La soledad no brinda felicidad

**Diario de un hombre**

No muy joven, pero con brillo en los ojos, Regina Martínez lavó su taza de té después del desayuno, preparó café con calma y miró por la ventana.

—Cuántos años viendo lo mismo. El reloj, el cristal, el libro abierto en el alféizar y la soledad. Cómo echo de menos a mi marido, que me dejó tan pronto—, pensaba a menudo.

Hace diez años enterró al amor de su vida. El dolor se apagó con el tiempo, pero la soledad sigue pesando. Los primeros años sentía su presencia cerca, pero luego se esfumó. Incluso lo notó un día y reflexionó:

—Los amados no se van de casa, simplemente desaparecen del alma, poco a poco.

Últimamente, la soledad le pesaba más. Hasta se planteó buscar a un hombre igual de solo. Observaba a su alrededor, sin prisa, deteniéndose en algún que otro vecino.

—Quizá haya alguien con mi misma suerte, otra alma solitaria. ¿Y si…?— La idea la distraía, imaginando sentada junto a un hombre, una melodía tierna sonando en su corazón cansado.

Regina llevaba tiempo fijándose en el coronel retirado del edificio de al lado. Su amiga Ana, vecina suya, le había hablado de él.

—Juan también está solo, ¿sabes? Viudo igual que tú. Tiene una hija, pero vive lejos. Es serio, pero con mi Antonio se llevan bien. Hasta salen a pescar. Míralo, Regina. ¿Para qué pasear siempre del brazo con la soledad? Mejor en pareja…

—No sé, Anita. ¿Cómo voy a ser yo quien dé el primer paso? Además, eso les toca a los hombres—, respondía Regina.

Era de esa educación, antigua profesora de literatura, mujer culta y elegante. Hablar con ella era un placer.

Juan Esteban, efectivamente, coronel retirado. Delgado, alto, canoso y con gafas. Caminaba recto, casi sin doblar las rodillas. Pero era un viudo interesante. Regina lo seguía con la mirada cuando pasaba, saludando siempre con un:

—Buenos días—. Ella respondía igual.

A veces le lanzaba una mirada significativa, pero él parecía impasible. Las vecinas del banco no paraban de hablar de él.

—Dicen que en su época en el ejército tuvo una lesión cerebral y que apenas siente nada—.

—¡Qué dices, Carmen! —interrumpía Valentina—. Mi hijo me contó que los años usando prismáticos le dañaron la vista. Por eso lleva gafas.

—Pues yo oí que tiene un problema… ya sabes, de hombre. Por eso ni mira a las mujeres—, soltaba Gloria, recién jubilada y en “búsqueda activa”.

Los rumores no cesaban. Quizá porque estaba solo y las mujeres solteras sobraban. Regina también pensaba en él.

—Este Juan Esteban es un misterio. ¿Qué hará solo en casa? Tal vez leer, como yo. Aunque es militar, quizá prefiera películas de guerra. A mí también me gustan. Si es así, ya tenemos algo en común. Y me encantan los poemas, como ese:

*”Anochece. Frescor, llovizna fina. Y raros transeúntes en la calleja. No espero a nadie. Tú no vendrás…”*

No sabía si le gustaban por estar sola tanto tiempo o por puro sentimentalismo.

Así transcurrían sus días. Hasta que el teléfono sonó, sobresaltándola. Era Ana.

—Regina, ¿qué haces? A ver si acierto… ¿leyendo? —se rió—.

—Exacto —respondió Regina—. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Veo la tele, a veces internet, pero prefiero los libros.

—Pues Antonio y yo estamos tramando algo. ¿Te acuerdas de que mañana es mi cumple?

—¡Ay, perdona! Se me había olvidado —se disculpó Regina.

—No pasa nada. Te invito a cenar en casa. Pocos, solo conocidos.

Al día siguiente, Regina se preparó para la cena. Se miró al espejo: arrugas aquí, flacidez allá.

—Bueno, no está mal. La edad elegante —sonrió.

Al llegar a casa de Ana, vio que el coronel también estaba.

—Pasa, Regina —dijo Ana, sentándola junto a Juan.

La velada avanzó entre brindis y risas. Antonio, gran anfitrión, animaba el ambiente. Al sonar la música, algunos bailaron. Regina esperaba, pero fue la vecina Tamara quien se adelantó, arrastrando a Juan a la pista.

Regina evitaba mirarlos, pero sus ojos la traicionaban. Tamara se pegaba demasiado… o eso le pareció.

Al terminar, Juan se sentó junto a Regina, rozándole la pierna. Ella lo miró y encontró una cálida sonrisa en sus ojos castaños. Su corazón dio un vuelco.

—Perdón, no quise molestarla —susurró él.

—No es nada —respondió ella.

En la siguiente canción, Juan la invitó a bailar, adelantándose a Tamara. La condujo con firmeza, militar pero suave. En un giro, la atrajo hacia sí, susurrándole al oído.

—Qué brazos más fuertes… Y esa sonrisa —pensaba ella, ruborizada.

Tamara los observaba con rabia.

—¡Cómo se menea! —pensaba—. Y él, mirándola así… A mí nunca.

Juan, ajeno, solo veía a Regina.

—Creí que ya no sentía nada —pensaba—. Pero la sangre me hierve.

Al despedirse, él la tomó del brazo.

—La acompaño —propuso—. ¿O prefieren pasar por mi casa?

—Otro día —dijo ella, sin querer precipitarse.

Afuera, el aroma a lilas invadía la noche.

—¿Un paseo? —sugirió él, como si leyera su mente.

Caminaron largo rato. Luego, él la llevó a su puerta.

—¿Quiere pasar? —preguntó ella.

Él aceptó al instante.

Ana y Antonio los vieron marchar, satisfechos.

—Parece que al coronel aún le queda fuego —comentó Antonio al acostarse—. Y pensar que decíais que estaba acabado.

Ahora, Regina y Juan pasean juntos por las tardes. Son felices. Todos lo notan. Todos menos Tamara.

**Lección:** El amor no entiende de edades ni de tiempos perdidos. Solo espera el momento preciso para florecer.

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La soledad no brinda felicidad