**20 de diciembre**
Llevamos veinte años compartiendo vida, y como en cualquier matrimonio, hay momentos tensos. A mí y a Rosa nos ha tocado.
“Veinte años con Román, tantas cosas vividas, criando a nuestro hijo, Javier, que ahora estudia en la universidad. Debería llamarle, a ver cómo lleva lo de vivir solo. Tanto que quiso independizarse, y ahí está, en la residencia de estudiantes. Y ni se queja”, pensaba Rosa, arropada con una manta en el sillón.
Nuestro hijo ha sido cabezota desde pequeño, igual que ella. Por eso se entienden tan bien. Es como un reflejo de sí misma. No tuvimos un segundo hijo, aunque a veces Rosa lo deseaba. La vida es complicada, y al final, creo que acertamos.
Nos conocimos en la universidad, nos casamos al tercer año, y al cuarto nació Javier. Menos mal que su madre nos echó una mano, porque Rosa pudo terminar la carrera sin problemas.
Al principio, las cosas no fueron fáciles. Dinero justo, trabajos precarios… Pero con el tiempo, como dicen, “todo pasa, y lo que no, paciencia”.
Yo conseguí un buen puesto en una gran empresa, escalando poco a poco. Ahora soy subdirector general. A Rosa no le interesaban esos puestos altos; trabajaba como administrativa en otra oficina.
Desde el principio, le dejé claro:
“Podría meterte en mi empresa, pero no quiero trabajar juntos. A Luis le pasó lo mismo con su mujer: solo discuten. La celaba hasta de la limpiadora.”
“Tranquilo, Román. El trabajo es una cosa, la familia, otra. Pienso igual”, me respondió.
Soy un hombre serio. No me distraigo con otras mujeres, aunque, como todos, me gusta admirar la belleza, y alguna fantasía tendré. Pero nunca he traicionado a Rosa. Bueno, algún coqueteo inofensivo. Las mujeres también tiran de la cuerda a veces.
Rosa me celaba. A veces explotaba, armando escándalos. Ahí la veía, en el sillón, la nieve cayendo fuera, hipnotizando la pantalla del móvil con mi foto: mi cara medio barbuda, sonriéndole.
Silencio en el piso, y yo seguía sonriéndole desde la pantalla. Ella pensaba:
“Sonríe, y a mí me duele. Podría llamarme. Me siento fuera de lugar, sola. Todo por no tragar mi orgullo y aceptar esta separación temporal. Ahora, ¿qué hago? Podría haber arreglado las cosas, pero no…”
Hace medio año, le dije:
“Hay una fiesta de empresa por el aniversario. El jefe quiere que vayamos con nuestras parejas. Así que, mujer, prepárate.”
“¡Ay, Román! Necesito un vestido nuevo. Quiero estar guapa.”
“Claro, ¿cuándo vamos?”
“El sábado, a dar una vuelta por El Corte Inglés”, decidimos.
Eligió un vestido elegante, que casi me dejó sin palabras cuando se lo probó con los zapatos nuevos.
“Vaya, Rosa, ¡estás espectacular!”
“¿Y tú qué esperabas?”, rió, levantando la cabeza, orgullosa.
Ahora, en el sillón, recordaba esa fiesta. Una imagen no se le iba: yo bailando con mis compañeras, sobre todo con la contable, Lucía, con su vestido rojo ceñido, susurrándome al oído y riéndonos juntos.
A Rosa la dejé con Luis, divorciado, que no paraba de soltar historias de sus vacaciones en Tailandia. Ella fingía escuchar, pero por dentro ardía.
Al volver, noté su disgusto. No pregunté; ya soltaría todo.
Después de quitarse el maquillaje, dijo:
“No me gustó cómo te portaste. ¿Por qué me dejaste con Luis? No podía parar de hablar.”
“¿Querías que me pegara a ti toda la noche y evitara a todas las mujeres? Además, ellas me sacaban a bailar. ¿No lo notaste?”
“Sí”, contestó, sintiendo que exageraba pero sin poder parar. “Mejor eso que ignorarme para bailar con esa contable, Lucía.”
“Rosa”, dije, cansado, “estoy harto de tus celos, y no es la primera vez. Tus reproches, tus dramas… Pareces una paranoica.”
“Mejor eso que un mujeriego.”
“Bueno, creo que necesitamos un tiempo separados.”
Ella contuvo las lágrimas, mirando por la ventana. Su orgullo no le dejó ceder, aunque por dentro temía perderme.
“Yo también pienso lo mismo”, dijo.
Fuera, una tormenta rugía, iluminando el cielo.
Al día siguiente, me fui con mis cosas. Rosa se moría de pena.
En las noches, pensaba:
“¿Debí decirle más que le quiero? ¿Dejar de desconfiar? En el fondo, nunca creí que me fuera infiel. Y no debí aceptar esta separación. Ahora veo que no es un descanso, sino el principio del fin.”
Eso se entiende mejor mirando atrás.
Rosa ni siquiera consideró a otros hombres. Solo a mí.
**24 de diciembre**
Se acercaba la Nochebuena. Rosa miraba la nieve caer, algo raro en Madrid, donde suele ventar. Le encanta el invierno, ese manto blanco cubriendo todo.
El móvil vibró en su mano. Era su madre:
“Rosa, cariño, ¿cómo estáis?”
“Hola, mamá. Todo bien”, mintió.
“Tu padre y yo esperamos que vengáis a pasar las fiestas, con Javier si puede. No rompáis la tradición.”
No tuvo corazón para decirles que vivíamos separados.
Le encantaba celebrar en el pueblo de sus padres, al pie de la sierra. Esquiamos, tomábamos chocolate caliente junto a la chimenea, sobre una piel de gamos que su padre consiguió. Veíamos películas antiguas y comíamos los dulces de su madre.
Colgó y se sintió vacía. No sabían nada.
“¿Llamo a Román?”, dudó.
Finalmente, lo hizo.
“Hola, Román.”
“Hola”, contesté, animado.
“Mamá llamó. Espera que vayamos a las fiestas. No les he dicho nada.”
“No me importa ir. Pero… ¿qué les decimos?”
“No les digamos nada. No quiero estropearles la Navidad. Fingiremos que todo va bien. Después ya veremos. Y mientras… haz como si me quisieras.”
“Vale.”
“Perfecto. Tengo que comprar los regalos.”
“Si quieres, te ayudo.”
“Quedamos pasado mañana en el centro comercial.”
Sus latidos casi saltaban. No nos veíamos desde que me fui.
Al encontrarnos, nos mirábamos con nostalgia, sonriendo tímidos.
“¿Cómo estás?”, pregunté.
“¿Tú qué crees?”
Compramos regalos para sus padres, su hermana y Javier. Rosa reía, hablaba animada, feliz como hacía meses.
La llevé a casa y la ayudé con las bolsas.
“Gracias por el viaje.”
“Un placer”, dije, mirándola fijo.
Ella deseó que entrara.
“¿No quieres un café?”
“Sí, mucho”, susurré, abrazándola de repente.
Ella sonrió al cielo. Nevaba, los copos venían hacia nosotros, como si el cielo también se acercara. Ella era feliz. Yo también.
Lo demás ya no importaba.
**Lección:** El orgullo es un muro, pero el amor sabe encontrar la puerta. A veces, basta un paso atrás para ver lo que realmente vale la pena.