Despedida emocional

La noche cerrada y oscura se desvanecía, acercando el inevitable momento de la despedida. Amanecía. Berta había pasado toda la noche velando junto al ataúd de su difunto marido, recordando su vida con Joaquín. Ambos ya habían entrado en la vejez.

“Joaquín vivió setenta y seis años, podría haber vivido más si no fuera por la enfermedad”, pensaba Berta para sí, ella tres años más joven.

“Fuiste un buen hombre y padre, Joaquín”, murmuró en voz alta mientras lo miraba. Ya clareaba y su rostro se distinguía mejor que bajo la tenue luz de las velas. “Sobre todo, fiel… y tentaciones no te faltaron… ay, qué rápido pasa la vida.”

Toda la noche los recuerdos le revolvieron el alma, como si pasara las páginas de un libro, hoja tras hoja, llenas de penas y alegrías. Larga vida juntos, cincuenta y tres años… no era poco.

Cuando Joaquín entendió que ya no se levantaría, le repetía a su esposa:

“Bertita, Dios me castiga por mis pecados, parece que no viví como debía, no pensé bien…” Pero ella lo calmaba.

“No te atormentes, Joaquín, tuviste una vida buena. No bebiste, no anduviste de juerga como otros, nos quisiste a mí y a nuestra hija. Ni sabes lo que dices, ¿qué pecados?” Y él la escuchaba y se serenaba.

Ya era de día, en la cocina trabajaba su hija Lucía, venida sola de la ciudad. No tenía marido, hacía años se divorció, y su niña, la nieta de Berta, acababa de tener su segundo hijo, por eso no vino. No se despediría del abuelo. Bueno, al menos de pequeña pasaba aquí todos los veranos.

Así fue, Lucía voló del hogar, única hija viva. Dos hijos se les habían ido, uno al día de nacer, el otro a la semana. Cuánto cuidó Berta a su niña, cómo la protegió. Pero Dios le concedió vida.

Antes de terminar el instituto, Lucía anunció:

“Queridos padres, después del cole me voy a la ciudad, no quiero vivir en el pueblo. Sé que soy vuestra única hija y debería cuidaros, pero allá la vida es más interesante.”

“Bueno, no me parece mal”, aceptó al instante su padre. Su madre, en cambio, se llevó a los ojos el pico del pañuelo que llevaba en la cabeza.

“Ay, hijita, ¿y cómo nos las arreglaremos sin ti?”, quiso llorar, pero Joaquín le lanzó una mirada firme.

“No seas así, mujer, que la niña se abra camino. No es cosa que se quede aquí. Que salga adelante.”

Berta, en el fondo, entendía, pero dar el paso de dejarla ir sola le daba miedo. Lucía se marchó, estudió comercio y se hizo experta en ventas. Después se casó y ya no volvió bajo el techo familiar.

Berta y Joaquín vivieron casi toda su vida juntos, trabajando en el campo, en armonía y sin peleas. Al envejecer, traían a la nieta en verano. Pero ella creció y casi olvidó el camino. Tenía su vida, aunque los abuelos la echaban de menos.

“La llevábamos a la siega, le encantaba bañarse después en el río. Berta esbozó una sonrisa al recordar cómo la niña chillaba cuando su abuelo la llevaba al agua para enseñarle a nadar… y vaya si aprendió.”

“Mamá, ¿en qué piensas?” Lucía se había acercado sin que se diera cuenta.

“En nada, solo recuerdos. Quédate conmigo, despidámonos de tu padre en silencio antes de que llegue la gente. Los vecinos no nos dejarán despedirnos en paz. Joaquín era respetado, nunca hizo mal a nadie, al contrario. Todos vendrán.”

Lucía se sentó junto a su madre, se acurrucó y la abrazó.

“Qué bien, hija, que fueras igualita a tu padre. Con el tiempo sus rasgos se borrarán de mi memoria, pero te tengo a ti… Te pareces tanto.” Berta hablaba con tristeza, balanceándose.

