Jimena esperaba junto a la ventana de la cocina, mordiendo un trozo de pan duro con mantequilla mientras observaba el patio vecino. La mañana era gris y lluviosa, como su estado de ánimo durante las últimas semanas. Tras el cristal, una figura conocida apareció: Ana Martínez caminaba hacia el portal cargada con pesadas bolsas de la compra.
—Madre, tu vecina vuelve sola con las compras —gritó Jimena hacia la habitación, donde Carmen García, sentada a la mesa, hojeaba una vieja revista—. ¿La ayudo?
—¿Qué vecina ni qué niño muerto? —refunfuñó la mujer sin levantar la vista—. Una señora cualquiera. Que le ayude su hijo.
Jimena hizo una mueca pero calló. Carmen últimamente andaba de mala leche, como un erizo al que es mejor no tocar. Y eso que antes era la primera en echar una mano si alguien del edificio pasaba apuros.
—Su hijo trabaja en Alemania, ya lo sabes —dijo Jimena, poniéndose la chaqueta—. Voy al súper y le echo un cable con las bolsas.
—Anda, la caritativa —masculló Carmen—. Todos menos yo te importan.
Jimena se detuvo en la puerta, mirando a la mujer que llamaba madre desde hacía más de cuarenta años. Delgada, con cabello cano recogido en un moño apretado, Carmen parecía especialmente frágil en aquel sillón. Las arrugas de su rostro se habían marcado más y sus manos temblaban al pasar las páginas.
—¿Te traigo algo? —preguntó Jimena con suavidad.
—Nada necesito. Vete ya, si tanto empeño tienes.
En el rellano, Jimena se topó con Ana Martínez, que jadeaba intentando recuperar el aliento.
—Ana, déjeme ayudarle —ofreció Jimena, cogiendo una de las bolsas.
—¡Ay, qué niña más buena! —suspiró la vecina aliviada—. Las fuerzas ya no son lo que eran. Cosas de la edad.
Subieron despacio, parando en cada descansillo.
—¿Y cómo está su Carmen? —preguntó Ana con cuidado—. Hace que no la veo.
—Oh, va tirando —respondió Jimena evasiva—. Buenos días tiene y otros menos buenos.
—Entiendo, entiendo. Mi hermana también… —Ana calló, pero Jimena supo a qué se refería.
Después de dejar las bolsas en el piso de Ana, Jimena volvió a casa. Carmen seguía en el sillón, pero ya no leía. Miraba fijamente al vacío, como buscando algo.
—Madre, ¿probamos un té? —propuso Jimena quitándose la chaqueta.
—Madre… —repitió Carmen con un tono extraño—. Me llamas madre.
Jimena se quedó helada. Aquel tono la alertó.
—Pues claro, madre. ¿Cómo si no?
—Pero yo no soy tu madre —dijo en voz baja, volviéndose hacia ella—. Nada tuyo soy.
Jimena sintió un nudo en el estómago. Ahí estaba. Lo que temía desde meses atrás. Lo que evitaba mirar cuando veía cómo Carmen a veces la observaba con desconcierto.
—¿Qué dices, madre? —Jimena se agachó junto al sillón, tomándole la mano—. Naturalmente que lo eres. Como no hay otra.
—No —negó Carmen tercamente—. Ahora recuerdo. Todo lo recuerdo. Tú no eres mi hija. Eres… ajena.
Un nudo le apretó la garganta a Jimena. Sabía que llegaría este día. Los médicos advirtieron que la enfermedad avanzaría, que la memoria fallaría más. Pero no estaba preparada para que Carmen recordase justo eso.
—Madre, escúchame —comenzó Jimena, forzando la calma en su voz—. Sí, llevas razón. No me diste a luz tú. Pero me criaste. Me quisiste. Para mí eres mi madre.
—Crié… —Carmen frunció el ceño, como intentando recordar—. Sí, te crié. Te trajeron… tan pequeñita. Llorabas sin parar, no querías comer.
—Sí, madre. Tenía tres años.
—Tres… —repitió Carmen—. ¿Y tu verdadera madre? ¿Dónde está?
Jimena cerró los ojos. Siempre evitó esta charla. Carmen nunca dio detalles, y Jimena no preguntó. Le bastaba tener una madre que la quería.
—No sé, madre. Nunca me lo contaste.
—No te lo conté… —Carmen reflexionó—. A lo mejor hice bien. Nada bueno hubo en aquello.
Jimena esperó, temiendo moverse. Carmen guardó silencio largo rato antes de hablar:
—Era mi amiga. Tu madre. Se llamaba Dolores. Juntas estudiamos en la academia, luego trabajamos en la misma fábrica. Guapa, alegre. Los hombres iban tras ella como moscas a la miel.
Jimena escuchó conteniendo la respiración. Por primera vez en cuarenta años oía hablar de su madre biológica.
—Se casó joven, te tuvo. Pero su marido resultó… un granuja. Bebía, pegaba. Ella se fue de casa, pero ¿a dónde iba con una niña? Vivía como podía, en casa de unos y otros. Luego conoció a otro hombre, que quiso casarse con ella, pero odiaba los niños.
—¿Y me dejó con vosotros?
—Te trajo. Dijo: “Carmen, ayúdame. Un tiempo, hasta que me aclare”. Pero ella… —Carmen calló, como temiendo continuar.
—¿Qué pasó, madre?
—
Valeria comprendió que ninguna enfermedad podría arrebatarles los recuerdos tejidos con paciencia y cariño durante décadas de complicidad.