Descubrió que su felicidad no tenía fin

La alegría era infinita

Isabel decidió escaparse ese fin de semana al pueblo donde creció, para visitar a su madre, ya mayor, y a su hermana. Vivía en la capital provincial, trabajando como cardióloga en el hospital, y rara vez tenía tiempo para volver a sus raíces.

A sus cuarenta y cinco años, era una mujer elegante, divorciada hacía mucho, con una hija que ya había terminado la universidad y se había marchado con su marido, un compañero de clase, a vivir a su tierra natal. Su propio matrimonio duró siete años, pero se separaron al darse cuenta de que eran demasiado diferentes.

—Qué suerte, tres días libres— pensó Isabel mientras caminaba hacia el supermercado—. Voy a comprar algo para mamá y Lucía.

Isabel era de un pueblo pequeño. Desde niña soñó con ser médica y escapar de aquel lugar. Aunque el pueblo se llamaba *Alegría*, no había mucha alegría que digamos. La decadencia era evidente; la gente se había marchado a buscar trabajo, los jóvenes huían a la ciudad, y solo quedaban los mayores.

El otoño y el invierno eran especialmente tristes. La primavera traía algo de luz, cuando los campos volvían a la vida. En junio, como ahora, el verdor y el sol dibujaban sonrisas en *Alegría*.

Desde el autobús, Isabel observaba el paisaje. Llevaba dos meses sin ver a su familia.

—Menos mal que Lucía vive con mamá— pensó—. Es una bendición. Si no, tendría que venir más a menudo, aunque el viaje es largo—.

Su hermana pequeña, Lucía, nunca se fue del pueblo. Se casó con un chico local, se quedó y, tras la muerte de su padre, ambos vivían con su madre. José, su marido, era un hombre hábil; reformó la casa, añadió una ampliación para su familia y hasta una entrada independiente. Lucía tuvo gemelos, que ya estudiaban en la ciudad.

—A diferencia de mí, ella siempre quiso quedarse— le contó Isabel a su amiga Carmen, a quien una vez llevó al pueblo—. Tú admiras todo esto porque no has vivido aquí en invierno, con el barro y la lluvia— se rio.

Esta vez, el viaje pasó rápido, pues se durmió y solo despertó cuando ya habían dejado atrás el último pueblo grande. Pronto apareció *Alegría*. El conductor giró por el camino de tierra, sacudiéndolos en los baches.

Al bajarse, Isabel miró alrededor.

—Nada cambia— sonrió y caminó hacia su casa.

El sol acariciaba su piel, el aire olía a hierba fresca, los pájaros cantaban.

—¡Hola, Isa!— una voz anciana la llamó. Era la vecina, doña Rosario—. ¿Vienes a ver a tu madre?

—Hola, doña Rosa. Sí, tenía ganas de visitarlas—.

—Bien hecho. Tu madre no para de preguntar por ti—.

La anciana se alejó, murmurando algo sobre su pensión.

Isabel cruzó el portón. En el patio, solo el gato *Bigotón* la esperaba, frotándose contra sus piernas.

—Hola, mi vida— lo acarició.

—¿Mi vida?— Lucía asomó desde la cocina—. Más bien *barrigón*. ¡Hola, hermana!— se abrazaron—. ¿Comerás con nosotras?

—Claro, y mejor en el patio. ¿Dónde más voy a disfrutar del sol así?

Lucía asintió mientras su madre aparecía con un cuenco de fresas recién cogidas.

—¡Hola, mamá!— Isabel la abrazó—. ¡Cuánto te echaba de menos!

—Hola, cielo— su madre sonrió, feliz de tenerlas juntas—. Comamos aquí.

Durante la comida, Isabel se enteró de las noticias del pueblo, alegres y tristes. Cada vez quedaban menos caras conocidas.

—¿Y José?— preguntó.

—De turno en la obra— suspiró Lucía—. Así es ahora. Un mes fuera, otro aquí. Pero trae buen dinero— señaló el coche nuevo.

—Qué suerte tienes con él— murmuró Isabel.

—Tú buscaste en la ciudad. Aquí también hay buenos hombres— rio Lucía.

En ese momento, la cartera, Mari, llegó con un aviso.

—Lucía, tienes correo— dijo.

—Puedo ir yo— ofreció Isabel—. Dame tu DNI.

—¿Por qué quieres ir?— Lucía frunció el ceño.

—Necesito caminar. La oficina está al otro lado.

—Mejor ve en bici— sugirió Lucía—. Así revives viejos tiempos.

Isabel aceptó, se puso unos vaqueros y partió.

Pedaleando, el viento le acariciaba el pelo. Dejó la bicicleta frente a la pequeña oficina de correos.

—¡Hola, Isa!— la recibió Teresa, su antigua compañera de clase. Hablaron un rato, recordando viejos tiempos.

De regreso, distraída por los geranios de la tía Pilar, casi chocó con un hombre en bicicleta.

—¡Perdona!— exclamó.

—No pasa nada— él sonrió, alto y de ojos brillantes—. No te había visto por aquí.

—Vivo en la ciudad. Vine a visitar a mi familia—.

—Yo también estoy de paso— dijo él—. Visito a mi tía. Su hijo, Javier, es mi primo.

—¡Javier!— Isabel rio—. Fuimos compañeros.

—Soy Pablo— presentó él—. ¿Quieres dar una vuelta por el río antes de volver?

—Vale—.

Junto al río, hablaron como viejos amigos. Pablo también era médico, cirujano, divorciado. Su esposa lo había abandonado por un hombre más joven, pero regresó arrepentida. Él no la perdonó.

—¿Cuándo te vas?— preguntó él.

—Mañana.

—Yo vuelvo en coche. ¿Nos vamos juntos?

Esa noche, Lucía la recibió con los brazos cruzados.

—¿Y ese ramo?— señaló las flores silvestres que Isabel llevaba.

—Me las regalaron— sonrió tímidamente.

—¡Ajá!— Lucía se rio—. Así que ahora vendrás más. ¿Quién es?

—Pablo, el primo de Javier.

—¡Ah! Buen partido— guiñó un ojo—. Médico, formal… Entiendo todo.

Al día siguiente, Pablo e Isabel pasearon de la mano. Algo había encajado entre ellos.

Regresaron juntos en su coche, con el maletero lleno de conservas y verduras. Su madre y Lucía los despidieron sonriendo, felices de verla tan radiante.

No sabían que esa sería la primera de muchas visitas. Se dieron cuenta enseguida, en ese pueblo llamado *Alegría*, que eran dos mitades de un mismo todo. Se casaron y, desde entonces, viven con la certeza de que la felicidad, a veces, llega cuando menos se espera.

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MagistrUm
Descubrió que su felicidad no tenía fin