LA ALEGRÍA INESPERADA
En la universidad, ninguno de sus colegas sabía —ni habría creído— que el marido de Valeria Jiménez era un borracho perdido. Era su triste secreto y su amarga cruz.
Valeria, profesora, catedrática y jefa de departamento, era admirada por su profesionalidad. Tenía una reputación intachable. Todos la veían como una mujer hecha y derecha. En todos los sentidos. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Su marido solía esperarla a la puerta de la facultad para volver juntos a casa, del brazo.
—¡Valeria, qué suerte tienes! Tu marido es tan atento, elegante, guapo… —decían las compañeras más jóvenes.
—Ay, niñas, no me den envidia —respondía ella, evasiva.
Solo ella sabía lo que hacía su “caballero” en casa. Víctor, su marido, llegaba hasta el olvido bebiendo. Volvía —mejor dicho, se arrastraba— sucio como un cerdo. Ni rastro de humanidad quedaba en él. No acertaba a meter la llave en la cerradura, así que llamaba al timbre, se desplomaba en el felpudo y se quedado dormido como un tronco. Valeria abría la puerta, lo arrastraba dentro entre lamentos (“¡Ay, desgraciado, cuándo dejarás de beber, no puedo más!”) y lo tapaba con la manta de siempre —para que no pasara frío— antes de volver a su tesis. Primero la doctoral, luego la de cátedra. También le dejaba un vaso gigante de agua al lado. Si no, a medianoche gritaría como un poseso:
—¡Valeeee! ¡Aguaaaa!
Por la mañana, Valeria, lista para ir a trabajar, sorteaba a su marido tirado en el pasillo, salía y cerraba la puerta con llave. Llegaba a la universidad y sembraba sabiduría. Así podían pasar semanas, meses… Hasta que, sin previo aviso, Víctor aparecía sobrio en las escaleras de la facultad, impecable, planchado y sonriente. Cuando Valeria salía rodeada de colegas, él se acercaba solícito, le daba un beso en la mejilla y preguntaba:
—¿Qué tal el día, cariño?
—Normal, Víctor. Vámonos a casa —respondía ella, con un suspiro disimulado.
Los compañeros los seguían con la mirada, enternecidos. “Qué suerte tiene Valeria…” pensaban.
En cuanto traspasaban el umbral de casa, Valeria callaba. Era su venganza. Sabía que el silencio era un arma poderosa. A Víctor le torturaba ese mutismo acusador, aunque con los años aprendió a lidiar con él. Acompañaba a su mujer a casa y escapaba “a hacer recados”. La bebida seguía campando a sus anchas.
Llevaban 28 años de matrimonio. Hubo amor, ferviente y eterno… hasta que se esfumó como el polvo de un cojín pinchado. Imposible de recuperar.
Al principio, no llegaban los hijos. Valeria se angustiaba. Para ella, una familia sin niños estaba vacía. Por fin nació su hijo, Adrián. Se convirtió en su razón de ser.
Faltaba dinero, pero Víctor delegó en ella todos los cuidados del niño. Su única ocupación era esconder botellas y beber a escondidas.
Valeria caía rendida cada noche entre pañales y biberones. No pilló las fechorías de su marido enseguida. Era joven e ingenua. Cuando descubrió una botella de whisky escondida en el balcón, se sorprendió mucho.
—¿Víctor? ¿Esto es tuyo?
—Adivina —bromeó él.
Hubo bronca. Luego otra. Y otra. Lágrimas, súplicas, amenazas… El guion de siempre.
Los años pasaron. Víctor entraba y salía de trabajos. La culpa siempre era la misma: la bebida. Valeria no se divorció. Recordaba las palabras de su madre:
—Hija, el matrimonio es para toda la vida. El primer marido viene de Dios, el segundo, del diablo. Mejor malo conocido… Y nadie remplazará al padre de tu hijo.
Valeria temía imaginarse un marido “del diablo”.
