Las Pruebas que Hay que Superar
Vera Ramírez esperaba a su marido y a su hijo de un viaje de negocios. Habían ido a una provincia cercana para expandir su empresa y abrir una sucursal en otra ciudad. Los negocios de su esposo y de su hijo, Adrián, marchaban viento en popa. La empresa prosperaba.
Vera contaba los minutos para su regreso, especialmente el de Adrián. Necesitaba contarle urgentemente lo que había oído de su nuera, Laura, quien estaba a punto de dar a luz. Todos sabían que Laura no quería a Adrián, pero por el bien del futuro nieto, aguantaban.
Vera escuchó a Laura hablar por teléfono:
—Pronto daré a luz y me escaparé con el niño. Claro, me llevaré algo de valor de la casa y desapareceré. Aquí hay de dónde sacar provecho.
Su primer impulso fue llamar a Adrián, pero desistió. Él y su padre tenían una reunión importante. Ya le contaría cuando volvieran.
—Podemos recuperar al niño del hospital, y Laura que se vaya al diablo. Total, no lo quiere.
Cuando Laura entró en trabajo de parto, su marido e hijo ya estaban de vuelta. La ambulancia la llevó al hospital. Poco después, Vera recibió una llamada: su esposo y Adrián habían tenido un accidente. Su marido murió en el acto; Adrián, veinte minutos después, pero susurró:
—Quítenle el niño a ella.
El policía le explicó a Vera que no había ningún niño en el coche. Ella murmuró:
—Mi nuera acaba de dar a luz. Es mi nieto, todavía están en el hospital. Laura no lo quiere, por eso mi hijo dijo eso.
No esperaba volver a ver al niño, pero finalmente fue ella quien recogió a Laura del hospital. No sabía cómo había soportado tanto. Le ayudó Arturo, amigo de su marido y de Adrián, quien trabajaba con ellos como financiero en la empresa. Se encargó de todo: el funeral, el velorio, incluso consiguió que un médico cuidara de Vera durante esos días.
Arturo también trajo a Laura y al pequeño Rodrigo del hospital. Tras la muerte de su esposo, Laura no tenía intención de abandonar aquella gran casa. Vera contrató a una niñera, ya que no podía ocuparse ella misma del bebé. Se sumergió en los negocios de la empresa, pues todo pasaría a ser suyo, como ya estaba establecido. Mientras, Arturo llevaba las riendas, y ella confiaba plenamente en él.
Laura apenas prestaba atención al niño y solía desaparecer. A los seis meses, se llevó a Rodrigo y se marchó, robando dinero del escritorio de su suegro. No pudo abrir la caja fuerte porque desconocía la combinación.
Vera sufrió otro golpe al perder a su nieto, el único recuerdo vivo de su hijo. Pero al poco tiempo, su nuera apareció de nuevo.
—Tienes que darme dinero, las acciones de la empresa y todo lo que me corresponda tras la muerte de mi marido. Si no, no volverás a ver a Rodrigo. Lo dejaré en un orfanato y nunca lo encontrarás.
Vera cedió a todas sus exigencias, incluso más de lo legal. Le entregó hasta sus joyas de oro.
—Laura, por favor, déjame ver a Rodrigo.
Laura prometió, pero no cumplió.
Con el tiempo, Vera se recuperó y se hizo cargo del negocio, con Arturo como su brazo derecho. Él era honesto y eficiente. Lo que más la atormentaba era no poder ver a su nieto.
Arturo le sugirió acudir a la policía para localizar a Laura y al niño.
—Vera, tengo un amigo inspector. Vayamos directamente a hablar con él.
Aceptó.
Pronto descubrieron que Laura se había juntado con gente de mala reputación. Les había entregado las acciones a cambio de una casa que nunca recibió. La estafaron y la abandonaron. Empezó a beber y descuidó al niño. Finalmente, uno de sus compañeros de copas le dio un ultimátum:
—O yo o tu hijo.
