LA HIJA

**La Hija**

—¿Por qué dejan salir solas a chiquillas tan jóvenes? —murmuró León mientras frenaba al ver a dos adolescentes haciendo autostop. Hacía años que no pasaba por ese pueblo, perdido entre las montañas, casi como un callejón sin salida.

—¿Adónde van? —preguntó, asomándose por la ventana.

—¡Hasta Valdepeñas! —respondieron. No tendrían más de trece o catorce años: vaqueros ajustados, camisetas, chaquetas ligeras y flequillos rubios que enmarcaban miradas inocentes.

—No es cerca, pero bueno, voy por ahí. Suban.

Una vez dentro, León no pudo evitar sermonearles. —Sois muy jóvenes para ir haciendo autostop. No me conocéis y os habéis subido así como si nada.

—Es que no hay autobús, señor. Fuimos al pueblo de al lado y tuvimos que volver en coches de paso.

—Igual deberíais haber esperado el autobús. —Al girarse, sus ojos se encontraron con los de una de las niñas: azules, sinceros, de esos que creen en la bondad de todos.

—¿Y vuestros padres dónde están?

—Es la primera vez que lo hacemos. Pero usted es bueno, se nota.

—Vaya criaturas… ¿Cómo sabéis si soy bueno? —León sintió un leve cosquilleo de orgullo—. Aunque es cierto, lo soy. Pero no os subáis con cualquiera, ¿entendido?

—Sí, señor.

Podría haberlas dejado en la carretera, el pueblo ya se veía a un kilómetro. Pero, sintiéndose protector, continuó.

—No tenemos mucho dinero… —murmuró una, nerviosa.

—No hace falta.

Dejó a Lucía en la primera calle, pero a María, la otra, la llevó hasta su casa. Hasta se arrepintió de no haber regañado a los padres de Lucía por dejarla ir sola.

—Aquí es —dijo María, señalando una casa modesta, los ojos brillando como si llevase semanas fuera—. Le traeré dinero.

—No hace falta. Un vaso de agua sí. ¿Tus padres están?

—Deberían… —En ese momento, la cancela se abrió. Una mujer de pañuelo y ropa de trabajo, como recién salida de la huerta, se acercó al coche.

—¿Qué es esto? ¿Por qué no viniste en autobús? —preguntó, alarmada.

—Por eso digo. Dos niñas solas en la carretera no es seguro —intervino León.

—Siempre van al pueblo en autobús —se justificó la mujer—. Gracias por… —La frase murió en sus labios al ver cómo León se quitaba la gorra. Su rostro se tensó—. ¿León? ¿Eres tú?

—Sí… ¿Vero? Vero Ramírez… No te reconocí.

—Tampoco eres un chaval, que se te ve la calva.

León se ruborizó ligeramente. —¿Esta es tu hija?

—Sí, León. Mía —respondió, mirando a la niña—. María, entra, la comida está servida.

La niña obedeció, pero no sin antes lanzarle una última mirada curiosa al conductor.

—Mía. Nunca la abandoné, al contrario que tú.

León parpadeó, desconcertado. —No fue exactamente así…

—Claro que sí. Dijiste que era mi problema. Por eso me fui.

—No esperaba esto. Solo la traje. ¿Cuántos años tiene?

—Catorce. ¿No ves que se te parece?

León tragó saliva. —¿Y qué quieres?

—Nada. Nunca te pedí nada y no voy a empezar ahora. Solo quería que lo supieras.

—Pues me voy. —Arrancó el coche, pero Vera golpeó el cristal.

—Gracias por traerla —dijo con voz firme—. Después de tantos años… Qué ironía. Al menos una vez en la vida sirvió de algo ser su padre.

No supo qué contestar. Condujo en silencio, reprochándose su torpeza. Sabía que Vera había criado sola a la niña, pero siempre hizo como si no fuera con él.

Recordó su vida actual: cómoda, con una esposa empresaria dueña de dos tiendas. Criaban al hijo de su primer matrimonio, pero ella nunca mencionó tener más. Pensó en los ojos de María, tan parecidos a los suyos.

Por un instante, consideró volver, pero el recuerdo de la mirada de Vera —fría, distante— lo detuvo. Y entonces pensó en su esposa, la autoridad indiscutible en casa. Y el miedo, el mismo de hace catorce años, volvió a apoderarse de él.

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—¿Quién era ese? —Miguel salió del huerto, frunciendo el ceño—. ¿Te trajo un desconocido?

—Papá, no volveré a hacerlo —prometió María—. Iba con Lucía, y el señor era buena persona.

—No nos asustes así —dijo Miguel, secándose el sudor—. Tu hermano pequeño te mira, hay que dar ejemplo.

—Miguel, ven —llamó Vera a solas—. Era su padre. El biológico.

—¿Y lo sabe?

—Ahora sí.

Miguel suspiró. —Ella sabe que es adoptada… Podemos decírselo. No creo que me quiera menos.

María salió corriendo y los abrazó a ambos. —¡Os echaba de menos!

—Si solo ha sido un día —rió Miguel.

—Pero os quería ver.

—Te creo, hija —respondió, abrazándola con fuerza.

Hoy aprendí que el pasado siempre vuelve, aunque sea por un instante. Y a veces, solo a veces, nos recuerda lo que pudimos ser.

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