¡Qué Apretado!
Aitana miraba con incredulidad el mensaje en su móvil:
«Hola, hija. Perdona que no te haya escrito antes, tenía mis razones. Hace años que me separé de tu madre, cuando tú solo tenías tres, y no me recuerdas. No escribiré que me arrepiento ni que quiero enmendar mis errores. Me fui con otra mujer, de la que me enamoré, y no me siento culpable. Dejé a tu madre el piso donde vivíamos y todas mis cosas; me marché con lo puesto. Pagué la pensión, aunque fuera poca, y creo que no obré mal.
Al grano. Hace cinco años, me mudé a Australia con mi nueva familia. Mi madre, tu abuela Rosario, se negó a venir; vivía en su pequeño piso de dos habitaciones. Yo pagaba sus medicinas y cuidados, pero hace poco falleció. No pude despedirme de ella ni asistir al funeral; desde aquí es complicado y caro, aunque vivimos bien.
No tenía más familia, y venir para vender el piso no tiene sentido. Los gastos superarían las ganancias. Por eso, pensé en dejártelo a ti. Ya he firmado los documentos y enviado todo al notario. Tu abuela también te nombró en su testamento. Deberás contactar con él para los trámites. Sus honorarios están pagados; solo tendrás que cubrir tasas e impuestos. Y, sobre todo, cuidar su tumba y poner una lápida. No es mucho comparado con lo que ganas: un piso propio.
Espero que te sirva. Y una cosa más: esto es solo para ti. Tu madre ya recibió su parte—el piso, la pensión—. Su posible nuevo marido e hijos no son asunto mío. Repito: la herencia es tuya.
Que seas feliz, hija. Tu padre, Roberto Martín.»
Abajo estaban los datos del notario. Aitana no pudo esperar y llamó. Le confirmaron los detalles y concertaron una cita para después del mediodía. Decidió no decirle nada a su madre aún; primero quería verlo todo con sus propios ojos.
En el piso de su madre vivían además Martina—su media hermana—, su marido y sus dos hijos. Aunque Martina era tres años menor, ya se había casado y llenado la casa de gritos. Todos apiñados en la habitación grande, mientras Aitana y su madre dormían en la otra. ¡Si lo del piso era cierto, sería un milagro! Tenía algo ahorrado para una entrada, pero con un préstamo apenas le alcanzaría para un estudio diminuto…
¡Y ahora la suerte le sonreía! Su padre le había enviado un plano: un viejo piso de los 60, pequeño, con paredes finas y sin reformas. ¡Pero era suyo! Nada de televisión a todo volumen, ni niños corriendo, ni platos sucios apilados. Podría darse baños largos, salir envuelta en una toalla—o sin nada—. Trabajar en paz, sin que le robasen la comida de la nevera.
Y, pensó mientras sonreía, ¡quizá hasta tendría vida amorosa! En el salón recibiría visitas; en la cocina, montaría su estudio. ¡Pero primero debía confirmarlo todo!
Al día siguiente, se reunió con el notario—un hombre de mediana edad, vestido con ropa cara pero desaliñada. Él le mostró los papeles y la llevó al piso. Estaba viejo, pero a Aitana no le importó: sabía cómo arreglarlo.
“Los trámites tardarán seis meses”, le explicó. “No hay otros herederos, así que no habrá problemas. Puedes cambiar la cerradura y presentarte a los vecinos, pero mejor no mudarte aún.”
Ahora venía lo difícil: decírselo a su madre.
—¿Por qué Roberto te lo da a ti? —preguntó ella, fría.
—Porque soy su hija.
—Yo fui su esposa. Estos asuntos se tratan conmigo.
—Mamá, el piso era de la abuela. Papá no puede venir de Australia, así que lo deja en mis manos.
—¿”En tus manos”? ¿Por qué solo tú decides?
—¡Porque es mío!
—¿Y yo? ¿Y Martina y los niños? ¿No somos familia?
—Lo sois —susurró Aitana—. Pero no sois familia de la abuela. Papá ya te dio un piso y pagó la pensión. ¿Por qué tendría que mantener a Martina, su marido y sus hijos? Yo dejé mi vida en pausa cuando ella se mudó aquí. Tengo 22 años, ¡quiero mi espacio!
—¡A Martina tampoco le sobra sitio!
—Ella eligió casarse sin tener dónde vivir. Yo me iba a ir de alquiler, pero ahora por fin tendré mi casa.
—¿Y nos dejas aquí? —la voz de su madre tembló.
—Sí. Os cedo mi parte y me voy.
—Podríamos intercambiar los pisos por uno más grande…
—No hay dinero para eso. Y aunque lo hubiera, Martina tendría otro hijo y estaríamos igual.
—Entonces llévame contigo.
—¡Son dos habitaciones pegadas! Sería otra vez un infierno. Iré sola.
—¡Pero Martina tiene niños!
—¡Y yo no tengo nada! —gritó Aitana—. A ella le tocó ser guapa y encontrar marido. Yo ni eso. Pero ahora tendré mi propio techo, y podré elegir a alguien sin mendigar un rincón. ¡Basta, mamá!
Se sentó frente al ordenador, se puso los auriculares y giró la silla. Su madre encendió el televisor a todo volumen—un programa que Aitana odiaba—. Aunque sabía que no la oiría, subió el volumen más. Las lágrimas le quemaban las mejillas.