**PROTEGIDOS POR EL AMOR**
El encuentro de Laura y Javier estaba escrito en las estrellas.
Javier nunca había visto a su padre. Lo criaron su madre y su abuela. Cuando era pequeño y preguntaba por él, su madre murmuraba algo incomprensible, como que su papá era geólogo, siempre en expediciones buscando minerales. Pero una vez, en un arrebato, le soltó: “¡Nunca tuviste padre, Javier!”
De niño, Javier tragó esas excusas sin cuestionarlas, confiando ciegamente en su madre. Pero al crecer, quiso saber la verdad. ¡No podía haber nacido por arte de magia! Resulta que su madre, de joven, había regresado de un viaje de trabajo con él en el vientre. Eso se lo contó la abuela, en secreto.
Javier se sintió aliviado al resolver el misterio. Al menos no lo encontraron en una col. Y se prometió que, cuando pudiera, conocería a su padre, quisiera o no. “Al fin y al cabo, soy su hijo, ¿no?” Además, se juró: “Tendré una familia de verdad. Una esposa, mis hijos. Una sola esposa y muchos niños.”
Laura tampoco conoció el amor de su padre. Sus padres se separaron antes de que ella cumpliera los dos años. Un padrastro ocupó su lugar. Era buena persona, pero… siempre ponía a sus hijos del primer matrimonio como ejemplo. Eso le molestaba. Así que Laura solo podía contar con el cariño de su madre.
Al crecer, se prometió: “Si me caso, será una vez y para siempre. Ojalá encuentre a alguien así.”
Y lo encontró.
Era Nochebuena. Enero, frío, anocheciendo. Una librería en Madrid. Laura y Javier hacían cola en la caja, cada uno con un libro de Bécquer en las manos. Sus miradas se cruzaron. Y Javier no dudó: la llenó de cumplidos, de preguntas discretas, de miradas cómplices. No podía dejarla ir. ¡Ella sería su mujer! Era ella, sin duda.
Laura ni siquiera coqueteó. Se sentía cómoda, como si llevara toda la vida conociendo a ese chico inquieto. Pero, viniendo de una familia tradicional, no podía darse el lujo de confiar en un desconocido. Javier, valorando su recato, le pidió su número. Laura anotó el suyo, pero no le dio el suyo. “Te llamaré después de Reyes,” le dijo, evasiva.
Javier no iba a dejar que ese regalo del cielo se le escapara. Se despidieron, pero él la siguió en secreto y averiguó dónde vivía.
Toda la Navidad, Javier flotaba de felicidad. Había encontrado a su media naranja y la amaría para siempre.
Pero pasaron los Reyes, y Laura no llamó. Javier, impaciente, pasó a la acción. Metió su libro de Bécquer en el buzón de Laura. ¿No adivinaría de quién era? Esa misma noche, ella le llamó indignada:
“¿Javier? ¿Por qué no me llamaste? ¡Te estuve esperando!”
“Laura, cariño, no tengo tu número. Te hubiera llamado al instante. ¿No recuerdas que en la librería te dio miedo dármelo?” Javier sonreía como un niño.
“¡Pero al final me encontraste!” protestó ella.
“Típica lógica femenina,” pensó Javier, feliz de comprobar que a ella también le gustaba.
Sin demora, se casaron y hasta se dieron el sí ante Dios. ¿Cómo no? Tenían mucho en común: un amor puro, el deseo de llenar la casa de hijos y su pasión por Bécquer. ¿No era suficiente?
Sobre esos cimientos construyeron su vida. Laura daba clases de literatura en la universidad; Javier era un programador brillante.
Con el tiempo, nació Sofía. Dos años después, llegó Alejandro. Todo marchaba sobre ruedas.
Javier no olvidaba a su padre. Internet le ayudó. Entre docenas de homónimos, dio con él. Se escribieron. Su padre vivía en Barcelona y lo invitó a visitarlo.
El reencuentro fue emotivo. Su padre tenía otra familia, pero nunca lo había olvidado.
“Qué bien que me encontraste, hijo. Ahora seguiremos en contacto,” lo abrazó.
Javier le habló con orgullo de su familia: “Ya eres abuelo dos veces, y esto no para aquí…”
Su padre era catedrático de medicina.
Javier volvió a casa eufórico. Su padre le había caído bien: era cálido, sincero.
Pero las responsabilidades familiares le impedían verlo seguido. Con el tiempo, perdieron contacto.
Sofía y Alejandro crecieron. Laura decidió hacer su doctorado. Su madre y su abuela habían sido doctoras en filosofía. No iba a quedarse atrás.
Eligió un tema significativo: la obra de Bécquer. Con dos hijos, trabajaba meticulosamente en su investigación.
Javier la apoyaba, ayudaba en casa. Tres años dedicados a su tesis. En ese tiempo, nació su tercera hija, Marina.
El doctorado tuvo que esperar.
Cuando Marina empezó el colegio, Laura retomó su investigación. Estaba a punto de lograrlo…
Hasta que Javier enfermó. Una dolencia extraña, peligrosa. Los médicos no daban esperanzas. Y Javier, con solo cuarenta años, se consumía.
El dolor de Laura era indescriptible. Javier, consciente de su estado, le pedía perdón por dejarla sola con tres niños…
Ella lloraba a escondidas. Y guardaba otro secreto: esperaba un cuarto hijo. No se lo dijo, para no destrozarlo más.
No creía que su felicidad pudiera terminar así. ¿En qué habían ofendido a Dios?
“Javier, ¡vas a mejorar! No me dejarás sola. ¡Tienes que vivir!” lloraba junto a su cama.
El padre de Javier llegó desde Barcelona. Laura lo llamó, recordando que era un eminente médico.
Él examinó a su hijo y sacudió la cabeza. Luego, apartó a Laura.
“Hija, la medicina no puede hacer más. Le daré algo paliativo, pero…” Dudó.
Laura esperaba un milagro, que sacara una pócima mágica y dijera: “Que tome esto, y mañana volverá la alegría.”
Pero no.
Se derrumbó. Era el fin.
“Basta de lamentos. Laura, te daré la dirección de un herbolario. Él me curó a mí. Quizá pueda ayudar.”
Al día siguiente, Laura fue. El anciano revisó los informes y asintió.
“Toma esta fórmula. Respeta las gotas. En diez días, vuelve con tu marido.”
“¿Con él? ¡No puede moverse!”
“¿Me escuchas? Tu esposo vivirá. Vendrás con él.”
Laura salió dispuesta a romper el papel. “¿Hierbas? ¡Tonterías!” Pero no tenía opción. “Probemos.”
Diez días después, Javier y Laura estaban ante la puerta del herbolario. Un mes después, él volvía al trabajo. ¿Milagro? Nunca supo su diagnóstico. El viejo solo repetía: “Perdonen y no envidien a nadie.”
Laura dio a luz a Pablo.
Sofía, Alejandro, Marina, Pablo. ¡Como de una novela de Bécquer!
Javier y Laura son felices. Cuidan su amor sabiendo que la dicha es frágil y el dolor, persistente.
¿Y el doctorado? Laura lo dejó atrás.
Su familia era ahora su única tesis…