“Todas mis amigas tienen madres jóvenes y bonitas, menos yo. La mía parece más una abuela, y me duele mucho…”
“Lucía, ¡Eh, Lucía! ¡Allí viene tu abuela a buscarte!” Lucía miró al pasillo y frunció el ceño: contra la pared estaba su madre.
“Mamá, ¿por qué vienes a recogerme? Ya puedo volver sola, ¿sabes? No soy una niña pequeña”, decía Lucía, mirando con enfado a su madre.
“Lucita, ya está oscuro. Las chicas no deben andar solas de noche, es peligroso”, se justificaba su madre.
“Mamá, ¿qué noche ni qué nada? Son las siete de la tarde y vivimos cerca… Ya soy mayor, casi tengo trece años”. La niña agarró su bolsa y salió corriendo de la escuela de música.
…Lucía nació cuando sus padres ya habían perdido toda esperanza. La primera señal de que Isabel esperaba un bebé la tomó por sorpresa cuando ella y su marido, Francisco, se preparaban para ir a casa de unos amigos.
“Fran… No me encuentro bien… Me duele el estómago, tengo náuseas. Quizá comí algo en mal estado… Voy a echarme un rato. Ve tú solo si quieres…” Pero él, claro, no fue sin ella.
Estuvo mala dos días, tratándose con remedios caseros: infusiones, ayuno, agua con limón… Pero no mejoraba, y al tercer día, Francisco, a pesar de su débil resistencia, llamó al médico.
El enfermero la auscultó con atención, le dio golpecitos en la espalda, le revisó la garganta. Le tomó la temperatura y le hizo preguntas que a ella le parecieron extrañas, como si no vinieran al caso. Además, la miraba de un modo raro, casi como si no se lo tomara en serio. Estuvo a punto de regañarle por su falta de profesionalidad, pero no tenía fuerzas…
Al día siguiente, siguiendo el consejo del médico, fueron al ginecólogo.
Francisco se quedó en el pasillo, caminando de un lado a otro con nerviosismo… Cuando Isabel salió, le asustó su expresión. Tenía una sonrisa temblorosa, luego rompió a llorar mientras le tendía un papel. Él lo cogió con miedo, esperando leer algo terrible.
“Fran… Francico… Vamos a tener un bebé”, dijo Isabel entre lágrimas, cubriéndose la cara con las manos. Él la abrazó en silencio, aturdido por la noticia, sin creer lo que oía, temiendo que aquel momento mágico se esfumara…
Tenían cuarenta y dos años. Isabel dio a luz casi a los cuarenta y tres, siendo la madre más mayor de todo el hospital. Las enfermeras, entre ellas, la llamaban «la señora mayor de la habitación ocho»…
Finalmente, en la fecha prevista, nació la niña. Para sorpresa de todos, el parto fue fácil, sin complicaciones, más sencillo incluso que el de muchas madres jóvenes. La bebé era grande, sana y llorona.
Cuando Lucía era pequeña, no notaba diferencia entre su madre y las otras. Para ella, todas las madres eran iguales. Pero al crecer, siendo una niña lista, escuchó por primera vez la cruel realidad en el parvulario.
“Mamá, mamá, la madre de Lucía es viejísima y se va a morir pronto. Porque los viejos se mueren, ¿verdad?”, dijo un niño de su clase.
Lucía, sin pensarlo dos veces, le golpeó en la cabeza con un muñeco. Por suerte, era de plástico. Solo le dejó un chichón, pero la madre del niño armó un escándalo en todo el colegio.
“¡Tener hijos a su edad! ¡En vez de cobrar la pensión, anda criando una hija! ¡Y encima no saben educarla! ¡Voy a denunciarles! ¡Que venga la asistente social!”, gritaba la mujer, secando las lágrimas de su hijo.
