—Verónica, ¿pero qué haces ahí? —dijo Miguel cuando por fin salió de casa. Iban juntos a la escuela, en la misma clase. —Vamos a llegar tarde.
—Mamá me sirvió el té demasiado caliente, casi me quemo —respondió Vera—. Lo tuve que esperar a que enfriara. Pero no llegaremos tarde, el colegio está cerca —se rió la muchacha con alegría.
Miguel y Verónica eran vecinos, separados solo por una pared. Sus padres se llevaban bien e incluso a veces decían que no estaría mal casarlos más adelante, pues eran amigos desde niños.
Miguel era el único hijo de Teresa y Nicolás. Su madre no podía estar más orgullosa de él. Para ella, era el más inteligente, guapo y respetuoso, y, en verdad, así había crecido. Verónica era callada y modesta, pero hacía maravillas con las manos: ya sabía coser y tejer en el instituto, y podía cocinar mientras su madre trabajaba. Había aprendido mucho de ella.
—Nuestro Miguel debería casarse con Verónica —comentaba Teresa a su marido con tono práctico.
—Claro, y si se casan, hasta podemos tirar la pared y vivir todos juntos —bromeaba Nicolás.
En el pueblo, todos daban por hecho que Miguel y Verónica acabarían juntos. Siempre iban de la mano. A él le gustaba ella, aunque no de un modo que le volviera loco, pero su amistad era fuerte. Verónica, por su parte, miraba a su vecino con cierta esperanza.
En el último curso del instituto llegó una chica nueva: Mariana. Miguel se enamoró a primera vista. Era una muchacha morena, preciosa, con un hoyuelo en la barbilla y unos ojos tristes.
Mariana y su madre, Tarsila, habían venido al pueblo desde la ciudad. La tristeza de Mariana se debía a la muerte de su padre. Había salvado a un niño vecino de ahogarse en el río, empujándolo hacia la orilla, pero él no logró salir. Más tarde supieron que su corazón había fallado en ese momento.
Después del funeral, Mariana no podía ni mirar al niño que su padre había salvado. No lograba quitárselo de la cabeza.
—Mamá, echo tanto de menos a papá que a veces ni puedo respirar, y no soporto ver a ese… —nunca pronunciaba el nombre del niño.
Tarsila decidió marcharse. Todo en la ciudad le recordaba a su marido. Alquiló el piso y, tras encontrar una casita en el pueblo, se mudó con su hija para alejarse del dolor.
Verónica se hizo amiga de Mariana y, al conocer su historia, le tuvo lástima y compasión sinceras. Veía que Miguel estaba enamorado de ella, pero no le guardaba rencor ni a él ni a Mariana.
Con el tiempo, Miguel empezó a salir con Mariana, pero a su madre, Teresa, eso no le gustaba nada.
—Miguel, no está bien jugar con los sentimientos de Verónica. Vosotros dos sois amigos desde pequeños, y ahora viene esta forastera a embaucarte. Verónica sería una buena esposa, pero ¿quién sabe quién es esta Mariana? Seguro que no sabe ni freír un huevo, y Verónica ya es toda una ama de casa.
—Mamá, no conoces a Mariana, ¿por qué hablas así? Además, Verónica sabe que nunca le prometí nada. Fuiste tú la que decidió que debíamos casarnos.
Nicolás se mantenía callado, pero cuando su mujer se ponía así, salía en defensa de su hijo:
—Mujer, ¿por qué le atosigas? Miguel decidirá con quién casarse, es su vida.
—¿Que decidirá? ¡Va a arruinarla con esa chica de fuera! Y tú lo dices como si no fuera tu hijo. Seguro que es tu madre la que te llena la cabeza de tonterías.
Nicolás estaba harto del rencor entre su madre y Teresa. Nunca aceptó a su nuera, y la enemistad continuaba. Hasta había insinuado una vez que su nieto no se parecía a su hijo. Por eso no se metía en la vida de Miguel; no quería volver a ser el malo.
