**La Inquieta**
Desde pequeña, Isidora soñaba con ser médico. Vivía con sus padres en un pequeño pueblo de Castilla, y cada mañana recorría tres kilómetros hasta la escuela en el pueblo vecino, donde también estaban el ambulatorio, la oficina de correos y hasta tres tiendas.
La escuela era grande y nueva, e Isidora estudiaba con entusiasmo, todo se le daba con facilidad. Iba a terminar quinto curso.
—Isi, despierta, ¿qué haces ahí tumbada? —le gritó su madre al entrar en casa con un cubo de leche recién ordeñada—. Vas a llegar tarde. Te desperté cuando salí al establo.
—¡Ay, madre, es verdad! —saltó Isidora de la cama, y en dos minutos se lavó, vistió, agarró la mochila y salió corriendo sin desayunar. Su madre, Leonor, apenas tuvo tiempo de envolverle un par de buñuelos y metérselos en la mano.
Correr tres kilómetros hasta la escuela no era poca cosa. Lo hacía contando los postes del tendido eléctrico, sola, porque los demás niños ya se habían ido. Cuando se cansaba, aminoraba el paso, pero pronto volvía a echar a correr.
—Voy a llegar tarde —pensaba, preocupada.
Entró en la escuela justo cuando sonó el timbre, subió corriendo al segundo piso y se coló en el aula. Apenas se había sentado cuando entró la señorita Carmen, su profesora de lengua y literatura.
—Isidora, parece que te perseguían —susurró su compañera de pupitre, Marisol—. ¿Es que te has dormido? Nunca te pasa eso.
—Sí, me quedé frita —contestó en voz baja, y comenzó la clase.
El día transcurrió como siempre. Al terminar, Isidora volvió al pueblo con las demás chicas. Luego les alcanzaron los chicos, empujándose y gastando bromas. Llegaron riendo a casa.
Al abrir con la llave que escondían bajo el porche, se descalzó en la entrada y entró corriendo. A esas horas, la casa solía estar vacía. Su padre trabajaba en el campo, y su madre, de cartera. Iba a dirigirse a su habitación cuando oyó una tos desgarradora desde la pequeña habitación del fondo. Se quedó helada.
—¿Quién es? —pensó—. ¿Un duende? Su madre le había hablado de ellos, pero ella nunca lo había creído.
Entró en su cuarto y cerró la puerta. Mientras se cambiaba, escuchaba. Al salir, volvió a oír la tos: era un hombre.
—Mi padre no está… ¿Quién puede ser? —No se atrevía a mirar, la habitación estaba cerrada con una cortina.
Comió algo rápidamente y salió de casa, esperando encontrar a su madre repartiendo el correo. No la vio, así que se sentó en un banco. Pasó Miguel, el vecino, que iba a segundo de la ESO.
—Miguel —lo llamó—, necesito que entres conmigo en casa. Alguien tose ahí dentro y mis padres no están.
Miguel asintió y entraron. Todo estaba en silencio hasta que, de nuevo, la tos. Isidora señaló la cortina. Miguel la apartó con cuidado, y juntos vieron a un hombre demacrado en la cama.
—Buenas tardes, ¿quién es usted? —preguntó Isidora desde detrás de Miguel.
—Soy Genaro —contestó él con voz ronca—, tu tío.
Isidora no recordaba a ningún Genaro. Cerraron la cortina y salieron.
—Bueno, era tu tío, nada de qué asustarse —dijo Miguel—. Me voy, que mi madre me espera.
Isidora apenas pudo esperar a que llegara su madre para preguntarle por aquel hombre.
—Es mi hermano pequeño, Genaro —le explicó—. Pasó muchos años en prisión. Ha vuelto enfermo. Eras muy pequeña cuando lo viste por última vez. Vino casi sin fuerzas, pero tu padre dijo: «Que se quede aquí, a ver si se recupera». Pero no sé… no creo que viva mucho.
Genaro, el hermano menor de Leonor, había sido un muchacho rebelde. A los dieciséis, con otros chicos, robó en una tienda del pueblo. No había dinero, pero se llevaron dulces, galletas, cigarrillos y vino. Lo escondieron en una choza abandonada en el monte, y hasta se emborracharon. Los pillaron pronto, y a Genaro le dieron tres años. Cumplió en un reformatorio, y al cumplir los dieciocho, lo trasladaron a prisión. Allí se metió en más líos, y así pasaron los años. Ahora volvía a los veinticinco, más muerto que vivo.
Isidora no podía dormir, escuchando la tos de su tío. Recordó que en el pueblo vivía la abuela Asunción, conocida por sus remedios con hierbas.
—Iré a verla mañana —pensó—. A lo mejor sabe qué hacer.
Al día siguiente, tras la escuela, fue a casa de la anciana.
—Buenas tardes, abuela, necesito salvar a mi tío. Está muy enfermo.
La anciana la hizo sentar, le sirvió té y le ofreció pastas.
—Cuéntame, niña —dijo, y Isidora lo explicó todo.
La abuela Asunción escuchó, tomó unos saquitos del estante y escribió instrucciones en un papel.
—Aquí tienes todo lo que necesita. Infusiones, cómo prepararlas… Está todo escrito.
—Gracias, abuela —respondió Isidora, y salió corriendo.
En casa, su madre asintió en silencio cuando le enseñó las hierbas. Leonor no creía en esos remedios, pero dejó que su hija lo intentara.
Cada mañana, Isidora se levantaba temprano, preparaba las infusiones y las dejaba en una mesita junto a la cama de su tío.
—Vaya, Isi, qué testaruda eres —decía Genaro, mirándola con cariño. Sabía que solo ella creía que sobreviviría.
Isidora volvió a ver a la abuela Asunción, que la felicitó por su dedicación.
—Haz que se levante poco a poco. Que camine descalzo; la tierra da fuerza.
Y así fue. Genaro empezó a sentarse en la cama, luego a ponerse de pie… Poco a pCon los años, Genaro recuperó su salud por completo, fundó una familia feliz y, cada vez que veía a Isidora, le recordaba entre risas cómo su “pequeña doctora testaruda” le había devuelto la vida.