Eligió a él, y juntos abandonaron a Rodrigo en el bosque. El inspector lo supo cuando rastreó a quienes intentaron vender las acciones robadas. Laura confesó dónde lo había dejado, pero el niño ya no estaba allí. Lo buscaron sin éxito. A ella la arrestaron.
Quería vivir en el pueblo
Carla creció en un orfanato. Cuando llegó el momento de independizarse, decidió mudarse a un pueblo cerca de la ciudad. Le asignaron una pequeña casa, y estaba feliz. Por fin tenía un hogar.
—No es nueva, pero es sólida. La haré acogedora. Soñé con esto toda mi vida.
Consiguió trabajo en una cafetería local. Siempre había querido ser cocinera, y en el orfanato, la cocinera, la tía Carmen, a veces la dejaba ayudarla. Poco a poco, su vida en el pueblo mejoró. Arregló la casa con la ayuda de su vecino, Javier, un chico tímido que vivía con sus padres.
Carla no sospechaba que a Javier le gustaba. Un día, fue al bosque a buscar setas para hacer empanadas. Mientras caminaba, vio a un niño dormido bajo un arbusto, sucio y descalzo.
—Cariño, despierta—le dijo, acariciándole la mejilla.
El niño abrió los ojos asustado y lloró. Ella lo levantó, pero él se resistía.
—No llores, no te haré daño—susurró—. Vamos a casa.
El niño se calmó. Lo llevó a su casa, lo bañó y lo alimentó. Le pidió a Javier que trajera al médico.
—¿Cómo te llamas?—preguntó, pero el niño no hablaba.—Vale, te llamarás Pablo, ¿te gusta?
El pequeño seguía mudo, pero ella lo llamó así.
Los vecinos se enteraron y le llevaron leche, ropa y otros regalos. Pablo se escondía detrás de Carla cuando veía a extraños. El médico lo examinó.
—Está débil, pero se recuperará. No lleva mucho tiempo solo.
Pablo seguía a Carla a todas partes. Cuando trabajaba, lo dejaba con la madre de Javier. Un día, la llamó “mamá”. Ella lloró de emoción, y desde entonces, empezó a hablar.
—Nadie te hará daño, hijito—le decía.
Estaba segura de que se quedaría con él, aunque sabía que debía informar a las autoridades. Pero un día, llegó la trabajadora social.
—Tenemos denuncias de que tienes un niño aquí. No tienes derechos legales sobre él.
—¡Lo quiero! Pablo ya es parte de mi vida. Dime qué papeles necesito para adoptarlo.
—Eres joven y soltera. Un niño necesita una familia completa.
A pesar de sus súplicas, se llevaron a Pablo. Él lloraba, aferrándose a ella.
Desesperada, habló con Javier.
—Ayúdame, por favor—lloraba—. Necesito una familia para recuperar a Pablo.
—¿Qué puedo hacer?—preguntó él, confundido.
—Cásate conmigo. Solo para que me lo devuelvan. Después, no te pediré nada.
—Carla—sonrió—, yo también lo quiero. Llevo tiempo queriendo decírtelo, pero tenía miedo.
Se casaron y adoptaron a Pablo. El niño los llamaba “mamá” y “papá”, aunque sabía que era adoptado. Años después, Pablo era un brillante estudiante de instituto, ganador de olimpiadas matemáticas. Hasta salió en la televisión.
Solo quería hablar con ellos
Un día, un coche caro se detuvo frente a su casa. Una mujer elegante bajó, acompañada de un chofer con bolsas. Carla, alarmada, salió.
—¿Eres Carla? Vine a hablar contigo—dijo la mujer, notando su temor—. No temas, solo quiero conversar.
—¿Sobre Pablo?—asintió la mujer.
La invitó a pasar y le sirvió agua.
——No hace falta una prueba de ADN—dijo la mujer con voz temblorosa—, porque Pablo es el vivo retrato de mi hijo Adrián, y yo, Vera Ramírez, soy su abuela.