En la escuela, Romualdo nunca destacó por su buen comportamiento, aunque sacaba las mejores notas. Los profesores lo elogiaban por sus estudios, pero lo reprendían a menudo por su conducta. Era un chico guapo, y las chicas se le pegaban como moscas, algo de lo que él se aprovechaba, cambiando de novia con frecuencia.
María estudiaba con él desde primer curso. Ya en sexto, de pronto se dio cuenta de que estaba demasiado gorda. Siempre la habían llamado *gordinflona*, y aunque estaba acostumbrada a los insultos, cuanto más crecía, más le dolía. Sobre todo cuando empezaron los primeros coqueteos entre compañeros. Las chicas cuchicheaban en los recreos sobre qué chico les había hablado, las había empujado o les había tirado del pelo.
A María nadie la empujaba. Ningún chico le hablaba, solo le lanzaban su odioso apodo por costumbre. En casa, lloraba de rabia.
—Mamá, ¿por qué tengo que ser tan gorda? ¿Por qué soy la única así en clase? —preguntaba entre lágrimas.
—Hija mía, no te preocupes tanto. Cuando crezcas, cambiarás. Ahora eres solo una niña —intentaba consolarla su madre, aunque sabía que su hija era, en efecto, bastante gruesa.
Romualdo se esforzaba más que nadie en humillarla. Era el chico guapo, y en los cursos superiores, cuando salía con la presumida y cruel Luisa, siempre apoyaba sus burlas hacia María. Quizás lo hacía para impresionarla. Se mofaban de ella sin piedad, y María aguantaba en silencio, con lágrimas rodando por sus mejillas redondas.
Los años pasaron y el colegio terminó. Los compañeros se dispersaron: Romualdo estudió Arquitectura, Luisa se fue a una escuela de moda y María ingresó en la Universidad Politécnica. Tras la graduación, nunca más se volvieron a ver.
Romualdo regresaba del lago al final del parque. Celebraba un ascenso con sus amigos, todos alegres y ruidosos por el vino. De pronto, notó a una mujer sola junto al agua, dándole migas a los patos. Ella también lo miró, y él se hundió en sus ojos azules, cálidos, que lo hipnotizaron al instante. Se separó del grupo y se acercó, extendiendo la mano.
—Romualdo. ¿Y el nombre de la hermosa desconocida? ¿Paseamos? ¿O nos casamos directamente? —Le entregó su tarjeta. Ella dudó, lo miró con extrañeza, pero la aceptó antes de girarse y marcharse.
Él corrió tras ella.
—Señorita, si la he ofendido, discúlpeme. He bebido demasiado. Quizás pueda compensarlo. Llámeme, se lo ruego.
Al día siguiente, Romualdo no apartaba los ojos del teléfono. Tras el almuerzo, llegó un mensaje: *María*. Se alegró como un niño y la invitó a cenar esa misma noche. Esperó con un ramo de flores, nervioso, hasta que por fin la vio llegar. María sonreía. La cena fue perfecta.
Día tras día, Romualdo descubría nuevas virtudes en ella. Era amable, culta, le encantaba tejer, hacía deporte y jugaba al tenis. Se enamoró perdidamente, aunque a sus veintiocho años había tenido muchas mujeres. Incluso vivió dos años con una novia, pero la relación fracasó. Pensó que aún no estaba listo para el matrimonio.
*María es distinta*, pensaba. *Aunque tiene mi edad, parece más joven. Podría pasar por veinticuatro*.
Todo en ella le gustaba, excepto una cosa: su profunda religiosidad. Iba a misa dos veces al mes. Él temía preguntarle el motivo.
*Quizás arrastra heridas del pasado. Es reservada, por eso no sube fotos juntos. Pero con el tiempo se abrirá*, se consolaba.
Llevaban seis meses saliendo cuando él le propuso vivir juntos.
—Perdóname, Romualdo, pero es pronto. Sabes que soy creyente. No fanática, pero respeto las tradiciones. Solo viviré con un hombre si estamos casados.
Él no se ofendió. Al contrario, admiró su firmeza. Era otra prueba de que María era diferente. La vida seguía su curso, cada uno ocupado en su trabajo. Tras un proyecto agotador, Romualdo la invitó a escaparse a otra ciudad.
—¡Vamos! —aceptó ella alegre—. ¿Tres horas en coche?
—Cuatro. No me gusta correr.
Hablando y riendo sin parar, llegaron rápido. Cenaron en una taberna, y de pronto él propuso:
—Cásate conmigo, María. Ahora mismo buscamos una joyería y te compro un anillo.
Ella frunció el ceño.
—Ya te dije que soy creyente. Ni siquiera has pisado una iglesia. Para esto, primero debes confesarte, arrepentirte y pedir mi mano a mis padres. Eso es importante para mí.
—Pero ni siquiera me has presentado a tus padres… —empezó él, hasta que vio las cúpulas de una iglesia—. Vamos —la tomó de la mano.
En la entrada, le dijo:
—Ahora mismo me confieso y hablo con el padre.
Antes de que ella protestara, entraron. El sacerdote estaba junto al altar. Romualdo se acercó, habló de confesión e incluso de boda.
El sacerdote negó con la cabeza.
—Para casarse, hay que prepararse. Pero si desea confesarse, adelante.
La confesión fue breve. Romualdo mencionó unos pocos pecados, y el sacerdote lo absolvió.
Emocionado, él volvió a pedirle matrimonio a María. Ella, en silencio, salió de la iglesia. Él la siguió.
—¿Por qué no has dicho nada?
—No puedo mentir bajo la cúpula —respondió ella—. ¿De verdad no me recuerdas? Soy María Solís, tu compañera del colegio.
Él la miró atónito, esforzándose por recordar. Un zumbido llenó su cabeza. Buscó un banco y se sentó.
—Ahora sí. Lo recuerdo… pero entonces tú eras… —calló, temiendo ofenderla.
—Cuarenta kilos menos —murmuró ella.
Romualdo calló, avergonzado. Su pasado lo alcanzaba. Entendió entonces su reserva, su negativa a presentarle a sus padres. Incluso recordó cuando, en octavo curso, el padre de María lo agarró por la camisa y le advirtió:
—Si vuelves a molestarla, te las verás conmigo. ¿Entendido?
Desde entonces, Romualdo dejó de insultarla.
—Sí, cambié —continuó ella—. Hice deporte, encontré a Dios. Un sacerdote me guio. Dijo que debía perdonar, no guardar rencor. Por eso creo, ayuno, camino en vez de usar el coche… Y cuando te confesaste, ni siquiera mencionaste lo que me hiciste.
—María, perdóname —suplicó él, destrozado.
—Me matabas poco a poco. Nadie sabe cómo me sentí. Y ahora, en la iglesia, entendí que no puedo estar contigo. No te he perdonado, aunque sé que debo hacerlo. Quizás Dios me perdone a mí… pero yo no puedo.
Se alejó. Romualdo se quedó en el banco hasta que el sacerdote salió, lo llevó adentro y le sirvió té. Escuchó su verdadera confesión.
Al salir, ya era de noche. Miró al cielo y, por primera vez, rezó con esperanza:
—Señor, ayúdame. Que María me perdone. Te lo ruego.
Al llegar a casa, llamó a María, pero su teléfono estaba apagado. Solo le quedaba la fe. Quizás Dios le mostraría el camino para que ella, algún día, lo perdonara.