Todo sobre las croquetas

**Sobre las croquetas**

No sé cómo será con otras mujeres solteras, pero a mí siempre me sale la peor gentuza. Ayer, por ejemplo, tarde en la noche, estaba tirado en la cama, suspirando. Me había empachado de noticias y de croquetas, sufriendo como un campeón, en fin.

De repente, escuché un quejido tenue detrás del armario. Una vocecilla fina y lastimera.
—¿Pulgas? —pensé—. En París dijeron que había plaga. ¿Habrán llegado ya a Valladolid? Estarán agotadas, supongo.

Pasados diez minutos, las “pulgas” dejaron de gemir y empezaron a rascar el suelo con algo.
—Ahora mismo me levanto y les parto la cara —mentí.

Después de un plato de croquetas, ni loco me muevo. Si me entra el gusanillo de ir al baño de noche, tendré que rodar.

—No me partas la cara —pidió educadamente la voz.

—¡Hablan! —pensé entre croqueta y croqueta—. Entonces no son pulgas. Será el vecino, que se ha vuelto majara. Aunque, ¿quién no lo está hoy en día? Bueno, yo no. A mí ni me queda energía para volverme loco, pero los demás sufren.

Las “pulgas” dejaron de rascar, y entre las sombras, algo peludo y larguirucho empezó a arrastrarse hacia mí. Como tengo mala vista, me esforzaba por distinguir tres cosas: ¿Serán las croquetas un somnífero perfecto y ya estoy soñando?

¿Tiene tres orejas o tres cuernos? ¿De dónde sale un vecino tan alto en mi edificio? A los altos los apunto en mi cuaderno, tengo una colección.

—¿Baltasar Emeterio? —intenté identificar al desconocido.

—Frío —respondió el espantajo, y acto seguido se dio un golpe en la frente con la lámpara—. ¡Ayyy!

—¿Quién eres, entonces?

—El Tío Carambola —soltó una risita, estiró unos brazos negros larguísimos y gruñó—: ¡Uuuuuu!

—Yo también me pintaba las uñas de negro en Halloween. ¿Eso es esmalte o son tuyas?

—Mías —se ofendió el larguirucho.

—Qué incómodo, con esas uñas no puedes hurgarte la nariz.

—¡No te entiendo! ¿No te da miedo?

Se acercó tanto que vi su horrible cara de cerca: tenía tres orejas. Dos a los lados y una rarísima en la sien, más bien parecía un chichón enorme.

—Tengo que entregar un libro la semana que viene y solo llevo tres páginas. Además, la hipoteca y el divorcio. Soy un hombre maduro, perdona. Asústame con lo que quieras, dientudo.

—Los nuestros dicen que ni de niño llorabas. Le diste un guantazo a uno con la cazuela y aún tiene la cabeza torcida.

—¿Y entonces pa’ qué has venido?

—Se está agusto aquí.

—Serán las croquetas. ¿Quieres?

—Sí.

—Pues ve tú, que yo no me levanto.

El espantajo desapareció como una sombra hacia la cocina y volvió con té (¡en mi taza favorita!), croquetas y bocadillos. En la boca llevaba una manzana. Igual que yo, pero con más pelo.

—¿Jartamos? —me alargó el plato.

—¿Eh?

—Que si quieres. Come, he traído bastante.

—Con gusto, pero ya no me cabe.

—Y parecías tragón, como una boa con gafas.

—Gracias por el piropo. Échate aquí.

Me aparté un poco y estuvimos un rato juntos. Fue agradable. Noche, ruido de masticar, olor a croquetas. ¿Qué más se necesita para calmar el cuerpo y el alma?

—¿Por qué no vas a lo de la vecina del tercero? Es mayor, no pide mucho.

—Ayer fui. Me dio con un taburete.

—Ahí está el chichón.

—Sí.

Y así estuvimos otro rato, suspirando cada uno por su cuenta.

Igual me uno a ellos. Qué bueno debe ser irrumpir en casas ajenas y zamparse croquetas gratis. Aunque habrá que llevar algo resistente en la cabeza, como una cazuela.

**Lección:** A veces, la compañía más rara es la que mejor calma el alma. Y las croquetas, siempre.

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