Llenaré tu alma de amor
Quién lo diría, dos amigas de la infancia, Marta y Lucía, podrían llegar a pelearse. Los vecinos del pueblo murmuraban:
—¿Qué habrá pasado para que las amigas se enfadaran hasta el punto de ni saludarse al cruzarse en la calle? Y eso que viven tan cerca.
Ambas guardaban silencio, lo que avivaba más los rumores. Las mujeres junto al pozo inventaban teorías cada vez más descabelladas. Solo sabían una cosa: Claudia, hija de Marta, y el hijo de Lucía, Adrián, habían sido novios. Crecieron juntos, pero al terminar el bachillerato, sus caminos se separaron. Adrián se fue a hacer el servicio militar y Claudia se marchó a estudiar a la universidad en la ciudad grande.
Desde pequeños, Adrián y Claudia eran inseparables. Iban y venían del colegio juntos, jugaban con los demás niños hasta el anochecer, se bañaban en el río en verano y, al crecer, pasaban horas sentados en la orilla, charlando.
—¡Claudia, sal! —escuchaba ella la voz de Adrián bajo su ventana y salía disparada de casa, emocionada.
Eran muy distintos. Claudia, vivaracha y decidida, y Adrián, tranquilo y callado, que siempre se rascaba la cabeza antes de actuar. Claudia llevaba la voz cantante en todo.
—Adrián, mañana vamos al bosque a buscar setas —él se rascaba la nuca y asentía—. Adrián, mañana nos vamos a bañar al río —y otra vez accedía sin rechistar.
Marta y Lucía habían crecido juntas, jugando a las muñecas, al escondite, visitándose en sus casas, que estaban una junto a la otra, separadas solo por una valla. Sus padres y abuelos también habían sido buenos vecinos. Fueron al mismo colegio e incluso se casaron casi al mismo tiempo con amigos del pueblo.
Marta fue la primera en divorciarse cuando Claudia tenía solo tres años. Su marido era violento y bebedor, y un día, tras pegarle, ella no lo perdonó.
—Dios, Marta, ¡qué moratón! —se alarmó Lucía al verla—. Ya sé de dónde viene eso…
—Lo eché de casa. No sé dónde estará, probablemente con su madre.
—Hiciste bien. El mío tampoco se queda corto. Ayer, Adrián no lo dejaba descansar en el sofá y lo empujó con tanta fuerza que el niño salió volando. Menos mal que no se golpeó la cabeza. Cuando me quejé, me amenazó: “La próxima te tocará a ti si no controlas a tu hijo”. ¿Te das cuenta? “Tu hijo”, como si Adrián no fuera también suyo.
Hablamos un rato y cada una se fue a lo suyo. Medio año después, corrió el rumor por el pueblo:
—Lucía ha echado al suyo… Dicen que no soportaba más sus celos, que decía que Adrián no era su hijo. ¡Pero si se parecen! Y Lucía siempre fue una chica formal, ni se le pasaba mirar a otros.
Así era. Su marido le amargó la vida con sus sospechas y su ira, incluso una vez le puso un cuchillo en el cuello. Lucía tuvo miedo y se separó. Las dos se quedaron solas, criando a sus hijos, pero no se rendían. Ni pensaban en volver a casarse. Sus exmaridos se fueron del pueblo, y ellas se quedaron con sus dos alegrías: Claudia y Adrián.
Tras el instituto, Adrián sacó el carnet de conducir y Claudia se marchó a la ciudad a estudiar. Él esperaba la cartilla del servicio militar; ella, empezar la universidad. La llamada llegó a finales de noviembre. Claudia volvió al pueblo para despedir a Adrián. Pasaron tres días inseparables antes de que él se marchara.
Todo el invierno, Claudia volvía los fines de semana y visitaba a Lucía, que le contaba las novedades de Adrián, aunque ella también se carteaba con él. Pero un día, Lucía notó que Claudia dejó de aparecer. La última vez fue en Navidad, luego un par de visitas más y, en marzo, ya ni asomaba.
