La buena señal

Buena Señal

Cinco días antes de Nochevieja, Lola recibió tal carga de decepción y humillación que apenas pudo reponerse. Solo lo hizo por no amargarles la fiesta a los niños.

Marcos últimamente no dejaba de quejarse de todo. Nada de lo que hacía su esposa o decían los hijos le gustaba. Estallaba por cualquier cosa, hasta que Antonio, de nueve años, le preguntó a su madre:

—Mamá, ¿por qué papá está tan enfadado?

Su hermana pequeña, Alba, que acababa de empezar primaria, quizá no se daba cuenta, pero su hermano mayor sí había notado el cambio.

—Cariño, no le hagas caso. Es que en el trabajo las cosas no van bien, y llega cansado y de mal humor. Ya hablaré con él —Lola abrazó a su hijo y le dio un beso en la cabeza.

Lola se percató de que su marido ya no podía contenerse. Algo raro le pasaba: estaba distraído, se enfadaba sin motivo, incluso con los niños cuando hacían ruido. Antes, él mismo armaba jaleo por toda la casa, y era ella la que terminaba calmándolos.

Ese día, Antonio y Alba empezaron a corretear por el salón.

—¡Dejad de ir como locos o os castigo! —rugió Marcos con tal ferocidad que los niños se quedaron paralizados.

Ambos se encerraron en su habitación sin decir palabra.

—Marcos, ¿qué te pasa? Se puede llamar la atención a los niños con más delicadeza —dijo Lola al ver la expresión de sus hijos.

—Nada —respondió él, igual de seco.

—No mientas. Esto ya es habitual. ¿No ves que descargas tu ira con nosotros? ¿Qué culpa tenemos?

Lola no esperaba la reacción de su marido y hasta se arrepintió de haber empezado la discusión. Pero luego pensó: “Da igual ahora o después…”.

Marcos se levantó del sofá, dudó un momento y, cambiando el peso de un pie a otro, soltó:

—No quería tener esta conversación antes de Nochevieja, pero ya que insistes…

—¿Por qué? —preguntó ella, confundida.

—Para no fastidiar la fiesta.

—¿Y cómo ibas a fastidiarla?

—Lola, ¿es que no lo entiendes? Bueno… Conocí a otra mujer y me enamoré —confesó, tras tomar aire.

—¿Qué? ¿Cuándo? —su esposa no daba crédito—. ¿Es una broma?

—No, Lola. No bromeo. Me voy de casa. Veré a los niños los fines de semana. Pagaré la pensión.

Lola se quedó en shock. Intentó decir algo, pero él la interrumpió:

—Se lo diré yo. No les digas nada.

—Pero no ahora —musitó ella, sabiendo que sería un golpe para ellos.

Asintió, derrotada, y se dejó caer en el sofá, intentando asimilar las palabras de su marido. Marcos entró en el dormitorio, sacó una maleta y empezó a meter ropa. Poco después, la puerta se cerró de golpe.

“Nunca entendí a las mujeres abandonadas —pensó—. Ahora lo comprendo. Duele tanto que parece que la vida se acaba. Pero debo ser fuerte. Tengo que explicárselo a los niños”.

Podría haberse quedado horas rumiando su mala suerte, pero Alba salió de la habitación:

—Mamá, ¿se ha ido papá? ¿Dónde está?

—Papá… ha tenido que viajar por trabajo.

—¿Cuándo vuelve?

—No lo sé, cariño.

—¿Y celebraréis Nochevieja sin él? —Antonio apareció también, frunciendo el ceño.

—Sí, los tres juntos. Pero tranquilos, tendremos árbol, regalos… todo como siempre —respondió ella, forzando una sonrisa.

Lola apenas durmió esa noche. El estrés la consumía, y las palabras de Marcos —”me enamoré”— resonaban en su cabeza. No podía aceptarlo…

La mañana del 31 de diciembre, se obligó a preparar la cena. Lo que más temía era que los niños notaran algo raro. Así que cocinó con esmero, algo que siempre se le dio bien y disfrutaba haciendo.

“Al menos me distraeré —pensó—. Que la Nochevieja sea alegre, como siempre. Total, los niños no se irán a dormir temprano”.

Mientras cocinaba, recordó que le faltaban cosas y se dispuso a salir.

—Mamá, ¿adónde vas? —preguntó Alba.

—Al supermercado…

—¡Yo voy contigo! —dijo la niña, corriendo a ponerse el abrigo.

—Mamá, tráeme patatas fritas —pidió Antonio—. Yo me quedo. Alba, recuérdaselo, ¿vale? —la pequeña asintió entusiasmada.

Por la tarde, los niños salieron a jugar. El árbol ya estaba decorado, y la mesa, dispuesta con un frutero en el centro. Lola estaba en la cocina cuando oyó a Antonio gritar:

—¡Mamá, ven rápido!

—¿Qué pasa? ¿Ya estáis de vuelta? —Al llegar al pasillo, vio a su hijo con un gatito negro y una mancha blanca en la frente.

Los niños sonreían, emocionados.

—No. Eso no —dijo ella firme, pero sus hijos la miraron suplicantes.

—Mamá, por favor —lloriqueó Alba.

—He dicho que no. ¿Dónde lo habéis encontrado? Está sucio.

—Mamá, si papá dice que sí… —Antonio sabía que a su padre le gustaban los gatos.

—Papá no está. Ponedle un trapo en el portal, dadle leche y que se quede ahí.

—¡Hace frío! Lo lavaremos, quedará limpio —insistieron, pero Lola no cedió—. No os enfadéis en Nochevieja. Llevadlo al portal. Fin de la discusión. Id a lavaros las manos.

Antonio cerró la puerta sin rechistar. Los niños obedecieron y se encerraron en su habitación. Lola se sentía culpable, pero no quería un gato en casa. Ya tenía suficiente con que su marido la hubiera dejado.

Mientras preparaba la cena, sonó el timbre. Al abrir, vio al gatito en el felpudo, que entró como un rayo.

—¡Eh! —gritó Lola, mirando a su vecina, Doña Carmen.

—Lolita, este visitante insistía —dijo la mujer, sonriente—. Llevaba rato maullando aquí. Es buena señal, os ha elegido.

Los niños, entusiasmados, intentaban atrapar al minino, que se refugió bajo el sofá.

—Lola, créeme —añadió Doña Carmen—, un gato en Nochevieja trae suerte.

Lola no respondió. Cuando la vecina se fue, sacó al gatito y lo dejó en el portal.

—Mamá, eres mala —dijo Antonio, serio—. Si estuviera papá, nos dejaría quedarlo.

Los niños volvieron a encerrarse, pero ella los llamó a cenar.

—¡No queremos! —gritaron al unísono.

Eran las ocho de la noche. Sabía que estaban resentidos. “Que se les pase un poco”, pensó.

Mientras amasaba para el roscón, notó un silencio extraño. La tele estaba baja, y los niños no hacían ruido. Curiosa, se acercó a su habitación y entró sin hacer ruido.

—Alba, trae un trapo del baño y limpia. Que no lo vea mamá…

—¡Hazlo tú! —replicó su hermana.

En el suelo había un charco, y el gatito, tan tranquilo, al lado. Lola casi salta del susto. Limpió rápido, agarró al animal y lo sacó de nuevo.

—¡Mamá!—¡Está bien! —suspiró Lola al ver las caritas tristes de sus hijos—, pero se queda solo hasta que vuelva papá.

Rate article
MagistrUm
La buena señal