Ni siquiera dijiste gracias

—¡Ni siquiera diste las gracias! —Madre, ¡por favor, otra vez estás con lo mismo! —replicó Javier con irritación, sin apartar la vista del móvil—. ¡Ya te dije que estoy ocupado!

—¡Muy ocupado él! —Dolores García golpeó la mesa con un trapo húmedo—. ¡Pronto cumplirás cuarenta y sigues como un crío! Javier, te ruego, ve a ver a la abuela. Me llamó ayer y dijo que se encontraba mal.

—Mamá, ¡tengo una reunión importante en una hora! —Por fin Javier apartó los ojos de la pantalla y miró a su madre—. Iré más tarde, esta tarde o mañana.

—Mañana, pasado mañana… —Dolores se sentó frente a su hijo y suspiró, cansada—. Tu abuela tiene ochenta y tres años y tú siempre encuentras excusas para no visitarla.

—¡No empecéis con la misma canción! —Javier se levantó, guardando el móvil—. ¡Estoy trabajando, ¿entiendes?! ¡Ganándome el pan! ¡No como algunos, que solo saben dar la lata!

Dolores se estremeció ante la grosería de su hijo, pero guardó silencio. Estaba acostumbrada a aquellas discusiones. Javier siempre era brusco, especialmente con las obligaciones familiares.

—Vale —dijo en voz baja—. Iré yo. Pero no tengo suerte: el coche está en el taller y en autobús se tarda dos horas solo para ir…

—¿Y qué? —Javier se ponía la chaqueta—. Pues ve en autobús, ¿qué tiene de malo? ¡O llama un taxi!

—En taxi sale caro, hijo. La pensión es poca, ya lo sabes.

—¡Lo sé, lo sé! —Javier estaba ya en la puerta—. Escucha, mamá, hablamos luego, ¿de acuerdo? ¡En serio, voy con prisas!

La puerta se cerró de golpe. Dolores se quedó sola en la cocina, donde aún flotaba el aroma del cocido que había preparado para él. Javier ni siquiera lo probó.

Se asomó a la ventana y lo vio subir a su nuevo coche. Bonito, un coche caro. Javier se sentía orgulloso, siempre alababa sus ventajas a los conocidos. Pero a su abuela… no podía llevarla. No tenía tiempo.

Rebuscó en su bolso hasta sacar una cartera gastada y contó el dinero. En taxi hasta casa de la abuela sí que costaba mucho. Tendría que ir en autobús.

Tomó la bolsa de obsequios para su suegra, se anudó el pañuelo en la cabeza y salió a la calle. La parada del autobús quedaba a quince minutos andando. Dolores caminó despacio, deteniéndose a veces para tomar aliento. Su corazón últimamente le daba problemas, pero no había ido al médico. No tenía tiempo… y le daba pena el gasto.

En la parada esperó media hora. Llegó un autobús abarrotado; Dolores apenas consiguió colarse. El viaje fue largo, con trasbordos. Los jóvenes iban con auriculares, absortos en el móvil. Nadie cedió su asiento a la mujer mayor.

Al fin llegó al pueblo donde vivía la abuela de Javier. La casita, vieja y humilde, estaba en las afueras, rodeada por un jardín descuidado. Dolores abrió la verja y caminó por el sendero hacia la entrada.

—¡Abuelita! —llamó, golpeando la puerta—. ¡Soy yo, Dolores!

La puerta no se abrió de inmediato. Carmen Sánchez, madre de su difunto marido, apareció en el umbral apoyada en un bastón. La anciana había adelgazado desde su último encuentro.

—¡Dolores! —Se alegró al verla—. ¡Qué bien que hayas venido! ¡Pasa, pasa!

—¿Cómo estás, abuelita? —La abrazó Dolores, besándola en la mejilla—. ¡Pero si estás en los huesos!

—Ay, cómo voy a estar… —Carmen la acompañó a la salita—. Es que no tengo apetito. Y no duermo bien. Me duelen muchas cosas…

—¿Has ido al médico?

—Sí, sí. Dicen que es la edad. Qué le vamos a hacer, con ochenta y tres años. —La anciana invitó a sentarse a su visita—. ¿Quieres un té?

—Claro que sí. —Dolores sacó de la bolsa fiambreras con comida—. Te traje cocido, también unas croquetas y empanadillas de atún.

—¡Ay, gracias, cariño! —Carmen sonrió aliviada—. ¿Y Javier? Hace mucho que no lo veo.

Dolores guardó silencio mientras servía el té.

—Trabaja mucho, abuelita. Tiene muchos asuntos.

—Ya veo —asintió la anciana—. Un hombre ha de trabajar. Pero… —calló un momento, luego añadió en voz baja—: Pero lo echo de menos. Es mi único nieto.

—Lo sé,
Al día siguiente, mientras Iker conducía hacia su lucrativo trabajo en un moderno edificio del centro de Madrid, entre pitidos de tráfico y pensamientos sobre inversiones, una imagen se impuso bruscamente en su mente: el palpitar frágil, fatigado y eternamente paciente del corazón de su abuela Petrona, sonando cada vez más débil en su vieja casa de Alcalá de Henares, y de repente, sin que nadie en el caos de la Gran Vía pudiera adivinarlo, decidió en silencio que aquella tarde, después de la última reunión, tomaría la autovía de vuelta, simplemente porque dentro de su corazón, por fin, un latido sincero respondía al suyo y comenzaba a pagar una deuda de amor desconocida.

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MagistrUm
Ni siquiera dijiste gracias