Querido diario,
—¡Gema! ¡Gema, ¿dónde anda esa mujer?!— el grito de Álvaro llegaba desde el salón con urgencia. —¡Ven enseguida, que es importante!
—¡Voy, voy!— contestó Gema Mendoza, secándose las manos en el delantal. —¿Qué pasa? ¿Se incendia algo?
—¡Al contrario! ¡Mejor! ¡Mucho mejor!— mi marido se acercó corriendo cuando entré, me cogió por los codos. —Escucha esto. ¿Te acuerdas de Serrano, mi antiguo jefe? El que se jubiló el año pasado.
—Claro, ¿qué le pasa?— Gema se puso alerta. Cuando Álvaro se agitaba así, solía traer problemas.
—¡Me acaba de llamar! Vende su piso en el centro, uno de tres habitaciones. Y nos lo ofrece a nosotros. ¡Por una miseria, Gema! Dice que nos lo deja a mitad de precio, por aquel favor que le hice. ¿Te acuerdas cuando le coloqué a su sobrino en la empresa?
Gema se dejó caer despacio en el sillón. Los pensamientos le daban vueltas en la cabeza como copos en una ventisca.
—Álvaro, ¿qué piso? ¿De qué hablas? ¡No tenemos ese dinero!
—¡Ahí está el detalle!— Álvaro se sentó en el brazo del sillón, hablando rápido, excitado. —Serrano dice que podemos pagar a plazos. Cuotas pequeñas, no tiene prisa. Él se muda al pueblo con su hija, no necesita el piso en la ciudad. Gema, ¿entiendes lo que esto significa? Llevamos toda la vida apretados en este de dos dormitorios, ¡y ahora esta oportunidad!
—Álvaro, espera…— Gema se frotó las sienes. —¿Para qué queremos uno de tres dormitorios? Los niños son mayores, viven por su cuenta. Este nos sobra.
—¡¿Cómo que para qué?!— Álvaro se levantó y empezó a pasear por la habitación. —Gema, ¡tú que eres lista! Cuando vengan los nietos, ¿dónde van a dormir? Y cuando seamos muy mayores, a lo mejor los niños vienen a vivir con nosotros, a cuidarnos. ¡O contratamos a una cuidadora, que también necesita su habitación!
Gema miraba en silencio a su marido. Treinta años casados, y seguía siendo el mismo soñador. Siempre le parecía que la gran felicidad andaba cerca, solo había que alargar la mano.
—¿Cuánto dinero hace falta?— preguntó con cautela.
—Bueno, la entrada es poca, unos tres mil. Luego mensuales de quinientos.
—¡¿Tres mil euros?!— Gema estuvo a punto de saltar. —¡Álvaro, estás loco! ¿De dónde sacamos tanto dinero?
—Ahí, Gema, lo tengo pensado— Álvaro se sentó a su lado, tomándole las manos. —¿Te acuerdas de la sortija que me dejó mi madre? La de la abuela, con el diamante. Me la tasaron en el banco, vale unos cuatro mil justo. La vendemos, ¡y nos alcanza!
Gema apartó las manos de golpe.
—¿La sortija?! ¡Álvaro Mendoza, ¿qué estás diciendo?! ¡Es el recuerdo de tu madre! ¡Te la dio en su lecho de muerte!
—¿Y qué?— Álvaro se encogió de hombros. —Mamá quería que viviéramos bien. ¡Y así lo haremos! ¡En un piso grande, en pleno centro!
—¿Y si no podemos con los pagos? ¿Si pasa algo? ¿Si nos ponemos enfermos, o pierdes el trabajo?
—¡No pasará nada!— rechazó el marido con un gesto. —Gema, ¡es una oportunidad! ¿Lo entiendes? ¡Estas cosas pasan una vez en la vida!
Gema se levantó y se acercó a la ventana. Afuera llovía, regueros turbios resbalaban por el cristal. Igual que sus pensamientos: todo revuelto, nada claro.
—Álvaro, ¿has hablado con los niños? ¿Qué dirán?
—¿Qué van a decir? ¡Se alegrarán! ¿Te imaginas la cara de Silvia? Y Alberto, ¡qué orgulloso estará de que sus padres vivan en el centro!
Silvia, la hija mayor, trabajaba de maestra. Siempre ocupada, siempre cansada. Alberto, el pequeño, se fue a Madrid después de la mili y rara vez llamaba. ¿Se alegrarían del nuevo piso? Gema lo dudaba.
—Escucha— dijo ella, sin girarse—, ¿y si no nos precipitamos? Pensémoslo más, consultemos…
—¿Consultar con quién?!— Álvaro alzó las manos. —¡Gema, Serrano se va mañana al pueblo! ¡Hay que decidir hoy! ¡Si no, otro se lo lleva!
—¿Y por qué nos lo ofrece a nosotros?— preguntó Gema de repente. —¿No tiene otros amigos?
—Bueno… Dice que somos gente de fiar. De toda la vida.
Algo en la voz de Álvaro hizo a Gema volverse. Él evitaba su mirada, jugueteaba con el borde del mantel.
—Álvaro, ¿me estás diciendo toda la verdad?
—¡Claro! ¿Qué voy a ocultar?
—No sé. Pero siento que te guardas algo.
Álvaro calló un momento, luego suspiró hondo.
—Vale. Hay un pequeño problema. El piso… bueno, no está en el estado ideal. Necesita reforma. Una buena reforma.
—¿De qué tamaño?
—Bueno, cambiar la fontanería, la instalación eléctrica. Quizá los suelos. Y el papel pintado, claro…
—¡Álvaro!— Gema volvió a sentarse. —¡Eso cuesta más dinero! ¡Mucho más!
—¡Pero después viviremos como reyes!— insistió Álvaro con brío. —Gema, ¡toda la vida soñé con un piso así! ¡En el centro, con techos altos, molduras!
Y así, entre goteras y deudas, descubrí demasiado tarde que el mayor error fue cambiar lo esencial por una ilusión que jamás debió tentarnos.