—Marta, ¿por qué no viene Claudia? —preguntaba Lucía, pasándose por su casa después del trabajo.
—Está muy ocupada con los exámenes, no para de estudiar.
Pasó marzo, luego abril, y Claudia seguía sin aparecer. En cambio, fue Marta quien tomó el autobús para visitarla. Lucía notó que su amiga andaba rara, más callada, como ausente, solo iba al trabajo y a casa.
Tras su regreso, Marta seguía en silencio, y Lucía no aguantó más. Una noche, fue a su casa.
—Venga, cuéntame —dijo desde el umbral—. ¿Qué me estás ocultando?
Marta suspiró y soltó:
—¿Para qué ocultarlo? Al final todos se enterarán. Claudia se ha casado. Espera un hijo.
Lucía tardó en reaccionar. Cuando asimiló las palabras, salió corriendo como alma que lleva el diablo.
—¿Que se ha casado? ¿Que espera un hijo? —refunfuñaba—. ¿Y Adrián? ¡Pobre Adrián! ¿Qué va a ser de él?
Enseguida cogió papel y boli y le escribió una carta a su hijo, contándole la noticia, intentando calmarlo. Adrián, al terminar la mili, no volvió al pueblo. Se fue al norte con un compañero. Se instaló en una residencia y trabajó sin parar.
Trabajó en una plataforma petrolífera, dándolo todo. Las manos le obedecían, no había tarea que le asustara. Solo el trabajo le aliviaba el dolor que le dejó la carta de su madre en el corazón.
Marta y Lucía dejaron de hablarse, dejaron de visitarse. En tres años, Adrián solo volvió una vez, unos pocos días. Ayudó a su madre, arregló la casa, se sentó junto al río y se marchó. Claudia ni siquiera apareció, como si hubiera olvidado el camino a casa. Nunca volvió, ni con marido ni con hijo.
—La Claudia de Marta se le ha subido a la cabeza, ahora es de ciudad y ni se acuerda del pueblo —cotilleaban las vecinas—. Al menos podría traer al nieto.
Hacía tiempo que Lucía no veía a Marta, hasta que un día llamó a su puerta la cartera, Raquel.
—Hola, Lucía. Vine a verte —dijo, sentándose—.
—¿Qué pasa? ¿Carta de Adrián? ¿O le ha pasado algo? —se alarmó—. Pasa, siéntate.
—No, de tu hijo no sé nada. Pero Marta te manda a llamar —dijo Raquel.
—Raquel, ¿no sabes que hace años que no nos hablamos? Nos cruzó un gato negro —respondió Lucía, sorprendida.
—Lo sé, pero es que acabo de verla. Está enferma, vino la enfermera. Le recetó un montón de pastillas, mi Paco las trajo de la farmacia. Y me pidió que te dijera que fueras. Quiere hablar contigo. Bueno, ya está, Lucía. Ahora me voy, que tengo que repartir más pensiones.
—Vale, Raquel, vale. Iré ahora mismo —murmuró distraída, como si tuviera la mente en otro sitio—. Quiere hablar… ¿De qué? —refunfuñó y se dirigió a casa de Marta.
Al entrar, la vio tumbada en el sofá, bajo una manta fina, con pastillas y un vaso de agua al lado.
—Hola —dijo Lucía—. ¿Cómo es que te has puesto mala?
—Hola… Ni yo misma lo sé. Me derrumbé de repente —respondió con voz débil.
Guardaron silencio un momento. Lucía llenó el vaso de agua fresca y esperó.
—Lucía, perdóname —dijo Marta.
—¿Perdonarte? ¿Por Claudia? Tú no tienes culpa; ella tomó su decisión.
—No—No, escucha… —lo que Marta le confesó a Lucía la dejó primero incrédula y luego paralizada, hasta que de repente saltó del asiento y salió corriendo a casa con una sonrisa que iluminaba su rostro, lista para reencontrar a su hijo y comenzar una nueva vida donde el amor, al fin, llenaría todos los vacíos.