—Mamá Faya, ¿cómo estás? Pasábamos por aquí con Antoñito, venimos de la tienda y decidimos entrar. Te trajimos algo —abrazaba Julia a su madre no biológica.
Habían acordado entre las dos que Faina y Julia se considerarían madre e hija. Faina ya rozaba los setenta, para ser exactos, sesenta y seis. Su vida no había sido fácil, llena de problemas y penurias. Había soportado mucho.
Pero hace trece años, Dios le concedió un regalo: Julia llegó a su puerta. Una noche, tocó a la puerta y Faina abrió. Ante ella estaba una joven mujer, sucia y con moretones. Rápidamente la invitó a pasar.
—Pasa, cariño, pasa —murmuró Faina mientras la mujer miraba con recelo—. No temas, vivo sola, así es la vida. ¿Qué te ha pasado, mi niña? —preguntó, ayudándole a quitarse el abrigo raído.
Era otoño, aunque recién comenzaba, el aire estaba húmedo y cortaba como cuchillo.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Faina—. Yo soy Faina Estebanovna, pero llámame tía Faya, me gusta más.
—Julia —susurró la joven entre sollozos antes de romper a llorar.
—Llora, cariño, llora, te aliviará —decía Faina, acariciándole el pelo mientras la consolaba.
Sacó un botiquín, le limpió la herida en la mejilla —la piel estaba raspada— y la arregló como pudo. Le dio té caliente, aunque Julia rechazó la comida por el momento.
No la presionó. Sabía que, con tiempo, contaría su historia. Poco a poco, Julia se calmó.
—Gracias, tía Faya, gracias. Estaba helada, no sé cuánto caminé, pero fue todo el día. ¿En qué aldea estoy? No vi nada, estaba tan oscuro… Casi me caí del cansancio, por eso llamé a tu puerta.
—Estás en Valdemoro, un pueblo grande. ¿De dónde vienes?
—Mi marido y yo vivíamos en el pueblo cercano. Llevábamos apenas dos años casados. Cuando éramos novios, parecía buena persona, pero al convivir, mostró su verdadero carácter. Violento, incapaz de convivir. Me pegaba. Quería tener un hijo, pero él dijo que no los quería. Pero… quedé embarazada. Cuando se lo dije, me golpeó. Y otra vez. Vi su mirada de fiera y tuve miedo por mí y por mi bebé. Agarré el abrigo y el gorro, y salí corriendo. Por suerte llevaba botas. No tengo a nadie, crecí en un orfanato. Caminé sin rumbo, escondiéndome cerca del bosque, temiendo que me alcanzara. Luego vi un camino de tierra y seguí hasta aquí.
—Ay, hija mía, cuánto has sufrido —dijo Faina, apretando su mano—. Pero no te preocupes, no dejaré que te hagan daño. Y si quieres, quédate conmigo para siempre. Vivo sola… así es la vida —susurró, conteniendo las lágrimas.
Desde entonces, Julia se quedó con ella. Poco después nació su hijo, Antoñito. Faina lo cuidaba como si fuera su nieto y a Julia como su hija. Un día, Julia le propuso algo.
—Tía Faya… ¿puedo llamarte mamá? Antoñito ya te dice abuela…
—Claro, hija. Yo ya te llamo hija mía, y para mí sois mi familia.
—Sí, mamá Faya. Eres ajena, pero ya eres mía, eres de mi sangre.
Así vivieron juntas. Julia consiguió trabajo como cartera —aunque tenía estudios superiores, en el pueblo no había más opciones—. Antoñito creció bajo el cuidado de Faina.
—Oye, Faya, tu Julia es un encanto, respetuosa, y Antoñito bien educado —decían las vecinas en la tienda—. Vaya suerte tuviste. Tu hija de sangre te abandonó, pero Dios te mandó a Julia… No debes de haber pecado mucho.
—Le doy gracias cada noche por traerla a mi puerta. Éramos como dos mariposas solitarias en la oscuridad. Yo, sola. Ella, sola. Juntas, dejamos de estarlo. Bueno, en realidad, tres: Antoñito no nos da tregua.
En el pueblo vivía Máximo, quien pronto fijó sus ojos en Julia. Le gustaba su modestia y amabilidad. Que tuviera un hijo no era problema para él; adoraba a los niños. Su primer matrimonio con Tatiana fracasó porque ella no quiso tener hijos y se fue al pueblo vecino, donde llevaba una vida disipada. Tras ello, Máximo no se había vuelto a casar. Hasta que llegó Julia.
Le propuso matrimonio. Julia dudó, pero Faina la animó:
—Cásate con Máximo. Es buen hombre, sencillo. Si a él le fue mal y a ti también… quizá esta vez sea diferente. Y a Antoñito lo tratará como suyo.
—Mamá Faya, ¿y tú te quedarás sola?
—¡Qué dices! Máximo vive a dos casas. Seremos vecinas. No lo rechaces.
Así, Julia se casó con Máximo. Él quería a Antoñito y, más tarde, tuvieron una niña. Faina seguía sola, pero la ayudaban en todo. Máximo la trataba como a una madre. Encontró consuelo en su vejez, aunque no siempre fue así…
En su juventud, Faina se casó con Arcadio de un pueblo cercano. Creía que era amor. Tuvieron una hija, Vera. Vivían con la suegra, sin conflictos. Faina la respetaba, como su madre le enseñó.
Pero Arcadio volvía borracho, luego ni aparecía.
—¿Dónde te metes? —le gritaba su madre—. Tu mujer y tu hija no duermen esperándote.
Él decía que trabajaba, que no podía negarse a una copa. Pero en los pueblos no hay secretos, y pronto supieron que engañaba a Faina con Tamara, una mujer conocida por todos. Hubo escándalo, promesas vacías…
Faina quiso divorciarse, pero su suegra la detuvo.
—No te apresures, hija. Siempre habrá tiempo para irte, pero quizá, cuando Vera crezca, él cambie. Su padre era igual, pero Dios se lo llevó pronto.
Pero no mejoró. Se fue con su madre enferma. Poco después, esta murió. Faina trabajó duro para criar a Vera.
A los dieciocho, Vera se casó con un chico del pueblo. Duró tres años. Sin hijos. Cuando aún vivía con él, Zacarías, viudo, pidió la mano de Faina. Tenía treinta y ocho, aún hermosa. Vera y su marido la animaron. Zacarías era bueno, no bebía.
Pero Vera se divorció y volvió.
Siete años después, Faina enfermó del corazón y la hospitalizaron.
—Mamá, estate tranquila. Yo cuidaré de tu marido —prometió Vera.
Y lo hizo. A su regreso, Faina encontró su hogar cambiado. Zacarías la recibió con frialdad.
—¿Tan pronto? Si casi no estuviste enferma.
Vera era grosera, buscaba peleas. Un día, Faina los vio abrazarse en el porche. Todo cobró sentido.
—¿Cómo pudiste? —le gritó a Vera en la cena—. Él es un hombre, pero tú… ¡eres mi hija!
—¿Y qué? Tú no estabas. Yo ocupé tu lugar —respondió Vera, desafiante.
Zacarías ni se disculpó.
—Esta noche dormís aquí. Mañana, os vais.
—¿A dónde? Esta también es mi casa —replicó Vera.
—Donde queráis. Él es tu hombre ahora. Que resuelva.
Al día siguiente, se fueron. FY aunque la vida le había dado golpes amargos, Faya encontró en Julia, Antoñito y Máximo la familia que siempre soñó, demostrando que el amor verdadero no depende de la sangre, sino del corazón.