La soledad no trae felicidad.

En la soledad no hay felicidad

Regina Martínez, una mujer ya entrada en años pero con brillo en la mirada, lavó su taza de té después del desayuno, preparó un café con calma y dirigió su vista hacia la ventana.

—Cuántos años viendo lo mismo. El reloj, el cristal de la ventana, el libro abierto en el alféizar y la soledad. Cuánto echo de menos a mi marido, que me dejó tan pronto—, pensaba con frecuencia.

Hace diez años enterró al amor de su vida. El dolor se atenuó con el tiempo, pero la soledad seguía siendo difícil de aceptar. Los primeros años sentía su presencia cerca, pero luego aquella sensación se desvaneció. Un día, al darse cuenta, reflexionó:

—Los seres queridos no se van de casa, simplemente desaparecen del alma, poco a poco.

Últimamente, la soledad la agobiaba. Incluso había pensado en buscar a otro hombre que también estuviera solo. Observaba a su alrededor, sin prisa, deteniendo su mirada en algún que otro viudo.

—¿Y si hay alguien con mi misma suerte? ¿Otra alma solitaria como la mía? Quizás…—. Con esos pensamientos, olvidaba su soledad por un momento, imaginándose sentada junto a un hombre, sintiendo cómo en su corazón cansado brotaba una melodía tierna.

Desde hacía tiempo, había reparado en un coronel viudo que vivía en el edificio de al lado. Su amiga Ángela compartía rellano con él, y su marido, José, era buen amigo del militar retirado.

Ángela ya le había hablado del vecino:

—Juan también está solo, fíjate, Regina. También es viudo. Tiene una hija, pero vive lejos, con su propia familia. Lo visita poco. Es un hombre serio, pero con José se llevan bien. Hasta salen a pescar juntos. Míralo bien, mujer. ¿A qué vas siempre del brazo de la soledad? Mejor en pareja…

—No sé, Ángela. ¿Cómo voy a ser yo quien dé el primer paso? Además, ese tipo de iniciativas deben venir de ellos—.

Así era su educación. Antigua profesora de lengua y literatura, una mujer culta y elegante, de trato amable y conversación interesante.

Juan Esteban, efectivamente, era coronel retirado. Delgado, alto, canoso y con gafas. Caminaba erguido, casi sin flexionar las rodillas, como si desfilase. Pero era un viudo atractivo. Regina lo seguía con la mirada cada vez que pasaba, saludándolo con un gesto.

—Buenos días—. Ella correspondía.

A veces le lanzaba una mirada cargada de intención, pero él parecía impasible. Las vecinas del banco del portal no paraban de hablar de él. Claro, no solo lo comentaban, pero si aparecía, las conversaciones se avivaban.

—Dicen que ese coronel sufrió una herida en la cabeza durante su servicio en una zona conflictiva y que le afectó los sentidos—, decía una.

—¡Qué cosas dices! —la interrumpía Valentina—. A mi hijo le contaron que pasó tanto tiempo mirando por visores que su vista se resintió. Por eso lleva gafas.

—Pues yo oí que tiene un problema… ya sabes —susurraba otra, soltera y recién jubilada, siempre en busca de compañía.

Los rumores sobre el coronel no cesaban. Quizás porque era soltero y las mujeres disponibles abundaban. Regina también pensaba en él a veces.

—Este Juan Esteban es un misterio. ¿Qué hará en casa solo? Tal vez lea, como yo. Aunque es militar, quizá le gusten las películas bélicas. A mí también me gustan. Si es así, ya tenemos algo en común. Y me encantan los poemas…

—Anochece. Frescor, llovizna. Transeúntes escasos en el callejón. No espero a nadie. Tú no vendrás… —. Le atraían los versos sobre la soledad. ¿Sería por estar tanto tiempo sola o por su temperamento sentimental?

Así transcurría su vida. Hasta que una tarde sonó el teléfono. Sobresaltada —había estado absorta en un libro—, vio que era Ángela.

