**Diario de un hijo preocupado**
—¡Papá, no seas así! No te estoy pidiendo que te unas al ministerio de los tontos, solo a «Colegas del Ayer» —llevaba casi una hora Alberto intentando digitalizar a su padre, como un pececillo lanzado al vasto océano de las redes sociales. Pero el hombre se resistía.
—¡No quiero nada de eso! —escondía su viejo móvil, donde ya había recibido diez códigos de activación—. Vosotros movedos como sardinas en esas redes, pero a mí no me metas. Ya tengo bastantes vicios, ¿para qué quiero otro?
—Para charlar, papá. Encontrarás a tus compañeros de clase, del trabajo, del servicio militar…
—¡Dios me libre! —de un susto, arrojó el teléfono por la ventana. Por suerte, no se rompió; vivían en un bajo—. ¡La mitad ya está en el otro barrio! Ya tendré tiempo de hablar con ellos.
—Pues la otra mitad sigue aquí. Habla con ellos. Si no, solo charlas conmigo, con Lucía y con los estafadores del teléfono.
—¡Y al menos ellos me escuchan! Ayer estuve tres horas hablando con la encantadora Vanessa, de la cárcel de Soto del Real. ¿Sabes lo difícil que es ofrecer servicios financieros después del toque de queda?
—¿Podrías probar, al menos? Una semana. Si no te gusta, te dejo en paz.
—Vale. Pero entonces vienes conmigo al fútbol en mayo —negoció el padre.
—Ya te dije que estaré en Cádiz por trabajo —Alberto salió a buscar el móvil entre los arbustos.
—Dijiste que igual no ibas —gritó el padre desde la ventana.
—Igual no voy. Ya te avisaré. Dame cinco minutos y lo organizo todo. Serás un hombre normal, hablando con el mundo.
El hijo volvió con el teléfono y se sentó frente al viejo ordenador.
—A ver si me hace falta ese mundo…
—¿Dices algo?
—Pues empieza ya, traficante digital.
La idea de «Colegas del Ayer» había sido de su mujer, harta de que el suegro llamara a deshoras para soltar batallitas. Primero, que se las contara a otros. Y segundo, a ver si salía menos de casa. Esos viejos siempre querían perderse en el horizonte. Iban a por pan en oferta y había que buscarlos por media provincia con perros rastreadores.
—Hablas de mi padre —recordaba Alberto.
—Pues yo hablo por el mío —replicaba ella.
Y así terminaba la discusión.
—Alberto, alguien me ha enviado una solicitud de amistad —llamó el padre esa misma noche, alarmado.
—¡Genial! Acepta y hablad.
—Alberto, nunca he visto a este tipo. ¿Cómo sabe de mí? Ni siquiera he entrado en esas redes. ¿Qué clase de frescura es esta?
—Rellenamos tus datos: estudios, trabajo, aficiones… Quizá fuisteis al mismo colegio.
—¿Eso cuándo fue? ¿En las cuevas de Altamira?
—Pues igual hasta cazabais bisontes juntos. Pruébalo, habla con él. A lo mejor tenéis cosas en común. Ahora déjame, tengo curro.
—Ay, Alberto, qué lío me has montado…
Cuatro días después, otro llamado:
—Alberto, ¿me recoges en la estación?
—¿En la estación? ¿Qué haces ahí a estas horas? —miró el reloj, sospechando que su mujer tenía razón: su padre se convertía en uno de esos viejos trotamundos.
—Llevo cuarenta minutos esperando el autobús. Mejor habría ido caminando, pero se me rompió la rueda de la maleta.
—¡No te muevas, voy ya!
—Claro que no me muevo, si he llamado a mi chófer particular en su carro chino.
Lo encontró en un banco, ajeno a su aspecto habitual: afeitado, planchado, con zapatos nuevos.
—¿De dónde vienes? —preguntó, guardando la maleta.
—De casa de Rafa Hidalgo. Vive en Toledo —refunfuñó el padre, exhausto.
—¿Has ido a Toledo? ¡Son cinco horas! ¿Y quién es Rafa Hidalgo? Nunca lo mencionaste.
Abrochó su cinturón, luego el del padre y arrancó.
—Un amigo. De «Colegas del Ayer»… —el padre miraba por la ventana, reflexionando—. Aunque la amistad está en duda. Es del Atlético, y ya sabes cómo veo yo ese equipo…
—Espera —redujo la velocidad al pasar un badén—. ¿Acabas de conocerlo y ya has ido a verlo?
—¡Claro! —se sorprendió—. No acepto a cualquiera. Hay que ver cómo es la persona: hablar, mirarle a los ojos, saber qué piensa, cómo vive, a quién vota…
—Papá, las redes no exigen todo eso. Puedes descubrirlo a distancia. Es lo bueno.
—¿Y los hijos también se hacen a distancia ahora?
—¿Qué tiene que ver?
—¡Todo, Alberto! No me relaciono con desconocidos. Solo gente de confianza. Punto.
—Vale, tranquilo —temió que sus preguntas lo asustaran y volviera a enclaustrarse—. Pero avísame si vas a viajar. Necesito saber dónde estás.
—¡Orden recibida! —hizo un saludo militar ficticio y pidió parar a comprar un móvil nuevo, con internet.
El sábado, durante un viaje de trabajo, sonó el teléfono:
—Me voy a Bilbao. Volveré el lunes.
—Papá, la cobertura es mala. ¿Has dicho Bilbao?
—La cobertura es perfecta. Sí, Bilbao. Tengo dos amigos nuevos. Resulta que estuvimos en el mismo batallón, aunque en años distintos. No te preocupes, ya sé pedir taxi con la app.
—¡Papá, estás loco! ¡Quédate en casa! Pronto vuelvo e iremos al fútbol. ¡No hace falta volar! —entendió que había abierto la caja de Pandora y quería cerrarla al volver.
—Lo siento, Alberto, despegamos y no oigo nada. Nos vemos en el partido.
***
Días después, revisó el perfil de su padre en «Colegas del Ayer». Cinco amigos. Uno era de su ciudad, lo cual aliviaba, pero una tal Clara Márquez, desconocida, vivía en Galicia. Un escalofrío le recorrió la espalda.
Al volver, quiso esconderle el pasaporte, pero ya se había escapado a Málaga. Se reencontraron dos semanas después. Su padre estaba bronceado, con una camisa artesanal y, lo más alarmante, un tatuaje de su equipo de fútbol.
—Me lo hizo Nuria, de Valladolid. Buena chica. Nos conocimos en un grupo de talla de madera. El sábado viene con su marido. Iremos al fútbol.
—¿Qué Nuria? ¿Qué partido? ¡Tú querías ir conmigo!
—Pues venid con nosotros. Aunque tu mujer y yo somos amigos, y aún no ha aceptado mi solicitud.
—No puedo, estaré en Cádiz…
—Pues yo también voy el lunes. Tengo un colega nuevo. Podemos quedar, tomar un café con polvorones. Luego, si quieres, vemos las murallas.
Su padre era irreconocible. Usaba palabras nuevas, brillo en los ojos.
—Voy a trabajar, no a «quedar». Y no conozco a tus amigos…
—Yo tampoco. Quizá no caigamos bien. El otro día conocí a uno y resultó ser del ministerio de los tontos. Creo que es el jefe. Por cierto, en tu perfil tienes cinco amigos de Cádiz.
—¿En serio?
Intentó recordar quiénes eran, pero solo sabía de siete de sus quinAlberto miró su teléfono, sonrió y, por primera vez en años, envió un mensaje a un desconocido: “¿Quedamos y hablamos en persona?”.