**Imperturbable**
Tras el divorcio y la repartición del piso, Lucía tuvo que mudarse a las afueras de la ciudad. Le tocó un apartamento de dos habitaciones que parecía no haber visto una reforma en décadas. Al menos, esa fue su primera impresión. Pero Lucía era de esas mujeres que no se asustaban de nada, endurecida tras años de matrimonio con un marido tiránico.
Antes de comprar ese piso, había visto muchas opciones, pero todas eran demasiado caras. Esta, al menos, le convenía.
—Aquí vivía mi abuela —explicó la joven vendedora, una chica agradable y simpática—. Mis padres la llevaron a vivir con ellos porque está muy enferma, y decidieron vender el piso. Aunque está un poco lejos… A mí no me sirve. Además, mi padre me prometió ayudarme a comprar uno más cerca de ellos.
Lucía la observaba mientras la chica continuaba:
—Sé que necesita reforma, pero si le interesa, podemos negociar el precio.
Así fue como Lucía adquirió aquel piso, a pesar de su evidente deterioro. Otro punto a favor era que su oficina quedaba a solo tres paradas de tranvía. Así, el trayecto no le llevaba más de cuarenta minutos.
Fernando, su exmarido, era un verdadero déspota. Ella lo había entendido demasiado tarde, pasados ya cinco años de matrimonio y con un hijo en común. La idea del divorcio surgió tras una de sus habituales discusiones. Lucía era una mujer hogareña, hacendosa. En su casa reinaba el orden y la comodidad, pero cuando Fernando llegaba ebrio, todo volaba por los aires: platos en la cocina, jarrones en el salón, ropa por doquier.
—¡No te quedes ahí sentada! ¡Levántate y ordena esto! —le gritaba él una vez pasaba su arrebato.
Le gustaba ver a Lucía limpiando, y la vivienda no era pequeña. Había comprado el piso contiguo, fusionando ambos en uno más amplio. Ella lo había llenado de calidez, siempre mantenía todo impecable y cocinaba con gusto. Pero esos arranques de rabia de su marido eran insoportables. Por suerte, nunca le había levantado la mano.
Al principio, sus crisis eran esporádicas, pero con los años se volvieron más frecuentes. Cuando su hijo se marchó a estudiar a Barcelona, decidió pedir el divorcio. Pasó por mucho, pero al fin estaba sola en su nuevo hogar. Se esforzó para que Fernando no supiera dónde vivía ahora. El dinero le alcanzó para comprar el piso y, además, le sobró para la reforma. Se tomó dos semanas de vacaciones para dedicarse a ello.
—Puedo hacerlo yo misma. La fontanería está bien, se nota que la cambiaron hace poco. Empapelar las paredes y pintar algunos muebles no será difícil. Y si acaso, buscaré a algún profesional por los anuncios. Aunque lo primero será el techo —murmuró, mirando las grietas en el yeso.
Encontró un especialista enseguida y, en pocos días, el techo estuvo listo. Compró papel pintado y pegamento, y se puso manos a la obra con energía, pues lo hacía para ella. Su amiga Laura la ayudó a empapelar. Cuando terminaron, ambas estaban encantadas.
—Lucía, ¡esto ha quedado precioso! Luminoso, limpio, acogedor… Solo falta cambiar el suelo, poner laminado, mejor si es claro. Se lo diré a mi Antonio, él sabe hacerlo bien. Lo hizo en casa y quedó genial. Y te saldrá más barato. Él mismo lo compra y lo trae.
—Es verdad, Laurita, pero antes de ocuparme del suelo, quiero pintar los radiadores. No me gustan así, los dejaré del mismo color que las paredes.
—Bueno, me voy a casa. Hablaré con él. Luego haremos una fiesta de inauguración cuando todo esté listo —rió su amiga.
Cerca de su edificio había una pequeña ferretería, pero Lucía nunca había entrado. Sin embargo, podía comprar allí la pintura en lugar de ir a un gran almacén. El local estaba medio a oscuras.
—¿Es que ahorran en luz? —pensó al entrar.
Tras el mostrador, un vendedor removía lentamente el contenido de un bote.
—Buenos días —saludó Lucía, y el hombre alzó la vista.
Quedó muda. Frente a ella estaba un hombre guapo, de pelo claro y ojos azules, que le recordaba a algún actor. Incluso en aquella penumbra, lo distinguió bien. Y entonces recordó lo que había pensado antes, preguntándose qué podría ofrecerle aquel barrio periférico. Y ahí estaba…
—Buenos días —respondió él—. ¿Qué necesitas?
—Pintura… ¿Tienen del color marfil?
—¿Qué tipo? ¿Esmalte, al óleo…?
—Ay, no sé.
El vendedor la guió hacia un estante y, mostrándole varios botes, le explicó:
—Esta es buena para madera, y esta vale para tuberías…
—Yo quiero pintar los radiadores —aclaró Lucía.
Él le entregó el bote, ella pagó y salió del local rápidamente. Mientras subía a su piso, se maldijo por no haber sido capaz de entablar conversación con aquel hombre atractivo.
—Siempre igual. En cuanto alguien me gusta, me pongo nerviosa. Y tenía la excusa perfecta…
Imaginó pedirle ayuda para pintar los radiadores, pero no pasó de ser una fantasía. Se puso manos a la obra con tal ímpetu que, al caer la tarde, ya estaba todo listo.
Se encerró en la cocina, donde tenía una cama plegable mientras duraba la reforma, y abrió la ventana de par en par.
—Qué agradable es aquí por las noches, tan tranquilo… Nada que ver con el centro —pensó mientras se dormía—. Mañana terminaré de pintar aquí y listo.
A la mañana siguiente, tras desayunar, tomó el pincel, pero estaba seco. Lo había dejado olvidado la noche anterior.
—Bueno, pues toca volver a la ferretería —se dijo, sin poder evitar la ilusión de ver de nuevo al vendedor.
Allí estaba, en su puesto.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó él con cortesía.
—Parece que no me reconoce —pensó Lucía—. ¿Por qué está tan oscuro aquí? Es difícil ver bien los productos —se atrevió a decir.
—Pregúntame lo que necesites, te lo explicaré todo —respondió él con serenidad.
—Se me ha secado el pincel.
—Llévate aguarrás —contestó en el mismo tono impasible.
—Vale —murmuró ella, desanimada. Pagó y salió del local.
Su educación era fría, pero Lucía no se preocupó. Pensó:
—No importa. Todavía no me conoces, pero a mí me gustas mucho.
Estaba segura de que volvería a aquella tienda más veces y que encontraría alguna excusa. No se le pasó por la cabeza que pudiera estar casado o tener hijos. Aunque, por su aspecto, debía de rondar los cuarenta, como ella.
Al tercer día, regresó a la ferretería.
—Buenos días —saludó, esta vez sonriendo—. Ya casi soy cliente habitual —bromeó.
—¿En qué puedo ayudarte? —repitió él con la misma calma.
—Dos bombillas de cien vatios —respondió, y su buen humor se esfumó cuando él, sin más, le dijo el precio.
Pagó y se marchó.
—¿Qué pasa aquí? ¿Es que no me reconoce? Yo ensayando cómo hablarle, y él como si fuera un mueble.
Al cuarto día, entró decidida y, desde la puerta, anunció alegre:
—¡Hola! Soy yo otra vez. ¿Me recuerda? —y sin dejarle responder—¡Claro que sí, Lucía! —respondió por fin él, rompiendo su serenidad con una sonrisa cálida que iluminó sus ojos azules—, esperaba que volvieras.