La Hija

—¿Y por qué dejan que niñas tan jóvenes vayan solas, haciendo autoestop? —Leonardo frenó al ver a dos adolescentes agitando los brazos desesperadamente. Hacía años que no pasaba por el pueblo vecino, no tenía necesidad. Además, el lugar quedaba apartado, como metido en un callejón sin salida, más allá solo montañas.

—¿Adónde necesitan ir? —preguntó Delgado, asomándose por la ventana.

—¡Hasta Valdeherreros, por favor! —Las chicas tendrían unos 13 o 14 años. Vaqueros ajustados, camisetas, chaquetas ligeras, flequillos rubios y miradas inocentes.

—No es cerca, pero bueno, voy en esa dirección. Suban.

Apenas se sentaron, Leonardo empezó con el sermón—le encantaba dar lecciones. —Sois demasiado jóvenes para ir haciendo autoestop así. Ni siquiera me conocéis y ya os montáis en el coche.

—Señor, es que no hay autobús. Fuimos al centro comarcal y tuvimos que volver en autoestop. Ahora lo mismo.

—Igual deberíais haber esperado el autobús —Leonardo se giró y sus ojos se encontraron con los de una de las chicas: azules, sinceros, de esos que creen todo lo que les dicen.

—¿En qué estaban pensando vuestros padres?

—Es la primera vez que lo hacemos. Pero usted es buena gente, se nota.

—¡Vaya crías! ¿Qué sabéis vosotras si soy buena gente? —A Leonardo le halagó el cumplido infantil— Aunque… es cierto, soy un tipo estupendo —admitió—. Pero que no se os ocurra subir con cualquiera, ¿entendido?

—Sí, señor.

Podría haberlas dejado en la carretera—el pueblo se veía a un kilómetro—, pero sintiéndose paternal, desvió el camino.

—No llevamos mucho dinero —susurró una de las chicas, nerviosa—. Puede parar aquí, llegamos andando.

—¡Ni hablar! Os dejo donde toca.

A Lucía la dejó en la primera calle, pero Adriana vivía casi en el centro. Hasta le dio pena no ver a los padres de Lucía para darles un rapapolvo.

—Ahí está mi casa —Adriana señaló, los ojos brillándole como si llevara semanas fuera—. Le traeré el dinero.

—Guárdate el dinero, tráeme un vaso de agua. ¿Están tus padres?

—Deberían estar… —Justo entonces se abrió la cancela. Una mujer joven, con pañuelo en la cabeza y ropa de trabajo—recién salida del huerto— se acercó al coche.

—¿Esto qué significa? ¿Por qué no vinisteis en autobús? —preguntó alarmada.

—Eso mismo digo yo: dos chiquillas haciendo autoestop, qué imprudencia. No se puede dejar solas a las niñas, aunque sea cerca.

—Siempre van al centro comarcal en autobús —se defendió la mujer—. Gracias por… —Se interrumpió. El conductor se quitó la gorra y no hubo duda: era Delgado. Habían vivido en el mismo pueblo años atrás.

—¿Leo? —Ella se quitó el pañuelo, mirándolo fijamente.

—Sí, Leonardo… Y tú… Sara Mendoza… Vaya, casi no te reconozco, has cambiado.

—Tampoco sigues siendo un chaval, ya se te ve la calva, y eso que no tienes edad.

Delgado se ruborizó un poco. —¿Esta es tu hija?

—Mía, Leo, mía —se volvió hacia la niña—: Adriana, entra, que la comida se enfría.

La niña lo miró con curiosidad antes de desaparecer.

—Claro que es mía, yo no la abandoné como hiciste tú.

Leonardo parpadeó, sorprendido, luego titubeó.

—Bueno, eso es discutible, hubo conversaciones, pero nunca se supo nada…

—¿Que no se supo? Tú mismo dijiste que era mi problema. Así que decidí irme y ver qué pasaba.

—Igual es una casualidad, solo la traje, ¿cómo iba a saberlo? ¿Cuántos años tiene Adriana?

—Catorce. ¿No te das cuenta de que se parece a ti? Al principio no lo notaba, pero al verte hoy… es evidente.

—¿Y qué quieres que haga? —Leonardo ya tenía un pie en el coche.

—Nada, Leo. Nunca te rogué y no pienso empezar ahora. No necesitamos nada de ti. Solo quería que lo supieras.

—Pues me voy —arrancó el motor, pero Sara se acercó y golpeó el cristal.

—Gracias por traerla —dijo con sinceridad—. Después de tantos años coincidir así… quizá solo pasa una vez. Pero gracias, hiciste bien en traerla hasta aquí. Al menos una vez en la vida sirvió para algo ser el padre biológico. —Se alejó, haciendo un gesto con la mano.

Leonardo no supo qué responder. Partió con el corazón acelerado, reprochándose no haber reaccionado mejor. Corrían rumores de que Sara había criado al niño sola, y él fingía que el asunto no iba con él. Se justificaba diciendo que todo fue muy rápido.

Recordó su vida actual. Vivía bien, su mujer era empresaria—tenían dos tiendas, él ayudaba—. Pero no habían tenido hijos juntos. Criaba al hijastro de su esposa, pero ella no parecía interesada en tener otro. Demasiado ocupada. Suspiró al recordar los ojos de Adriana—sus ojos.

Pensó en volver algún día, pero desechó la idea al recordar la mirada de Sara—el pasado estaba muerto. Y al pensar en su mujer—el pilar incuestionable de la familia— volvió a asustarse, igual que catorce años atrás.

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—¿Quién era ese? —Miguel salió del huerto al ver el coche desconocido—. ¿Adriana ha venido con un extraño? ¡Adriana, ven aquí!

—Papá, no lo haré más, estaba con Lucía y el señor era buena gente, solo nos acercó.

Miguel se secó el sudor—: No nos des estos sustos. Tu hermano pequeño te mira, das ejemplo. De ahora en adelante, solo con nosotros o en autobús.

—Miguel, ven un momento —llamó Sara en voz baja—. No voy a ocultártelo: era su padre biológico. Ya sabes de él. Casualidad que pasara por aquí.

—¿Sabe que Adriana es su hija?

—Ahora sí. Lo siento, pero tenía que saberlo.

—¡Pues vaya! Yo la he criado, llevándola al cole, a reuniones… y ahora aparece este.

—Tranquilo, siempre fue un cobarde. No dirá nada ni volverá, solo le remorderá la conciencia… o quizá no. ¿Crees que debíamos decírselo a Adriana?

—Ella sabe que es adoptada… No creo que me quiera menos por esto. —Miguel se sentó en el banco del patio—. Confío en ella, lo sé.

Adriana salió corriendo y los abrazó a ambos. —¡Os echaba de menos! —exclamó.

—¿En un solo día? —rió Miguel.

—Os lo juro.

—Te creo, hija —la abrazó, sonriendo.

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La Hija