Lo superaremos
Cuando las lágrimas se acaban, cuando ya no quedan fuerzas para soportar el dolor de la pérdida, hay que obligarse a vivir. Vivir a toda costa, para llevar bondad y felicidad a quienes nos rodean. Y, sobre todo, saber que alguien te necesita.
Alejandro y su esposa Lucía lloraban junto a la cama de su hijo en el hospital, donde habían llevado a su hijo de trece años, Pablo, después de que un coche lo atropellara. Era su único hijo, un niño inteligente y bondadoso, al que adoraban.
—Doctor, díganos, ¿sobrevivirá nuestro Pablo? —preguntaba Lucía, mirando con esperanza a los ojos del médico, que evitaba su mirada sin prometer nada.
—Hacemos todo lo posible —fue la única respuesta del doctor.
Alejandro y Lucía no eran ricos, pero estaban dispuestos a conseguir el dinero que fuera necesario con tal de salvar a su hijo. Sin embargo, ni el dinero ni el amor de sus padres podían salvarlo. Pablo estaba inconsciente, y le quedaba muy poco tiempo.
En la habitación de al lado estaba Mateo, un chico de catorce años. Era un niño del orfanato, y la vida no había sido fácil para él. Se sentía débil, le costaba respirar, y sabía que no le quedaba mucho tiempo. Para un chico como él, con un corazón enfermo que podía detenerse en cualquier momento, no había donantes.
Cuando el médico anciano se acercaba, evitando mirarlo a los ojos, le decía siempre lo mismo:
—Todo irá bien, Mateo. Encontraremos un corazón para ti. Solo tienes que esperar y tener fe.
Pero Mateo ya sabía que el médico solo intentaba consolarlo. No lloraba.
—El tiempo pasa y nada cambia —pensaba—. Hay que aceptarlo. Miro por la ventana, veo el cielo azul, la hierba verde, el sol que calienta a todos… pronto ya no lo veré.
Lo visitaban la cuidadora y la directora del orfanato, también con palabras vacías, evitando su mirada:
—Todo mejorará, hay que tener esperanza.
Mateo asentía, sin decirles que ya lo entendía todo.
Una vez, fingiendo estar dormido, escuchó a la cuidadora hablar con el médico:
—Si hay alguna posibilidad, salven a Mateo. Es un buen chico. Sé que encontrar un donante no es fácil, pero si surge la mínima oportunidad…
—Usted sabe que no depende de mí —respondió el médico con un suspiro—. Ojalá pudiera ayudarlo.
Mateo respiraba con dificultad. Cerraba los ojos y pensaba:
—Cuando llegue el momento, solo espero que no duela…
Su amigo Javier, del orfanato, lloraba al visitarlo. Mateo lo tranquilizaba:
—No te preocupes, Javier. Seguro que hay algo después. Nos volveremos a ver, aunque no sea pronto.
Mateo reflexionaba sobre la vida como un adulto.
—Sé que mi vida pende de un hilo, que puede terminar en cualquier momento. Qué pena no volver a ver la lluvia cálida, el sol brillante, o el crujir de la nieve en invierno.
No esperaba milagros. Cuando el médico se acercó esta vez, lo miró directamente a los ojos:
—Prepárate, Mateo. Operación mañana. Confío en que todo saldrá bien.
Mateo se quedó pensativo. Ya no creía en nada. No sabía que, en el despacho del médico, los padres de Pablo vivían su propia tragedia. Lucía gritaba desconsolada:
—¡Jamás permitiré que le den el corazón de mi hijo a otro!
Alejandro callaba, igual de indeciso. El médico insistía:
—Su hijo no sobrevivirá. Pero pueden darle vida a otro niño. El tiempo corre.
Alejandro lo miró, con los ojos nublados:
—De acuerdo. Que el corazón de mi hijo lata en otro niño.
Lucía no dijo nada. Le dieron un sedante.
En el quirófano, Mateo cerró los ojos sin miedo. Pensaba en reunirse con sus padres, muertos en un accidente años atrás. No le explicaron que recibiría un corazón nuevo.
Al despertar, vio al médico mirándolo fijamente, sin apartar la vista:
—Todo salió bien. Ahora sí, todo irá bien.
Por primera vez, Mateo sintió esperanza.
Los padres de Pablo esperaron fuera. Sabían que su hijo se había ido, pero querían creer que su corazón seguiría latiendo en otro niño.
El médico salió y les dijo:
—La operación fue un éxito. Gracias por darle una oportunidad a Mateo.
Lucía rompió a llorar. Alejandro no pudo hablar.
Con el tiempo, Mateo se recuperó. Conoció a los padres de Pablo, que lo visitaban a diario. Un día, Alejandro y Lucía le dijeron:
—Mateo, queremos adoptarte. Si aceptas.
No sabía si alegrarse o pensarlo más, pero no quería volver al orfanato.
—Acepto —respondió en voz baja.
No sabía lo difícil que había sido esa decisión. Lucía al principio se negó, pero el corazón de Pablo en Mateo la convenció.
Al principio, fue difícil. Lucía comparaba constantemente a Mateo con Pablo, y el chico se sentía culpable.
—Pablo lo hacía mejor —decía ella, llorando.
Una noche, después de una discusión, Lucía se fue a casa de su madre.
Mateo le dijo a Alejandro:
—Lléveme mañana al orfanato. No quiero separarlos.
Alejandro lo abrazó. En sus ojos vio la misma bondad que tenía Pablo.
—No, Mateo. Somos hombres. Lo superaremos.
Vivieron juntos, compartiendo todo. Pero ambos extrañaban a Lucía.
—Mañana es su cumpleaños —dijo Alejandro.
Mateo lo miró serio, algo cambió dentro de él. Lo abrazó y dijo:
—Papá, mañana volveremos a mamá a casa.
Alejandro lloró. No supo si por la palabra “papá” o por la esperanza de reunir a su familia.
Al día siguiente, fueron a buscar a Lucía.
—Mamá, vuelve a casa. Te extrañamos —dijo Mateo, entregándole flores—. Feliz cumpleaños.
Lucía se quedó sin palabras. Lo abrazó, llorando:
—Perdóname, hijo mío. Claro que vuelvo.
Mateo había recibido un milagro: una vida nueva, unos padres que lo amaban. Y él los amaba también. Y todo, gracias a un niño que ya no estaba.