—Regina, buenas tardes. ¿Qué haces? Espera, ya lo sé: estás con un libro en las manos—, se rió la amiga.

—Adivinaste —respondió ella—. ¿Qué voy a hacer por las noches? Veo la tele, a veces navego por internet, pero prefiero leer. Ya lo sabes.

—Pues José y yo estamos planeando algo. Por eso te llamo… ¿No te acuerdas? ¡Mañana es mi cumpleaños!

—¡Ay, perdona! Se me había olvidado —reconoció Regina, avergonzada.

—No te preocupes. Te invito a cenar en casa. Solo estarán unos cuantos amigos.

—Claro que iré. No faltaría más.

Al día siguiente, Regina se preparó para la cena. Se miró al espejo: arruguitas alrededor de los ojos, alguna que otra línea de expresión.

—Bueno, aún no estoy acabada. Es la elegancia de la edad —se sonrió.

Al anochecer, caminó hacia el edificio de al lado. Había comprado un regalo por la tarde. Al llegar, vio que los invitados ya estaban sentados a la mesa. Y, ¡oh, suerte!, el coronel también estaba allí.

—Pasa, pasa —dijo Ángela, tomándola de la mano y sentándola junto a Juan Esteban.

—Buenas noches —saludó a todos.

Al entrar, le pareció que el coronel la había mirado con interés. Llevaba puesto su mejor vestido, un suave perfume envolviéndola. Se sentó a su lado.

La velada tomó ritmo. José, gran animador, brindó por su esposa con palabras bonitas. Al otro lado de Juan estaba Tamara, otra vecina, soltera y de formas generosas, vestida con un traje de volantes que ondeaba con cada movimiento. También llevaba tiempo observando al coronel, incluso le había llevado alguna tarta. Él nunca la rechazaba.

—Gracias. Está deliciosa —respondía siempre.

Regina notó las miradas de Tamara hacia Juan. Sintió un pinchazo en el pecho, pero apartó el pensamiento.

Sonaron las felicitaciones, las risas. Luego, José puso música. Algunos se levantaron a bailar. Regina esperaba. Tal vez el coronel la invitase. Pero fue Tamara quien lo arrastró a la pista. La música era lenta. Regina intentó no mirar, pero sus ojos la traicionaban. Tamara se acercaba demasiado. ¿O lo imaginaba?

Al terminar, Juan volvió a sentarse junto a ella. Sintió su muslo caliente rozando el suyo. Lo miró y encontró sus ojos cálidos, oscuros.

Su corazón dio un vuelco. Hacía tanto que ningún hombre la miraba así que hasta tembló levemente. Él lo notó.

—Perdone, no quise incomodarla—.

—No es nada—, respondió ella, dulcemente.

Sonó otra canción. Esta vez, el coronel se adelantó a Tamara.

—¿Me permite este baile? —dijo con firmeza, tomándola de la mano.

Su corazón bailó de alegría. Él la guió con seguridad, con ese porte militar. En los giros, la atraía hacia sí, susurrándole cumplidos y sonriendo.

—Qué fuerte es… qué sonrisa más cálida. Nunca lo había visto sonreír así—. Los pensamientos se agolpaban en su mente.

Se olvidó de todo. Solo existían ellos dos. Intuyó que él también sentía algo. La miraba con admiración, y ella se deleitaba, aunque algo cohibida. Hasta que, de pronto, captó la mirada furiosa de Tamara.

—Mira cómo se mueve con él —pensaba Tamara—. Como si fuera una diosa. Y él… nunca me ha mirado así. Es injusto. ¡Llevo años intentándolo!

Pero Juan no se daba cuenta. Su alma seY así, entre risas y miradas cómplices, Regina y Juan encontraron en el crepúsculo de sus vidas un amor que iluminó sus días, demostrando que nunca es tarde para volver a ser felices.

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La soledad no trae felicidad.