En casa, Lucía tuvo una charla seria con sus padres, pero desde entonces no dudaba en pegarle al niño o a cualquiera que hiciera esos comentarios. Aun así, empezó a creer que había algo de verdad en aquello y, sin darse cuenta, comenzó a avergonzarse de sus padres…
Luego creció y empezó el colegio. Las reuniones de padres eran una tortura. Se imaginaba a la profesora dirigiéndose a ellos y veía a su madre ruborizarse o a su padre canoso, incómodo… Por eso, ser hija de padres mayores también tuvo su lado bueno: nunca dio motivos para quejarse y sacaba buenas notas.
Claro que sus padres eran maravillosos y los mejores del mundo. Los quería con toda su alma. Pero cuánto deseaba que su madre se pareciera a la de Laura, por ejemplo, que más bien parecía su hermana mayor. O que su padre fuera como el de Pablo, con vaqueros de cuero y un coche espectacular.
Pero no… Sus padres no eran jóvenes ni modernos. A su madre no le gustaba arreglarse mucho. Prefería un libro antes que unos zapatos de tacón. Su padre adoraba su viejo Seat, pasando los fines de semana en el taller, «perfeccionándolo», como decía él. Además, era un hombre culto, le encantaban las novelas históricas, seguía la política y hacía unas aceitunas aliñadas deliciosas.
Lucía creció, terminó el instituto y entró en la facultad de medicina. Su hábito de estudiar dio frutos: se graduó con matrícula y comenzó la residencia en un hospital cercano. Le encantaba su trabajo, sobre todo porque tuvo un tutor que le hizo amar la odontología. Su padre, bromeando, la llamaba «la capitana de las sonrisas perfectas».
Un día, mientras asistía al dentista, entró un chico con dolor de muelas. Resultó ser algo simple: se había roto un diente al morder unas nueces. El chico, llamado Javier, se sintió cohibido al verla, pero todo salió bien. Tras el trabajo, se lo encontró esperándola a la salida.
“Hola de nuevo, maga de las manos. Averigüé tu hora de salida y quise esperarte. ¿Te molesta?” Javier le tendió un ramo de rosas.
Lucía se sonrojó, pero desde el principio le había gustado. Caminaron hacia su casa, charlando con naturalidad. Sintió como si lo conociera de toda la vida, tenían tantas cosas en común… Se hicieron novios, y al mes, Javier le pidió matrimonio. Le presentó a sus padres, gente amable y cercana: su madre era profesora de infantil, su padre, ingeniero…
Y llegó el momento que Lucía había temido y esperado toda su vida: presentar a Javier a sus padres.
“Mamá, papá, tengo algo que deciros… Tengo novio y me ha pedido casarse conmigo… He dicho que sí. Quiero invitarle a comer el domingo. ¿Os parece bien?”, soltó de golpe, nerviosa por su reacción.
“Lucía, nunca nos habías hablado de él… ¿Por qué no nos lo presentaste antes? ¿Y no es demasiado pronto para casarte?”, preguntó su madre, desconcertada.
“Isabel, cálmate, por Dios. Si no nos lo presentó antes, por algo sería. ¿Demasiado pronto? ¡Nuestra hija tiene casi veinticuatro años! Tú a su edad ya estabas casada conmigo. Lucita, no hagas caso a tu madre, lo dijo sin pensar. ¡Claro que venga, encantados!”, dijo su padre, abrazándola.
“Lucita, cariño, por supuesto que traigas a tu novio. ¡Dios mío, qué alegría! ¡Qué felicidad!”, Isabel sacó un pañuelo y se secó las lágrimas.
“Ay, mamá… Sabía que ibas a llorar”, Lucía la abrazó, mientras su madre susurraba: “Es de felicidad, hija, de felicidad…”
El domingo, compraron un pastel, vino y una caja de bombones. Para su madre, un ramo de flores.
La recepción fue cálida. Cuando Javier besó la mano de su futura suAl llegar a casa aquella noche, Lucía abrazó con fuerza a sus padres, comprendiendo por fin que el verdadero amor no tiene edad y que la familia es el mayor tesoro que la vida puede regalar.