a él—. ¿De cómo has cambiado tú? ¿De cómo ya no me ves? ¿De que llevamos un mes sin hablar de verdad?
Rafael la miró con atención. ¿Cuándo fue la última vez que le preguntó por su día? ¿Por sus cosas? Solo pensaba en Jimena.
—¿Es joven? —preguntó Amalia en voz baja.
—¿Qué importa eso?
—¿Cuántos años tiene, Rafa?
—Veintiocho.
Amalia asintió, como si se confirmaran sus peores temores.
—Claro. Y yo tengo cuarenta y tres. Ya te parezco vieja.
—No digas bobadas.
—¿Bobadas? —se levantó y se acercó al espejo del recibidor—. Mírame, Rafa. Estas patas de gallo, estas canas que disimulo cada mes. Y ella joven, guapa, sin hijos, sin problemas.
—Nosotros no tenemos hijos —recordó él.
—No —susurró Amalia—. Y es mi culpa. No pude dártelos.
—Pili, no…
—¡Sí! ¡Hay que decirlo! Llevo quince años culpable. Cada vez que veo niños pienso: ¿y si me reprocha Rafael no tenerlos? ¿Y si quiere irse con alguien que sí pueda?
Rafael se levantó para abrazarla, pero ella retrocedió.
—No me toques. Contesta con la verdad: ¿la amas?
Silencio. Rafael bajó la vista al suelo mientras Amalia aguardaba. En la cocina, el tictac del reloj de pared que compraron al tercer año juntos marcaba el tiempo.
—No lo sé —dijo al fin.
—¿No lo sabes o temes confesarlo?
—Amali, es complicado…
—Para mí no —se sentó y juntó las manos—. O me amas a mí, o a ella. No hay término medio.
Rafael se hundió en una silla cercana. Sentía la cabeza revuelta. Por un lado, su mujer, con quien vivió sus mejores años. Quien le apoyó siempre, creyó en él cuando montó su negocio. Por otro, Jimena, surgida en su vida hace medio año revolviéndolo todo.
—¿Y qué sientes cuando ella está cerca? —continuó Amalia—. ¿Qué te pasa?
—Me… me siento joven —confesó—. Como si volviese a tener veinticinco.
—¿Y conmigo?
—Contigo… me siento un marido.
—¿Y eso está mal?
—No, no está mal. Pero… es rutina.
Amalia asintió, como si obtuviera la respuesta crucial.
—O sea, soy una carga.
—No una carga. Eres una buena esposa, Pili. La mejor.
—Pero no la amada.
Rafael guardó silencio. ¿Qué podía decir? ¿Que la quería, pero de otro modo? ¿Que la respetaba y valoraba, pero que su corazón aceleraba con las llamadas de Jimena?
—Sabes —Amalia se levantó y empezó a recoger la mesa—, te entiendo. De verdad. Llevamos muchos años juntos, la rutina nos oxida, no queda romance. Y aparece una joven, guapa…
—Amali, no hables así de ti.
—¿Pues cómo? —se volvió—. Veo lo que ocurre. Vistes distinto, apuntado al gimnasio, te cambiaste el peinado. Todo por ella.
Era cierto. Con Jimena en su vida, Rafael cambió. Se cuidó, compró camisas nuevas, hasta cambió de colonia.
—Oye, ¿ella sabe que estás casado?
—Lo sabe.
—¿Y qué dice?
—Que no quiere romper una familia.
—Ya —soltó Amalia una risita sarcást
Cinco meses después, sentado en un pequeño apartamento junto al mar en Cádiz, Carlos hojeó distraídamente su diario hasta aquella entrada amarga y, al cerrarlo, un eco de la voz firme de Martina lo asaltó: “La libertad deseada solo pesa cuando se compra con ruinas”.
La cena terminó en una separación.
