Es silencio lo que esperaba, pero el ruido es lo que recibí.
—Carmen, ¡te lo pedí mil veces! Solo nosotros, en familia —Laura, de pie frente a la cocina, se giró hacia su hija, apretando con fuerza una cuchara de madera. Su voz temblaba de irritación, pero intentaba mantener la calma.
Carmen, sentada a la mesa, no levantó la vista del móvil. Su pelo oscuro, recogido en un moño desaliñado, dejaba ver su gesto de fastidio.
—Mamá, ¿ya empiezas? —bufó sin despegar los ojos de la pantalla—. ¡Son tus cincuenta años! No podemos celebrarlo solo con una taza de té y ya está. Ya he invitado a todo el mundo.
—¿A quién… a todo el mundo? —Laura se quedó inmóvil. La cuchara en su mano osciló levemente—. Carmen, te pedí que vinierais tú, Javier y los niños. Quizá tía Lucía. ¿Quién más?
Por fin alzó la mirada, poniendo los ojos en blanco.
—¡Pues todos, mamá! Tía Lucía y tío Antonio, su hijo con su mujer, la abuela Rosa, mis amigas con sus maridos, los vecinos… Ah, y algunos de tus antiguos compañeros del colegio. Se enteraron y se apuntaron solos.
Laura sintió cómo la sangre le subía a las sienes. Dejó la cuchara sobre la mesa y se secó las manos en el delantal.
—Carmen, ¿en serio? Llevo medio año pidiendo un solo día de paz. ¡Uno! ¿Y tú me organizas una boda?
—Mamá, no exageres —Carmen se levantó, ajustándose los vaqueros—. La gente quiere felicitarte. ¿Qué, los vas a echar? Relájate, yo me ocupo de todo. Solo tienes que hacer la tarta, ¿vale? La de siempre, con crema. Del resto me encargo yo.
Laura abrió la boca para protestar, pero Carmen ya salía de la cocina, dejando caer:
—Y no te quejes, mamá. ¡Es tu día!
La puerta se cerró de golpe, dejándola sola. Miró la olla de caldo hirviendo, la pila de platos sucios en el fregadero y sintió un nudo en el estómago. Cincuenta años. Solo había soñado con una tarde tranquila: una cena en familia, una manta caliente, fotos antiguas. Pero en su lugar, una multitud, el ruido y, como siempre, todo el trabajo sobre sus hombros.
—
Laura amaba su casa. Un piso pequeño de dos habitaciones en un bloque antiguo, su refugio. Allí había criado a Carmen, superado el divorcio y aprendido a ser fuerte. La cocina era su orgullo: cortinas claras, la mesa de madera, la estantería con tazas de porcelana que coleccionaba desde hacía años. Cada cumpleaños preparaba una tarta especial, con crema pastelera y frutos rojos. Era su tradición. Pero este año todo se torció.
Carmen anunció el “gran homenaje” dos semanas antes. Laura intentó disuadirla, pero su hija fue inflexible. “Mamá, ¡te lo mereces! ¡Deja de esconderte!”, repetía. Y Laura, como siempre, cedió. No sabía discutir con Carmen, heredera de su terquedad pero no de su paciencia. Y ahora, un día antes, cocinaba para una multitud que ni siquiera había invitado.
Al anochecer, el piso parecía un almacén. Carmen llegó cargada con cajas de bebidas, bolsas de aperitivos y un ramo tan grande que ocupó media cocina. Laura, amasando el bizcocho, evitaba pensar en cómo meterlo todo en su pequeño hogar.
—Mamá, ¿dónde estás? —gritó Carmen, entrando de golpe con dos amigas—. ¡Huele genial! ¿Es la tarta?
—Sí —masculló Laura sin volverse—. Pero no la toquéis, todavía no está lista.
Sus amigas, Ana y Marta, se rieron mientras se sentaban. Ana, con los labios pintados de rojo, se acercó al bol de crema.
—Laura, ¿puedo probar? ¡Me encanta tu crema!
—Mejor no —contestó Laura, forzando una sonrisa—. No he terminado.
—Vamos, un poquito —Ana tomó una cucharada y se la lamió—. ¡Dios, qué rica! Carmen, ¡tu madre es una artista!
Laura apretó los labios pero calló. Carmen, ajena a la tensión, seguía charlando mientras sus amigas devoraban la crema. Cuando se marcharon, Laura miró el bol vacío y sintió cómo las lágrimas quemaban sus ojos. Respiró hondo y empezó otra tanda.
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El día del cumpleaños amaneció en caos. Laura se levantó a las seis para terminar la tarta y los entrantes. A las nueve, el piso hervía: Carmen colgaba globos, mientras Javier montaba una mesa plegable en el salón.
—Laura, ¿dónde está el mantel? —gritó él, rebuscando en el armario.
—En el dormitorio —respondió ella, cortando pepinos—. Cuidado, es antiguo, de mi madre.
—Vale —murmuró él, y un segundo después se oyó un rasgón. Laura salió corriendo: la tela estaba partida en dos.
—Perdona —se disculpó Javier—. Se enganchó.
Laura cerró los puños, pero solo asintió.
—No pasa nada. Coge otro.
Volvió a la cocina con el pecho ardiendo. No era un simple mantel: su madre lo había bordado. Pero tragó el resentimiento. Era su día, y no quería peleas.
Al mediodía, la casa se llenó. Tía Lucía y tío Antonio trajeron una tarta enorme que eclipsó la suya. La abuela Rosa exigió una silla con cojín. Sus excompañeras del colegio, tres mujeres vocingleras, hablaban sin dejarla intervenir. Y los niños corrían como locos, derribando todo a su paso.
—Laura, ¿dónde está la tetera? —gritó tía Lucía—. ¡Y la comida!
—En el horno —respondió Laura, secándose el sudor—. La tetera está ahí.
—Ah, ¿esta es tu tarta? —señaló la de crema—. Bonita, pero la nuestra es mejor. ¡De pastelería!
Laura apretó los dientes, pero sonrió.
—Sí, es preciosa. Ahora sirvo.
La cocina era un zoco. Todos entraban, cogían platos, pedían cubiertos. Laura iba de un lado a otro mientras Carmen recibía halagos por la “fiesta increíble” que había organizado. “Mamá necesita descansar”, decía. Y a Laura se le encogía el alma.
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A las tres, el ruido era ensordecedor. Niños gritando, adultos riendo, música a todo volumen. Laura fregaba platos cuando Carmen apareció.
—¡Vente, que brindan!
—Ahora —refunfuñó ella—. Antes termino.
—¡Déjalo! —la tomó del brazo—. ¡Es tu día!
Laura entró en el salón a regañadientes. Todos alzaron las copas. “¡Por la cumpleañera!”, gritaron. Ella sonrió, pero se sentía fuera de lugar. Aquel no era su cumpleaños, sino de Carmen, de los invitados, del jaleo. Solo quería silencio.
Al volver a la cocina, vio que su tarta había desaparecido. Corrió al salón y se heló: su nieto Adrián, de cinco años, embadurnaba la mesa con la crema, mientras su hermana Claudia lanzaba frutos como balas.
—¡Adrián! ¡Claudia! —gritó—. ¿Qué hacéis?
Los niños se quedaron quietos, pero ya era tarde. La tarta estaba destrozada. Los invitadosLos invitados rieron incómodos, alguien murmuró “son niños”, pero Laura, con los ojos húmedos y la voz quebrada, dijo: “Basta, por favor, váyanse todos”, y al fin, tras el último adiós, cerró la puerta y respiró hondo, sabiendo que, al menos esa noche, el silencio sería su regalo.