Al terminar el instituto, Miguel y Mariana decidieron casarse. Su padre le pidió que no se apresurara, pero él se enfadó.
—Padre, déjame en paz. Nos queremos, lo he pensado mil veces. Solo seré feliz con Mariana.
Sabía que no podía hablar de esto delante de su madre, así que actuó por su cuenta. Fueron al registro civil y, un mes después, se casaron en silencio. Cuando volvieron como marido y mujer, todos se enteraron de golpe.
Teresa montó un escándalo:
—¡No permitiré que esa intrusa pise mi casa! —y siguió despotricando.
Miguel hizo las maletas y se mudó a casa de Tarsila. La suegra y el yerno se llevaban bien, se respetaban. Con sus padres, cortó todo contacto; ni siquiera los invitó a su despedida antes de irse a la mili.
—Miguel, iré a verte cuando hagas el juramento —le prometió su esposa, y él sonrió feliz. Amaba a su Mariana.
Ella cumplió su palabra y fue a la ceremonia. Además, no estaba lejos, solo en la provincia vecina.
—Miguel, estoy embarazada. Vamos a tener un hijo —le susurró entonces.
Él se sintió aún más feliz. Incluso les escribió a sus padres para compartir la alegría, pero no respondieron. Cuando nació el niño, Mariana les avisó, pero su suegra seguía sin reconocerla. Tarsila tampoco hablaba con ellos. La nuera evitaba la casa de su suegra como si fuera la peste.
Con el tiempo, Miguel volvió del servicio. De camino a casa, pasó primero por la de sus padres, pues Tarsila vivía al otro lado del pueblo. Los echaba de menos y pensó que ellos también.
—Ay, hijito —lo recibió su madre con dulzura—. ¡Has vuelto! Venga, siéntate, tu padre está trabajando.
Le sirvió una copa, luego otra. Miguel, que no solía beber y menos tras el viaje, no pudo negarse. Cuando vio que su hijo estaba achispado, Teresa comenzó:
—Resulta que el niño de Mariana no es tuyo. Te engañó. En cuanto te fuiste a la mili, un joven fue a casa de Tarsila. En el pueblo dicen que es primo de Mariana, pero yo no me lo creo. Se quedó varios días con ellas.
—Mamá, ¿qué estás diciendo? —se enfureció él.
—Lo que oyes. El niño no se parece en lo más mínimo a ti. La gente habla. Se parece a ese joven que las visitó.
Sobrio, Miguel no le habría creído, pero su madre era astuta y sabía cómo envenenarle la mente.
—¿Así que recibieron visitas? ¿Sin mí? —furioso, abrió el armario, cogió la escopeta de su padre y salió disparado.
Teresa corrió tras él, arrepentida de haber llevado las cosas tan lejos. Cuando entró en casa de su nuera, Miguel ya apuntaba con la escopeta a Mariana y al niño. Tarsila intentaba proteger a su hija.
Teresa empujó a su hijo, este apretó el gatillo, pero el arma no estaba cargada. Todos respiraron aliviados.
—Miguelito, no —gritó Teresa, colgándose de su brazo—. Hijo, no arruines tu vida por esta embustera.
Tarsila los empujó hacia la puerta y la cerró con llave. Miguel golpeaba con todas sus fuerzas, pero su madre lo llevó de vuelta a casa.
—¿Por qué me hizo esto, mamá? ¿Por qué? —repetía Miguel.
Tarsila consolaba a su hija.
—No llores, Mariana. Nos vamos. Hoy mismo. Aquí no nos dejarán vivir en paz. Miguel es un buen chico, pero su madre es una víbora. Con sus mentiras lo haY años después, bajo el mismo techo en Sotosalbos, rodeados de nietos que jugaban en el jardín que una vez dividió a dos familias, Miguel y Mariana recordaban en silencio cómo el destino, testarudo como un burro castellano, siempre encuentra el camino para unir a quienes deben estar juntos.