La solución definitiva y acertada

La Única Solución Correcta

Isabel Martínez era una mujer severa y de carácter fuerte. La vida no le había regalado nada fácil: había pasado por dificultades y la pérdida de sus seres queridos. A sus cuarenta y nueve años, dedicaba su vida a cuidar animales abandonados.

La noticia de la muerte de su madre le llegó mientras trabajaba. Fue la vecina, a quien Isabel había pedido que la vigilara, quien la llamó.

—Isabelita, tu madre ya no está. Se echó una siesta después de comer y no despertó. He llamado a la ambulancia, pero ya no hay nada que hacer —dijo la vecina entre lágrimas.

Las desgracias nunca vienen solas

Después del funeral, Isabel no podía acostumbrarse a la ausencia de su madre. Le costaba no coger el teléfono para llamarla. Cada noche solían hablar, compartiendo noticias y preocupaciones. Los fines de semana, Isabel tomaba el autobús para visitarla, solo cuatro paradas más allá. Su madre vivía en un piso de dos habitaciones; su padre las había abandonado cuando Isabel tenía ocho años.

Poco a poco, aceptó su pérdida y registró el piso a su nombre. Antes, cuando su madre vivía, disfrutaban de una casita en las afueras, donde cultivaban un pequeño huerto. Ese lugar era su refugio, sobre todo en verano.

Dos años después de la muerte de su madre, otra tragedia golpeó a Isabel. Una llamada anónima una tarde le cambió la vida:

—¿Es usted Isabel Martínez? Debe acudir a identificar unos cuerpos —le explicaron—. Ha habido un accidente de coche. Entre los documentos encontrados figuraban los de su marido y su hijo.

No sabía cómo explicar el dolor que sintió al perderlos. El mundo perdió su color. Dejó de sonreír, como si hubiera olvidado cómo hacerlo. Vivía con la sensación de que solo se habían ido de viaje y volverían pronto.

—Dios mío, ayúdame a superar esto… No sé cómo seguir adelante. Me he quedado sola —rezaba en la iglesia, mirando fijamente los santos del retablo—. Mi vida es una noche interminable.

Pero una madrugada, despertó con una idea clara: construir un refugio para animales abandonados.

—Siempre los veo en la calle. A veces les doy de comer, pero no es suficiente. Un refugio les daría una vida digna. A mi marido y a mi hijo les habría encantado la idea; adoraban a los animales.

Vendió el piso de su madre y se dedicó a buscar patrocinadores, recorrió oficinas y trámites para conseguir los permisos necesarios. Isabel era una mujer decidida, y en ese proyecto encontró consuelo. Las tareas la mantenían ocupada, alejando la soledad.

Pronto, el refugio empezó a funcionar. Isabel se convirtió en su directora, rodeada de voluntarios. Perros y gatos llenaban los corrales, bien alimentados y cuidados. Entre los colaboradores estaba Lucía, una joven apasionada por los animales.

La Visitante Inesperada

Una mañana, mientras Lucía abría las puertas del refugio, apareció una anciana de pelo blanco, apoyada en un bastón y con una bolsa gastada. Tendría unos setenta y ocho años, quizá más. Caminaba despacio, como si cada paso requiriera esfuerzo.

Los perros ladraron al verla.

—Buenos días, cariño —dijo la anciana, dirigiéndose a Lucía—. ¿Puedo ver a los perritos?

—Claro que sí, pase, señora.

La mujer se acercó a los corrales, observando detenidamente a cada animal. Los más inquietos saltaban contra la reja, buscando atención. Quizá esperaban ser adoptados.

Lucía la siguió, ofreciéndole ayuda.

—¿Busca algún perro en especial? También tenemos gatos.

—Me llamo Carmen, Carmen López —respondió, mientras seguía recorriendo los corrales, murmurando cosas inaudibles.

Media hora después, se detuvo frente a un perro negro con una mancha blanca en la oreja derecha. Estaba sentado en un rincón, sin moverse.

—Es Carbón —explicó Lucía—. Llegó hace poco. Lo atropelló un coche. No sale del corral, tiene miedo.

—¿Y nunca sale? —preguntó Carmen.

—No. Está demasiado asustado.

—¿Puedo llevármelo a casa?

Lucía la miró con preocupación. Carmen parecía frágil, y Carbón necesitaba cuidados.

—Vamos a pensarlo. ¿Puede volver mañana?

—Sí, volveré —prometió la anciana antes de marcharse.

Al día siguiente, Carmen regresó, pero la respuesta fue negativa.

—Lo siento, señora López. No podemos darle a Carbón. Necesita mucha atención, y usted… no está para eso.

—Entiendo —respondió Carmen en voz baja, dando media vuelta.

Carbón Reconoció un Corazón Bueno

Aun así, Carmen volvió al refugio día tras día. Se quedaba frente al corral de Carbón, hablándole en susurros. El perro permanecía quieto, pero parecía escucharla.

Pasaron siete días. Isabel, al ver tanta insistencia, le dijo a Lucía:

—Vamos a abrir el corral. A lo mejor Carbón la reconoce.

Carmen entró y acarició al perro. Para sorpresa de todos, Carbón se levantó y salió, moviendo la cola. Era la primera vez que lo hacía. Caminó junto a Carmen, deteniéndose cuando ella necesitaba descansar.

Así empezó su amistad. Carmen visitaba el refugio cada día para pasear con Carbón. Rara vez hablaban; se entendían en silencio.

Hasta que un día, Isabel le propuso:

—Señora López, Carbón ya es suyo. Lléveselo.

—No puedo —respondió Carmen, con la voz quebrada.

—¿Por qué? Usted quería adoptarlo.

La anciana rompió a llorar. Lucía la llevó a una sala, le dio agua y la tranquilizó.

—Mi hija Mari quiere ingresarme en una residencia para vender mi piso. Dentro de tres días me llevará. No me dejarán quedarme con Carbón.

Isabel y Lucía quedaron horrorizadas.

—Hablaré con su hija —ofreció Isabel.

—No, por favor. No escuchará. Solo quiere el dinero —lloró Carmen.

Isabel insistió y fue a buscar a Mari, pero la encontró en un sótano, borracha y rodeada de maleantes. La situación era peor de lo que imaginaba.

La Solución Inesperada

De regreso a casa, Isabel lloró todo el camino. Vivía en una casa grande, construida por su marido. Al llegar, las lágrimas le quemaban las mejillas.

—He visto gente abandonar perros, pero a una madre… es la primera vez.

Esa noche, sin poder dormir, encontró la respuesta. A la mañana siguiente, esperó a Carmen en el refugio y la invitó a su despacho.

—Señora López, tengo una propuesta, y no puede rechazarla.

—¿Cuál? —preguntó Carmen, nerviosa.

—Véngase a vivir conmigo. Nos haremos compañía, y nos llevaremos a Carbón. Yo también estoy sola. No le diga nada a su hija.

—¡No, hija! No puedo aceptar —protestó Carmen—. Sería una carga.

—No lo será. Será como mi madre. La mía murió hace años.

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