Los transeúntes notaron a una niña en la calle y llamaron a la policía. La pequeña le dijo al agente que unas voces le habían ordenado irse y señaló una casa al final de la calle.
Nadie supo de dónde había salido. La niña, de unos seis años, estaba plantada en la acera con un vestido blanco de fiesta, como si acabara de llegar de una celebración.
La gente se detenía. Unos le ofrecían agua, otros sugerían avisar a los servicios sociales. La niña parecía bien cuidada, nada que ver con alguien sin hogar. Pero permaneció en silencio hasta que, por fin, susurró:
—Oí voces…
Eso alertó a los presentes. Alguien llamó a la policía.
Quince minutos después, llegó un sargento joven pero de mirada cansada. Se agachó junto a ella y habló con suavidad:
—Hola, ¿cómo te llamas? ¿Dónde están tus padres? ¿Qué haces aquí sola?
La niña miró al agente y contestó en voz baja:
—Las voces me dijeron que me fuera de casa.
—¿Qué voces, cariño?
El policía sintió un escalofrío al escuchar lo que la pequeña decía.
—No las vi. Estaba detrás de la puerta… Primero hubo un estruendo. Luego las voces dijeron: «Vete. O serás un difunto.»
Hizo una pausa y añadió:
—Señor, ¿qué es un difunto?
El agente sintió que la sangre se le helaba.
—¿Dónde vives? —preguntó, esforzándose por mantener la calma.
La niña extendió el brazo y señaló una casa al final de la calle. Una vivienda normal, con un pequeño jardín y las cortinas corridas. Todo parecía tranquilo, demasiado tranquilo.
El sargento entró. La puerta estaba entreabierta.
Con solo unos pasos, lo comprendió todo.
En el suelo del salón yacía una mujer. Pálida, sin respiración, sin pulso. No hacía falta decir más.
Más tarde se supo: el padre de la niña, en un arranque de furia, había matado a su esposa. Al oír los gritos, la pequeña se acercó a la puerta del dormitorio, pero no entró. Entonces, una voz—la de su padre—le susurró entre el pánico:
—Vete. Huye de aquí. Ahora.
Intentó protegerla de aquella imagen. No sabía que, de algún modo, ella lo sentiría todo igual.
La niña obedeció. Salió sola. Con su vestido blanco. Hacia la calle, hacia desconocidos que pudieran escucharla.
Y así se salvó. De su propio padre, quien debió ser su protector.