Ascendió en su carrera. Solo podía contar consigo misma. Se acostumbró a aquel hombre. Conocía el libreto de “los excesos de Víctor” de memoria. Le daba pena. Nada más. Su corazón estaba seco.
Su consuelo era Adrián. Creció como un chico encantador… y enamoradizo. Conoció a su primer amor a los 14. Al segundo, a los 19. Al tercero…
Daba miedo. Cada vez que Valeria se encariñaba con una novia, Adrián aparecía con otra. Hubo una, Claudia, que aguantó cinco años. Valeria la adoraba, la llamaba “nuera”. Toda la familia la consideraba parte de ella. Vivían juntos: Víctor, Valeria y los jóvenes. Valeria soltaba indirectas sobre nietos. “Ya es hora de casaros, ¿no?” Claudia se encogía de hombros.
—Yo estoy lista, pero Adrián no se decide…
Valeria le reprochaba a su hijo:
—¡Hijo, pronto me jubilaré! ¡Quiero disfrutar de mis nietos!
Adrián callaba. Hasta que Claudia desapareció. Un día, Valeria volvió del trabajo y no vio sus cosas. Esa noche, Adrián presentó a Laura, una chica de 18 años.
—Se queda a vivir con nosotros. Nos queremos —soltó como si nada.
—¿Y Claudia? ¡Adrián, esto no puede ser! ¡Tráela de vuelta! —protestó Valeria.
Los jóvenes se fueron ofendidos.
Fue entonces cuando Valeria entendió lo mucho que echaba de menos a Claudia. Cinco años juntos. No era poco. Claudia adoraba a Adrián. ¿Qué más podía pedir una madre? Y ahora, ¡zas!, esta chiquilla…
“¿Laura? ¿Lorena? Ni en broma entran en mi casa —pensó, indignada—. Vaya galán me ha salido… Menos mal que no bebe como su padre.”
Un mes después, Adrián volvió. Solo. Sin Laura, sin Claudia… sin nadie. Valeria se alegró, pero no pudo evitar preguntar:
—¿Y tu último amor?
—Me dijo: “¡Para un burro viejo, no hay hierba tierna!” Soy demasiado mayor para ella —se rió Adrián, antes de añadir—: Mamá, me regañas por Claudia… Pues te cuento un secreto: ¡tiene dos hijos! ¿No lo sabías? Yo tampoco. ¿Recuerdas sus viajes cada mes? Decía que iba a ayudar a su madre. Pues iba a verlos. Su exmarido me lo contó. Vino a mi trabajo. Por cierto, buen tipo. Cría a los niños él solo. Espera que vuelva con él. ¿Te imaginas? ¡Cinco años callada! Y seguiría si no llega a ser por él. ¿Eh? ¿Qué te parece?
Valeria lo calmó:
—Tranquilo, hijo. Claudia te quiso mucho. El corazón no entiende de razones. Lo triste es que los niños paguen los errores de los padres. ¡Necesitan amor de los dos! La pobre Claudia… No puedo olvidarla. Era una buena chica.
—No te preocupes, mamá. Sigue siéndolo —bromeó Adrián.
Pasó un año. Víctor se mudó al más allá. Cirrosis. Seis meses de agonía. Antes de morir, pidió perdón a su mujer y a su hijo por su vida perdida.
En el cementerio, Valeria le confesó a Adrián:
—Sabes cuántos nervios y años de vida me quitó tu padre. Lo viste todo. Por cada trago suyo, un llanto mío. Pero te digo una cosa, hijo: lo aguantaría otra vez con tal de tenerlo aquí. Así es el amor…
Lloró sin vergüenza, dejó flores frescas sobre la tierra y se fue del brazo deY justo cuando creía que la soledad sería su única compañera, Verónica, su nieta, llenó esos vacíos con risas, dibujos infantiles en la nevera y la ternura de llamarla “yayita” cada mañana.