“Mamá, ¿cómo os conocisteis? Nunca hablamos de eso.”

“Bueno, Luci… Fue raro, se me pegó. En cuanto me vio en la capital, se aferró para toda la vida…”

“¿Cómo? ¿Qué hacías allá?”

“Trabajaba en el campo, siempre fui de las mejores. Me mandaron a un encuentro de trabajadores ejemplares, hasta me dieron un diploma y un reloj. Nadie en el pueblo tenía reloj, y a mí me dieron uno. ¡Cuánta alegría! Nos llevaron de excursión, había gente de toda la provincia, pocos hombres entre tantas mujeres.”

Después de la excursión, fuimos al comedor, ahí conocí a Joaquín. Estaba en la mesa de al lado, no me quitaba ojo, hasta me incomodó. Alto y bien plantado, pero mal vestido… ropa sucia, arrugada. Ahí supe que nadie lo cuidaba. En el pueblo ya casi no quedaban jóvenes, todos se iban a la ciudad o al servicio militar…

Berta suspiró hondo, reviviendo aquel encuentro. Al salir del comedor, un hombre la siguió:

“Llévame contigo, me llamo Joaquín, ¿y tú?”

“Berta” —respondió seria—. “Ni sabes en qué perdido pueblo vivo, tú eres de ciudad. ¿Cambiarías esto por mi aldea?”

“Me voy igual, soltero y sin ataduras. Me voy, Bertita.” Desde entonces siempre la llamó así. Y se fue con ella. A Berta le gustó al instante. Joaquín llegó al pueblo, fue a su casa y sin rodeos dijo a sus padres:

“Buenos días, pido la mano de su hija. Perdonen la prisa, no tengo tierra ni casa. Pero Bertita me ha robado el corazón. Prometo ser un marido trabajador y cariñoso.”

Los padres se quedaron pasmados.

“Lucía, te fuiste a un encuentro de trabajadores y volviste con un novio” —dijo el padre.

“Cosas que pasan…” —respondió ella bajando la mirada—. “Pero estoy de acuerdo.”

Aceptaron, la boda sería el sábado. Los padres vieron que era buen hombre y se pusieron manos a la obra. ¿Boda en el pueblo? Todos los vecinos, grandes y chicos, reunidos en el patio alrededor de una mesa. Después vinieron los días normales, la vida en familia.

Fueron felices. Paseaban juntos, y las vecinas cuchicheaban:

“Qué marido se agenció Berta…” —decían a sus espaldas—. “Alto y guapo, seguro que cae en tentaciones. O las mujeres en él…”

“Ya verán, vecinas, pronto andará detrás de viudas. Guapo como es, no resistirá.” Así hablaba doña Rosario, mirando a Joaquín.

Llegaban esos rumores a oídos de Berta, pero no les daban importancia. Joaquín no veía a nadie más que a ella. Solo la mala suerte con los hijos les hizo sufrir. Pero Lucía nació sana.

“Bertita, cuánto quiero a nuestra hija, cuánto te quiero. Ni sé qué sería de mí sin ti. Fue como un rayo, algo me empujó hacia ti. No hay otra mujer para mí. Solo tú.”

Berta le creía. Aunque hubo motivos para celos. Una vez, durante la siega, vio a Mari Carmen rondando a su marido, bien conocida en el pueblo por su vida ligera. Guapa, sí, pero su marido se ahogó en el río una primavera.

Las mujeres la odiaban, seducía a los hombres, y algunas esposas iban a sacar a los suyos de su casa, donde siempre había aguardiente. No pocas veces le arrancaron mechones, pero ella seguía igual.

A Joaquín lo miró desde la boda de BertaEl tiempo pasó, y aunque Berta sintió el vacío que dejó Joaquín, encontró consuelo en los recuerdos y en la certeza de que algún día volverían a estar juntos.

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