**La Prueba de Sangre**
Elena removía con desesperación la leche en el puré del niño mientras Iván intentaba construir “el ascensor más alto del mundo” con sus bloques. En la mesa, la suegra, Carmen Gutiérrez, de ojos grises y lengua afilada, vestida con una bata de flores, tosía levemente.
—Mira esos arcos, parece que se los ha depilado otra vez —murmuró, observando a su nieto—. Ni un solo rasgo nuestro. Al menos podría haber heredado las orejas de su padre.
—Mamá, si me miras a mí, tampoco soy una copia de Daniel —sonrió Elena, apartando el tazón—. Los genes son caprichosos.
—Caprichosos o no, pero extraños —replicó Carmen, levantándose para ir a la cocina por otra tetera.
Elena respiró hondo: *”Aguanta. Solo faltan cuatro días para el sábado.”* Era el cumpleaños número sesenta de Carmen, y Elena había planeado una reconciliación: un banquete en el restaurante *El Jardín de los Naranjos*, música de jazz en vivo, una tarta de tres pisos y, lo más importante, un viaje al balneario *Pinar del Mar* por tres semanas. *”Descansará y dejará de obsesionarse con los parecidos,”* pensaba.
Esa noche, mientras revisaba la lista de gastos, Daniel asomó la cabeza por la puerta del estudio:
—He encargado un álbum con fotos antiguas para mamá. Estará listo para el sábado.
—¡Perfecto! Pero no se lo digas, que le dé la emoción.
—No te tomes a pecho sus comentarios —dijo él—. Es buena persona, solo que habla sin filtro.
—Lo sé. Pero si vuelve a decir “no se parece”, explotaré.
Daniel la besó en la frente y se fue a revisar los deberes de Iván.
El jueves por la mañana llegó un paquete sin remitente. Una chica con chaqueta amarilla se lo entregó a Elena.
—Firma aquí.
Lo dejó en el salón junto a los demás regalos: un pañuelo de seda, miel de romero y el sobre con los billetes para el balneario. Lo envolvería el viernes; el detalle debía ser impecable.
El sábado al mediodía, el sol de marzo brillaba en el *Jardín de los Naranjos*. El aroma de rosas y almendras inundaba el aire. Carmen entró del brazo de su hijo:
—¡Vaya despliegue! No en vano trabajé cuarenta años.
—Solo para usted —sonrió Elena, guiñando un ojo al camarero para que sirviera el cava.
La música, las luces cálidas, los aplausos al cortar la tarta… Todo parecía perfecto. Hasta que Iván encontró un sobre plateado con el logotipo *GENETIX*.
—¿Esto también es un regalo? —preguntó, entregándoselo a Elena.
—No es nuestro —susurró ella, pero Carmen lo agarró.
—¡Ah, esto sí es mío! Gracias, cariño. —Abrió el informe y palideció.
—Mamá, ¿qué pasa? —Daniel intentó mirar.
—Nada —farfulló, arrugando los papeles.
Elena sintió un escalofrío: *”¿Habrá enviado ella misma esa prueba de ADN?”*
El resto de la noche fue una niebla. El rostro de Carmen la quemaba desde lejos.
Al llegar a casa, Daniel sacó el informe arrugado: *”Probabilidad de relación abuela/nieto: 0%.”*
—No fui yo —susurró Elena—. Ella lo pidió. Yo solo quería darle una noche feliz.
—Pero estos números… —Daniel se pasó una mano por la cara—. ¿Cómo puede ser?
—Quizá el test es falso. O lo hizo para probar su teoría.
A la mañana siguiente, Daniel fue a casa de su madre. Carmen lo recibió con una pila de documentos.
—Siéntate. Esto es lo que encontré. —Mostró dos pulseras del hospital, ambas con su apellido pero diferentes números de habitación—. Guardé una como recuerdo. Hasta que hallé esta otra. Encargué la prueba para confirmar.
—¿Crees que Iván no es mío?
—Parece que ni tú eres mío. —Su voz tembló—. Crié a un niño que no era mi sangre.
—Esto es un error. Haremos otra prueba oficial.
Cuatro días después, los resultados llegaron.
—”Relación padre/hijo: 99,98%.” —Daniel miró a su mujer—. Iván es mío. Pero… “Relación abuela/nieto: 0%. Relación madre/hijo: 0%.”
Carmen soltó una risa amarga:
—Treinta y cinco años creyendo una mentira.
Elena se acercó:
—Usted lo crió, lo amó…
—¡Lo amé con el alma! —Carmen rompió a llorar—. Pero ahora… no tengo ni hijo ni nieto.
—Tienes a esta familia —dijo Daniel, abrazándola—. La sangre no lo es todo.
Iván se acurrucó junto a ella:
—Abuela, ¿jugamos al ajedrez? Prometiste.
Carmen le acarició el pelo —tan distinto al suyo, pero cálido y con olor a champú de fresa.
Una semana después, Daniel y Elena viajaron al hospital donde nació. En los archivos polvorientos, encontraron la verdad: otro niño, Alejandro Martín, fue confundido con Daniel aquella noche.
Lo localizaron en redes: ingeniero, moreno, con los mismos pómulos que Carmen. Se reunieron en una cafetería.
—Hola… supongo que debería decir “hola, mamá” —sonrió Alejandro, nervioso.
Carmen le tocó la mejilla con dedos trémulos:
—Así que aquí terminaron mis pómulos.
Pasaron horas compartiendo historias. Al volver a casa, Elena preguntó:
—¿Es difícil asimilarlo?
—Es raro —susurró Daniel—. Sigo siendo el mismo, pero el mundo ha cambiado. Mamá está contenta de encontrar su sangre, pero no me dejará ir. Ahora somos más.
—¿Y ya no dice que Iván no se parece?
—Hoy dijo: “Lleva la cucharra en la boca igual que Alejandro.” Le contesté: “Es porque ahora somos familia por partida doble.” —Se rio y tomó la mano de Elena—. ¿Cuánto porcentaje de ADN tiene el amor?
—Infinito —respondió ella—. Y ninguna prueba podrá negarlo.
En la habitación contigua, Carmen cerraba dos álbumes: uno viejo, con fotos de Daniel, y otro nuevo, de Alejandro y sus hijos. Los acarició como dos mitades de un mismo corazón. Por primera vez en años, su hogar se sentía lleno. Demasiado lleno. Demasiado feliz.